Atienza se apresta a dirigirse al Hotel
Barceló Emperatriz en la madrileña calle de López de Hoyos, donde tiene una
cita con el señor Kevin Vieques, del que solo sabe, aparte de su nombre, que es
portorriqueño y que quiere charlar con él de un asunto que preocupa a ambos.
Como la cita tiene algo de incierto, hace algo poco habitual, coge su pistola,
una Heckler &Koch USP Compact, semiautomática, del calibre nueve milímetros
parabéllum, con un cargador de trece balas y que es el arma reglamentaria del
Cuerpo de la Policía Nacional española.
En recepción Atienza pregunta por el señor
Vieques. Le está esperando en el bar. No tiene que volver a preguntar por él,
en una mesita sita en un discreto rincón hay un hombre que cuando le ve entrar
le hace un gesto con la mano y al acercarse se levanta para saludarle, hechos
que ponen en guardia al policía. Este tío parece conocerme, ¿cómo es posible?,
se pregunta el inspector de Patrimonio. El tal Vieques es grande y parece
fuerte, aunque el ancho cinturón no oculta que su barriga comienza a
expandirse. Por el moreno color de su tez podría pasar por español, piensa
Atienza, aunque lo más sorprendente de su rostro es que tiene los ojos de un
azul desvaído.
- Señor
Atiensa, gusto en conoserle – el portorriqueño le ofrece una mano ancha y recia.
- El gusto
es mío, señor Vieques. Por cierto, no recuerdo que nos hubiéramos visto antes.
Vieques esboza una media sonrisa mientras
invita a sentarse al policía.
- ¿Qué
quiere tomar? – pregunta el portorriqueño.
- Lo mismo
que usted.
- Dos wiskis
con hielo – encarga Vieques al camarero que ha respondido a su llamada y luego
se explica -. No, señor Atiensa, no nos hemos visto antes, pero previo a
llamarle me tomé la molestia de echarle un repaso a su historial y en él había
una foto que, por sierto, no le hase justisia, parese mucho más joven al
natural.
- ¿Y de
dónde sacó mi historial? – quiere saber Atienza que está empezando a ponerse
alerta.
- Mire, señor
Atiensa, entre profesionales creo que lo más práctico es jugar con las cartas
vistas. Y para demostrarle mi buena voluntad comensaré yo. Para empesar, el
apellido Vieques es el de mi mamá y lo suelo usar cuando estoy en un país de
lengua española. Mi primer y autentico apellido es Connolly. Así se llamaba mi
papá, un irlandés del condado de Waterford que tras emigrar a los Estados
Unidos conosió en Nueva York a una linda portorriqueña, Mía Vieques, con la que
se casó. Trabajé en lo mismo que papá, en la polisía neoyorquina, hasta que
alguien pensó que el sargento Connolly de la brigada antiterrorista, que
hablaba español con asento caribeño pero con total fluides, serviría mejor a su
país estando en la Agensia que patrullando por el Spanish Harlem. Y esa, de forma resumida, es mi biografía. Ya ve,
con la mala fama que tenemos los de la Agensia de ocultar nuestra verdadera
identidad y de enmascarar nuestro trabajo y lo primero que hago es contarle mi
vida o, al menos, la almendra de la misma.
Atienza no se extraña demasiado, tenía el
pálpito de que algo así podía ser el señor Vieques; mejor dicho, míster
Connolly. Y decide pagar al americano con la misma moneda, la de la sinceridad.
- Le
agradezco su franqueza en lo que vale, míster Connolly, es la mejor manera de
entenderse. Y en lo que a mí respecta, como ha leído mi historial poco más
puedo contarle.
- Llámeme
Kevin, por favor, y sí, puede contarme mucho, justamente para eso estoy aquí.
- ¿Qué
quiere saber?
- Lo que pueda
contarme de las investigasiones de su grupo sobre el robo del Tesoro Quimbaya.
Y le adelanto,…; ¿puedo llamarle Juan Carlos? – Ante el asentimiento del
español prosigue -, y le adelanto que más o menos estoy al corriente de adonde
habían llegado hasta fines de febrero.
En ese momento es cuando Atienza lamenta
haber tenido que posponer la entrevista con Grandal porque a buen seguro que el
excomisario le habría aportado algunas conclusiones interesantes que quizá
pudiera usar ahora como moneda de cambio, por otra parte se dice que es
preferible que en esta entrevista, que supone que no será la última, no le
cuente al americano todo cuanto sabe. Lo que hace es exponerle los dos últimos
datos fehacientes del caso. El ofrecimiento de los servicios cubanos de
inteligencia de que si el actual gobierno español en funciones sigue apoyando
las conversaciones de La Habana, España podría verse recompensada con la
devolución de unos bienes culturales. Connolly atiende como pudiera hacerlo un
alumno que escucha una lección ya sabida; al menos, esa es la impresión que le
produce a Atienza. En cambio, cuando le cuenta el otro dato: que los mandos
superiores de la policía han puesto en stand
by las investigaciones referentes al caso, le produce la impresión de que
es algo que el norteamericano no conocía.
- Juan
Carlos, le agradesco su sinseridad, pero aparte de los datos en cuestión,
supongo que después de analisarlos alguna conclusión habrán sacado.
- En eso
estamos, pero permítame, Kevin, hasta el momento el único que ha puesto sobre
la mesa información he sido yo. Creo que antes de proseguir, ahora le toca a
usted.
- Touché, mi amigo. Pregunte, que quiere
saber que yo pueda contarle.
- ¿Cuál es
el interés de la Agencia en el robo del Tesoro Quimbaya?
- Verá. El
robo en sí no tuvo ningún interés para nosotros hasta que aparesió la oferta de
los cubanos que usted ha contado antes. A partir de ahí es cuando el robo
meresió nuestra atensión. No revelo ningún secreto al desirle que cuanto toca a
Cuba es analisado con lupa por todas las agensias de seguridad de mi país. Y
este caso no es una exsepsión. No es la primera ves que los servisios cubanos
montan una espesie de chantaje a países como el suyo y supongo que no será la
última. Lo que no hemos podido descubrir hasta ahora es si la oferta de los
cubanos es real y, si así fuera, si hablan en nombre de las FARC o de unos
terseros que ignoramos quienes pueden ser.
Al inspector de Patrimonio le da la
impresión de que el norteamericano no le está contando todo lo que sabe. Has
hablado de mucha franqueza, se dice, pero luego te guardas de la misa la mitad.
Y decide hacer lo mismo, a partir de ahora preguntará mucho pero respuestas,
las justitas.
- Cuando
habla de unos terceros, ¿a quién se refiere? Porque supongo que aunque sean
desconocidos tendrán alguna sospecha de quienes pueden ser.
- Sospechas
tenemos pero pruebas, ninguna – Connolly también se ha puesto en modo cautelar.
Divaga, pero concreciones poquitas.
- ¿Y no
tienen algún indicio de quién o quiénes pueden tener las piezas robadas del
tesoro? – Atienza insiste en sus preguntas.
- Nos pasa
lo mismo que con esos terseros de los que hablaba antes, sospechamos de varios
grupos, pero sin pruebas que lo confirmen. ¿Ustedes de quien sospechan? – el
americano utiliza el viejo y archisabido método de responder a una pregunta con
otra.
Y así siguen, mareando la perdiz como dicen
los castizos, sin que ninguno de ambos interlocutores aporte una sola
información que valga la pena. Como ambos son conscientes de que esa primera
reunión ha servido, básicamente, para conocerse y romper el hielo, deciden
mantener una segunda cuando haya algún nuevo dato o conclusión que merezca la
pena. Antes de despedirse, Atienza tiene una última pregunta:
- Me
gustaría saber, míster Connolly quién es el amigo común que le dio mi teléfono.
- Ya lo
puede suponer, el amigo Pérez Recarte. Y, por favor, no se lo reproche. Le tuve
que presionar mucho y recordarle que me debía algún que otro favor.
En cuanto se despide del hombre de la
Agencia, Atienza se apresura a llamar a sus colegas. Que le esperen en la
Brigada que sale para allí pues tiene que contarles su reunión con el
portorriqueño. Ni Bernal ni Blanchard se muestran demasiado sorprendidos cuando
el inspector de Patrimonio termina de narrarles su entrevista.
- Ya me
extrañaba que la CIA no hubiera metido sus narices antes en un asunto que,
aunque de rebote, afecta a su patio trasero – comenta Bernal.
- A mí lo
que me resulta un tanto desconcertante de tu entrevista es la aparente franqueza
que ha mostrado Connolly – opina Blanchard.
- Sí, no
creo que sea demasiado frecuente, aunque confieso que es la primera vez que
hablo con un agente de la CIA. Por cierto, nunca mencionó esa sigla, solo se
refirió a la Agencia.
- En
definitiva, ¿has sacado algo en claro? – inquiere Bernal, siempre práctico.
- Pues,
realmente, nada, salvo que los estadounidenses también están ahora interesados
en nuestro caso y que quizá más adelante podamos sacar réditos de esa fuente.
Ah, os recuerdo que Grandal quiere hablar con nosotros. Pensaba citarle mañana,
¿os parece bien?