En el hogar de los Carreño, madre e hijo
continúan conversando sobre la familia de la novia.
-Si son tan ricos como dices, quizá a la
señora Soledad le parezcas poca cosa para su hija. Igual prefiere alguien que
tenga fanegas, ganados y muchos duros –apunta la madre que conoce bien a los ricachos pueblerinos-.
Y los ricos prefieren juntarse con sus iguales, aunque siempre hay excepciones.
-Ese es mi miedo, madre, que crea que no soy
buen partido para su hija, pero verás cómo entre Consuelo y yo sabremos
convencerla.
-Muy seguro pareces, hijo, Dios lo quiera. Como
veo que lo tienes todo meditado, ¿has pensado algún plan para cuando vuelvas
del servicio?
-El profesor Hernández me tiene dicho que,
si acabo lo de la contabilidad, trabajo no me va a faltar. En Plasencia hay negocios
y comerciantes que necesitan que alguien les lleve las cuentas. Incluso me dijo
una vez que como lleva más contabilidades de las que puede abarcar me pasaría
alguna de ellas. También me ha contado que si no en Plasencia, en Cáceres o,
mejor aún, en Madrid podría encontrar empleos bien pagados. La gente que sepa
de cuentas no abunda.
-¿Y todo eso cómo lo sabe el señor
Hernández? No es más que un jubilado.
-No olvides, madre, que durante muchos años
fue profesor de la Escuela de Comercio de Madrid y todavía está muy bien
relacionado.
-Bueno, quiera la Pilarica que todo os salga
bien.
-Así será, madre y, si no, nos fugamos.
-¡Dale con la fuga! ¡Haz el favor de
quitarte esa idea de la cabeza! ¿Qué quieres, que a tu novia y a su familia la
vayan señalando con el dedo por la calle? Eso ni lo sueñes.
-No te
enfades, madre, lo decía en broma. De todas formas, lo que estamos hablando no
es más que hablar por hablar y no tiene mucho fundamento porque van a pasar al
menos tres años para que todo eso adquiera un valor real.
-¿Sabes qué, hijo?, tienes más razón que un
santo –Y es el fin del diálogo.
Al día siguiente alboreando la mañana, el
joven mañego, pertrechado de un zurrón donde lleva su menguado equipaje, parte
con su remendada bici camino de Plasencia. El puerto de Perales se le atraganta
pues, aunque apenas sobrepasa los novecientos metros de altitud, el desnivel
medio del cinco por ciento es demasiado para sus poco entrenadas piernas. Se le
agarrotan los gemelos y tiene que echar pie a tierra para descansar y que se le
distiendan los músculos. Piensa que tendrá que entrenarse para que el recorrido
Malpartida-Plasencia no se convierta en un calvario diario. Cerca de Coria, la
población más importante del recorrido, tiene un pinchazo y desolado comprueba
que su habilidad para reparar neumáticos deja mucho que desear. Afortunadamente,
encuentra a alguien que le ayuda a reparar la avería y sigue camino. En el
cruce de la carretera que va a Malpartida se detiene. ¿Qué hacer?, ¿va primero
a ver a su novia o al profesor Hernández como le aconsejó su madre? Tras
pensarlo, opta por lo último. Entre tantos avatares, cuando llega a la ciudad
del Jerte se ha consumido el día y no puede hacer nada de lo que había planeado.
Entonces se va a casa de los Morales, una familia mañega que vive en Plasencia
y que son amigos de su madre. Le reciben con los brazos abiertos y le ofrecen
cena y alojamiento. Mañana será otro día, se dice el mozo, y se duerme exhausto
y dolorido pero con una sonrisa en los labios, mañana podrá estar con Consuelo
y esa será la mejor recompensa.
A primera hora del miércoles, Julio va a
casa del profesor Hernández. Le atiende una de sus hijas que le indica que su
padre todavía no se ha levantado. Ha pasado mala noche pues está algo
acatarrado. El joven, para hacer tiempo, se da una vuelta por la ciudad. Ha
estado más veces en Plasencia pues es la capital natural de todas las comarcas occidentales
de la Sierra de Gata y de los valles de su entorno. Mientras pasea, recuerda
algunas de las historias que sobre la ciudad le contó su madre, como la boda de
Juana la Beltraneja en la Guerra de Sucesión Castellana. En su paseo, recorre
parte de la muralla que protege el casco antiguo desde la fundación de la
ciudad por el rey Alfonso VIII de Castilla, a finales del siglo XII. Solo se
puede entrar a la almendra central a través de una de sus siete puertas de las
que solo recuerda el nombre de algunas como la puerta de Trujillo o la de
Coria. Consulta su reloj de bolsillo, uno de los contados bienes que le dejó su
difunto padre, y se dice que Hernández ya debe haberse levantado. En efecto, el
acatarrado profesor, bien abrigado y sentado en una mesa camilla, le está
esperando. El joven le cuenta su mala suerte en el sorteo y que ha pensado,
antes de irse a la mili, darle un fuerte empujón a los estudios de contabilidad
que inició con él. Se ponen enseguida de acuerdo en el horario y el estipendio
de las clases que las comenzarán al día siguiente. Antes de marcharse,
Hernández vuelve a ofrecerle trabajo para su tiempo libre. Lleva la
contabilidad de varios comercios de la ciudad para compensar su magra pensión y
le puede pasar alguno, tal como el de una pequeña empresa que comercializa el
aceite de oliva de la Sierra de Gata, aceite que tiene fama bien ganada de ser
uno de los mejores de la nación. Julio agradece la oferta a su mentor, pero la
rechaza aunque deja una puerta abierta por si cuando vuelva del servicio
militar le interesara aceptarlo, en el improbable caso de que el puesto
siguiera vacante. A punto de despedirse, Hernández recuerda algo referido a
Mallorca.
-En Palma, tengo un antiguo colega con el
que podrías rematar los estudios. Antes de irte te daré una tarjeta para
él.
Tras
concluir con Hernández, a Julio solo le resta despedirse de los Morales. La
matriarca de la familia, la tía Adelaida, se empeña en no dejarle marchar sin
comer.
-Chacho, no vas a irte con la panza vacía.
Estoy preparando una pringá pa la cena de los hombres, le añado un par de rebanás
y comemos los dos tan ricamente.
-No hace falta que se moleste, tía Adelaida.
Me pararé en una venta del camino y comeré cualquier cosa –Julio sabe lo justos
que andan los Morales y no quiere ser una carga.
-¡Mecagondié, chacho, eres tan cabezón como
tu madre!, pero como el Eustaquio se entere de que te he dejao partir sin haberte
llenao la andorga es capaz de soltarme una guantá.
Visto como se lo ha tomado la mujer, al mozo
no le queda otra que aceptar. Para darle palique a la anfitriona, pide que le
explique cómo prepara la pringá.
-¡No me lo preguntarás de
verdá! –se escandaliza la mujer-. Meterse en la cocina no se ha hecho pa los
hombres, eso es cosa de mujeres –Dice mujeres aspirando la jota, por lo que
casi suena como mueres.
-Lo digo en serio, tía Adelaida, tenga en
cuenta que debo hacer la mili, ¿y quién no me dice que me pueda tocar ser
cocinero?
-Bueno, chacho, tú sabrás que pa eso ties
letras.
Y la tía Adelaida le explica que lo primero
es calentar aceite en una sartén amplia y honda y saltear unas lonchas de
tocino. Luego, retirarlas y guardarlas aparte. En el aceite sobrante se fríen
unas rebanadas de pan, mejor si es duro, de un dedo de grosor más o menos. Al
darles la vuelta para que se frían por los dos lados se añade el chorizo
cortado en rodajas… Al llegar aquí, Adelaida hace un inciso.
-Tú, aunque no eres de casa en las que se
mata un guarro por San Martín, sabrás que hay chorizos y chorizos. Lo digo
porque no es lo mismo hacer una pringá con un chorizo comprao en la tienda que
hacerla con un chorizo de la propia matanza, como este hecho con mis manos. Anda,
pruébalo –y le da una hermosa rodaja del embutido-. Bueno, a lo que estábamos,
se le añade el chorizo pa que suelte el jugo y el pan quede empapao, así como
las lonchas de tocino. Y ya está la pringá hecha. Ahora solo queda meterle el diente
porque si se enfría no vale ni la mitá.
Una vez han comido, Julio agradece a la tía
Adelaida su hospitalidad y parte rumbo a Malpartida. En cuanto llega al pueblo,
lo primero que hace es pasarse por delante de la casa de su amada por si
tuviera la suerte de verla. Aunque hace tres pasadas no ve ningún movimiento en
puerta ni ventanas. Consuelo debe estar haciendo las faenas de la casa, se dice,
tendré que volver más tarde a ver si tengo suerte. Visto lo cual, se dirige a
casa de los padres de Argimiro, en lo que será su nuevo alojamiento hasta que
le llamen a la mili. Argimiro y su padre están en el tajo, trabajan para la
misma almazara en la que le ofrecieron faena a Julio. Quien sí está es la madre
que, como está al tanto del ofrecimiento de su hijo, le recibe cordialmente.
Dormirá en la primera planta, en la misma habitación en que duerme Argimiro, en
un jergón que han puesto a un lado. Ni la habitación ni la cama son gran cosa,
pero al joven ni se le pasa por las mientes quejarse. Sabe de la escasez de
posibles de la familia y se dice que quien da lo que tiene no está obligado a
más. Agradece a la tía Martirio su acogida, y vacía el zurrón para guardar sus
pertenencias en un estante de obra que hay en una de las paredes. Luego,
desciende a la planta baja donde la comadre le tiene preparada una palangana
desportillada, un jarro de loza con agua y un trapo limpio que hace las veces
de toalla para que se asee. Después de las abluciones saca un peine que traía
en el zurrón y se peina con esmero.
Cuando Julio termina de acicalarse se mira
en el trozo de espejo que hay sujeto con un alambre en la pared. Lo que ve no
le disgusta. La luna le muestra un rostro de rasgos regulares: una lisa mata de
pelo de color castaño oscuro, frente amplia, nariz recta, ojos tirando a un
marrón claro, labios finos y barbilla firme. Si a todo ello se suma que mide
uno setenta y cinco en una tierra de retacos, el conjunto es el de un mozo de
buena planta al que las niñas casaderas le ponen buena cara y hasta se lo miran
con descaro. No está mal, piensa, los hay más guapos, pero madre siempre dice
que de la guapeza no se vive, y además como Consuelo me quiere tal como soy,
pues colorín, colorao.
Qué más se puede pedir, se dice.
PD.- Hasta
el próximo viernes en que, dentro del Libro I, Un
mañego enamorado, publicaré el episodio 6. ¿Y si lo encuentra?