"Los Carreño"

Este blog guarda cinco novelas cuyo autor es Zacarías Ramo Traver. Una trilogía sobre Torreblanca (Castellón): “Las dos guerras de Aurelio Ríos”, la guerra civil en ese pueblo mediterráneo. “La pertinaz sequía”, la vida de la posguerra. “Apartamento con vistas al mar”, el boom inmobiliario y la crisis del 2008. “El robo del Tesoro Quimbaya”, el hurto de unas joyas precolombinas del Museo de América. “Una playa aparentemente tranquila”, un encausado del caso ERE, huyendo de la justicia, se refugia en una recóndita playa (Torrenostra). Salvo la primera, las demás están en forma de episodios. Ahora está publicando otra novela en episodios, Los Carreño, que es la historia de dos generaciones de una familia real e irrepetible, entre 1889 y 1949, período en el que suceden hechos tan significativos como: el Desastre del 98, la I Guerra Mundial, la Revolución Rusa, la aparición del fascismo, la Guerra de África, la Dictablanda, la II República, la Guerra Civil y el franquismo.

viernes, 3 de enero de 2020

Libro I. Episodio 5. Pringá para dos


   En el hogar de los Carreño, madre e hijo continúan conversando sobre la familia de la novia.
   -Si son tan ricos como dices, quizá a la señora Soledad le parezcas poca cosa para su hija. Igual prefiere alguien que tenga fanegas, ganados y muchos duros –apunta la madre que conoce bien  a los ricachos pueblerinos-. Y los ricos prefieren juntarse con sus iguales, aunque siempre hay excepciones.
   -Ese es mi miedo, madre, que crea que no soy buen partido para su hija, pero verás cómo entre Consuelo y yo sabremos convencerla.
   -Muy seguro pareces, hijo, Dios lo quiera. Como veo que lo tienes todo meditado, ¿has pensado algún plan para cuando vuelvas del servicio?
   -El profesor Hernández me tiene dicho que, si acabo lo de la contabilidad, trabajo no me va a faltar. En Plasencia hay negocios y comerciantes que necesitan que alguien les lleve las cuentas. Incluso me dijo una vez que como lleva más contabilidades de las que puede abarcar me pasaría alguna de ellas. También me ha contado que si no en Plasencia, en Cáceres o, mejor aún, en Madrid podría encontrar empleos bien pagados. La gente que sepa de cuentas no abunda.
   -¿Y todo eso cómo lo sabe el señor Hernández? No es más que un jubilado.
   -No olvides, madre, que durante muchos años fue profesor de la Escuela de Comercio de Madrid y todavía está muy bien relacionado.
   -Bueno, quiera la Pilarica que todo os salga bien.
   -Así será, madre y, si no, nos fugamos.
   -¡Dale con la fuga! ¡Haz el favor de quitarte esa idea de la cabeza! ¿Qué quieres, que a tu novia y a su familia la vayan señalando con el dedo por la calle? Eso ni lo sueñes.
   -No te enfades, madre, lo decía en broma. De todas formas, lo que estamos hablando no es más que hablar por hablar y no tiene mucho fundamento porque van a pasar al menos tres años para que todo eso adquiera un valor real.
   -¿Sabes qué, hijo?, tienes más razón que un santo –Y es el fin del diálogo.
   Al día siguiente alboreando la mañana, el joven mañego, pertrechado de un zurrón donde lleva su menguado equipaje, parte con su remendada bici camino de Plasencia. El puerto de Perales se le atraganta pues, aunque apenas sobrepasa los novecientos metros de altitud, el desnivel medio del cinco por ciento es demasiado para sus poco entrenadas piernas. Se le agarrotan los gemelos y tiene que echar pie a tierra para descansar y que se le distiendan los músculos. Piensa que tendrá que entrenarse para que el recorrido Malpartida-Plasencia no se convierta en un calvario diario. Cerca de Coria, la población más importante del recorrido, tiene un pinchazo y desolado comprueba que su habilidad para reparar neumáticos deja mucho que desear. Afortunadamente, encuentra a alguien que le ayuda a reparar la avería y sigue camino. En el cruce de la carretera que va a Malpartida se detiene. ¿Qué hacer?, ¿va primero a ver a su novia o al profesor Hernández como le aconsejó su madre? Tras pensarlo, opta por lo último. Entre tantos avatares, cuando llega a la ciudad del Jerte se ha consumido el día y no puede hacer nada de lo que había planeado. Entonces se va a casa de los Morales, una familia mañega que vive en Plasencia y que son amigos de su madre. Le reciben con los brazos abiertos y le ofrecen cena y alojamiento. Mañana será otro día, se dice el mozo, y se duerme exhausto y dolorido pero con una sonrisa en los labios, mañana podrá estar con Consuelo y esa será la mejor recompensa.
   A primera hora del miércoles, Julio va a casa del profesor Hernández. Le atiende una de sus hijas que le indica que su padre todavía no se ha levantado. Ha pasado mala noche pues está algo acatarrado. El joven, para hacer tiempo, se da una vuelta por la ciudad. Ha estado más veces en Plasencia pues es la capital natural de todas las comarcas occidentales de la Sierra de Gata y de los valles de su entorno. Mientras pasea, recuerda algunas de las historias que sobre la ciudad le contó su madre, como la boda de Juana la Beltraneja en la Guerra de Sucesión Castellana. En su paseo, recorre parte de la muralla que protege el casco antiguo desde la fundación de la ciudad por el rey Alfonso VIII de Castilla, a finales del siglo XII. Solo se puede entrar a la almendra central a través de una de sus siete puertas de las que solo recuerda el nombre de algunas como la puerta de Trujillo o la de Coria. Consulta su reloj de bolsillo, uno de los contados bienes que le dejó su difunto padre, y se dice que Hernández ya debe haberse levantado. En efecto, el acatarrado profesor, bien abrigado y sentado en una mesa camilla, le está esperando. El joven le cuenta su mala suerte en el sorteo y que ha pensado, antes de irse a la mili, darle un fuerte empujón a los estudios de contabilidad que inició con él. Se ponen enseguida de acuerdo en el horario y el estipendio de las clases que las comenzarán al día siguiente. Antes de marcharse, Hernández vuelve a ofrecerle trabajo para su tiempo libre. Lleva la contabilidad de varios comercios de la ciudad para compensar su magra pensión y le puede pasar alguno, tal como el de una pequeña empresa que comercializa el aceite de oliva de la Sierra de Gata, aceite que tiene fama bien ganada de ser uno de los mejores de la nación. Julio agradece la oferta a su mentor, pero la rechaza aunque deja una puerta abierta por si cuando vuelva del servicio militar le interesara aceptarlo, en el improbable caso de que el puesto siguiera vacante. A punto de despedirse, Hernández recuerda algo referido a Mallorca.
   -En Palma, tengo un antiguo colega con el que podrías rematar los estudios. Antes de irte te daré una tarjeta para él. 
   Tras concluir con Hernández, a Julio solo le resta despedirse de los Morales. La matriarca de la familia, la tía Adelaida, se empeña en no dejarle marchar sin comer.
   -Chacho, no vas a irte con la panza vacía. Estoy preparando una pringá pa la cena de los hombres, le añado un par de rebanás y comemos los dos tan ricamente.
   -No hace falta que se moleste, tía Adelaida. Me pararé en una venta del camino y comeré cualquier cosa –Julio sabe lo justos que andan los Morales y no quiere ser una carga.
   -¡Mecagondié, chacho, eres tan cabezón como tu madre!, pero como el Eustaquio se entere de que te he dejao partir sin haberte llenao la andorga es capaz de soltarme una guantá.
   Visto como se lo ha tomado la mujer, al mozo no le queda otra que aceptar. Para darle palique a la anfitriona, pide que le explique cómo prepara la pringá.
   -¡No me lo preguntarás de verdá! –se escandaliza la mujer-. Meterse en la cocina no se ha hecho pa los hombres, eso es cosa de mujeres –Dice mujeres aspirando la jota, por lo que casi suena como mueres.
   -Lo digo en serio, tía Adelaida, tenga en cuenta que debo hacer la mili, ¿y quién no me dice que me pueda tocar ser cocinero?
   -Bueno, chacho, tú sabrás que pa eso ties letras.
   Y la tía Adelaida le explica que lo primero es calentar aceite en una sartén amplia y honda y saltear unas lonchas de tocino. Luego, retirarlas y guardarlas aparte. En el aceite sobrante se fríen unas rebanadas de pan, mejor si es duro, de un dedo de grosor más o menos. Al darles la vuelta para que se frían por los dos lados se añade el chorizo cortado en rodajas… Al llegar aquí, Adelaida hace un inciso.
   -Tú, aunque no eres de casa en las que se mata un guarro por San Martín, sabrás que hay chorizos y chorizos. Lo digo porque no es lo mismo hacer una pringá con un chorizo comprao en la tienda que hacerla con un chorizo de la propia matanza, como este hecho con mis manos. Anda, pruébalo –y le da una hermosa rodaja del embutido-. Bueno, a lo que estábamos, se le añade el chorizo pa que suelte el jugo y el pan quede empapao, así como las lonchas de tocino. Y ya está la pringá hecha. Ahora solo queda meterle el diente porque si se enfría no vale ni la mitá.
   Una vez han comido, Julio agradece a la tía Adelaida su hospitalidad y parte rumbo a Malpartida. En cuanto llega al pueblo, lo primero que hace es pasarse por delante de la casa de su amada por si tuviera la suerte de verla. Aunque hace tres pasadas no ve ningún movimiento en puerta ni ventanas. Consuelo debe estar haciendo las faenas de la casa, se dice, tendré que volver más tarde a ver si tengo suerte. Visto lo cual, se dirige a casa de los padres de Argimiro, en lo que será su nuevo alojamiento hasta que le llamen a la mili. Argimiro y su padre están en el tajo, trabajan para la misma almazara en la que le ofrecieron faena a Julio. Quien sí está es la madre que, como está al tanto del ofrecimiento de su hijo, le recibe cordialmente. Dormirá en la primera planta, en la misma habitación en que duerme Argimiro, en un jergón que han puesto a un lado. Ni la habitación ni la cama son gran cosa, pero al joven ni se le pasa por las mientes quejarse. Sabe de la escasez de posibles de la familia y se dice que quien da lo que tiene no está obligado a más. Agradece a la tía Martirio su acogida, y vacía el zurrón para guardar sus pertenencias en un estante de obra que hay en una de las paredes. Luego, desciende a la planta baja donde la comadre le tiene preparada una palangana desportillada, un jarro de loza con agua y un trapo limpio que hace las veces de toalla para que se asee. Después de las abluciones saca un peine que traía en el zurrón y se peina con esmero.
   Cuando Julio termina de acicalarse se mira en el trozo de espejo que hay sujeto con un alambre en la pared. Lo que ve no le disgusta. La luna le muestra un rostro de rasgos regulares: una lisa mata de pelo de color castaño oscuro, frente amplia, nariz recta, ojos tirando a un marrón claro, labios finos y barbilla firme. Si a todo ello se suma que mide uno setenta y cinco en una tierra de retacos, el conjunto es el de un mozo de buena planta al que las niñas casaderas le ponen buena cara y hasta se lo miran con descaro. No está mal, piensa, los hay más guapos, pero madre siempre dice que de la guapeza no se vive, y además como Consuelo me quiere tal como soy, pues colorín, colorao.
   Qué más se puede pedir, se dice.

PD.- Hasta el próximo viernes en que, dentro del Libro I, Un mañego enamorado, publicaré el episodio 6. ¿Y si lo encuentra?