Hacia las doce de la mañana Oriol Bricart
sale de su domicilio en el barrio del Ensanche barcelonés. Es el típico
edificio que alberga, o al menos lo hacía hasta hace unos años, a familias de
la burguesía catalana. Ahora ha venido a menos, como ocurre con otros inmuebles
de la zona. Prueba de ello es que son muchos los pisos que se alquilan, uno de
ellos es en el que reside Bricart que más que pertenecer a esa burguesía no
deja de ser un parvenu. Sus padres
eran unos tenderos de la localidad tarraconense de La Canonja donde, tras la
guerra civil, llegaron desde el pueblo castellonense de Calig. No tiene
inclinaciones partidistas ni suele votar, aunque le gusta presumir de tener buenos
contactos con destacados políticos sin importarle su ideología. Legalmente, no
es dueño de bienes raíces. No usa tarjetas de crédito ni cheques, paga siempre
en metálico, como si pretendiera no dejar rastros tras sí que pudiesen ser
detectados por Hacienda. Lo más próximo que tiene al seny es su nombre, tan catalán él, pero eso fue cosa de sus
progenitores que pronto comprendieron que lo mejor para un tendero era
asimilarse al medio. En cambio, lo que sí tiene es astucia y olfato para
ciertos asuntos, entre ellos los negocios y las mujeres.
Bricart fue constructor de éxito en los años
prodigiosos del boom urbanístico especialmente en la comunidad valenciana. Ganó
dinero a mansalva y lo gastó alegremente. El toro corniveleto y astifino de la
crisis del dos mil ocho se llevó por
delante la mayoría de los activos de BACHSA, empresa constructora que ayudó a
crear y de la que fue consejero delegado. La compañía se acogió a la ley
concursal, y a través de sus enrevesados vericuetos, tan complejos y con tantos
agujeros, Bricart, entre otros socios, pudo ocultar una ingente masa de capital
que hizo desaparecer en las tenebrosas aguas de varios paraísos fiscales. Así
se libró del afán recaudatorio del erario, de las exigencias de proveedores que
no cobraron, de trabajadores que no recibieron ningún finiquito y de acreedores
de toda laya que vieron como el moroso se iba de rositas. La desaparición del
patrimonio del constructor hasta afectó a algún que otro político local que
dejó de percibir las sustanciosas mordidas que permitieron a Bricart conseguir
recalificaciones donde parecía ser imposible. En la actualidad, no se le conoce
profesión, oficio, trabajo o actividad alguna que le permitan obtener los
medios con los que sufragar el elevado tren de vida que lleva.
Al salir de su domicilio recibe el
respetuoso saludo del portero. El edificio es uno de los contados que sigue
teniendo portería, una reliquia del pasado burgués de la casa.
- Buenos días,
señor Ripoll - Es el apellido con el que le conoce el portero -. Tengo aquí una
carta que no sé qué hacer con ella. Lleva su dirección, pero está dirigida a
nombre de un tal Oriol Bricart. Supongo que la tendré que devolver.
- A ver, enséñemela
- Su sorpresa es patente. Estaba convencido de que nadie conocía su actual
domicilio.
- Pero eso no es
todo, hace unos días encontré a un individuo husmeando en los cajetines del
correo. Le pregunté que buscaba y me dijo que el buzón del señor Oriol Bricart.
Por la manera de hablar tenía que ser un guiri.
- ¿Y qué pasó? –
pregunta Bricart cada vez más alarmado.
- Le dije que aquí
no vivía nadie con ese nombre. Me dio las gracias y se fue.
Mientras el portero le cuenta todo eso,
Bricart piensa con rapidez y encuentra una solución para salir del paso.
- Ya sé de qué va.
Ese es el nombre de uno de mis socios, que se ha ido al extranjero por una
temporada. Me pidió que si podía utilizar mi dirección para recibir el correo
y, naturalmente, le dije que sí. La culpa ha sido mía porque olvidé
comentárselo. Gracias, Venancio - Bricart vuelve a lucir su mejor sonrisa
mientras hace desaparecer el sobre en uno de los bolsillos de su blazer azul.
Pese a la sonrisa tranquilizadora que ha
brindado al empleado, y aunque aún no sabe quién es el remitente, su
preocupación es evidente. Tan abstraído está que un taxi le da un buen susto
cuando cruza la calle sin mirar previamente el tráfico. Tampoco se da cuenta de
que un hombre de mediana edad, trajeado como si fuera un mafioso de pacotilla y
que parece abstraído mirando el escaparate de una librería, no lo pierde de
vista.
El sobre no tiene remitente. Su nombre y
dirección están escritos con ordenador o con máquina de escribir, no sabe
distinguir la diferencia. El texto, con idéntico formato, no está firmado. Pese
a la ausencia de referentes, después de una primera lectura tiene una idea
bastante aproximada de quien se lo remite.
Tenía pensado ir a comer a un nuevo
restaurante del Moll de la Fusta, pero de repente se le ha pasado el apetito y
en lugar de realizar el recorrido habitual se vuelve con premura a casa. En
esta ocasión cruza la calle por el paso de cebra. No sólo eso, también mira
disimuladamente a ambos lados. El hombre que lo acecha se ha escondido detrás
de un quiosco de donde no se mueve hasta que le ve entrar en el edificio de
donde salió. Saca su móvil y hace una llamada. Sigue de pie junto al quiosco
hasta que, a los pocos minutos, el mismo Audi A8 que lleva siguiendo a Bricart varios
días lo recoge. Al pasar por delante de la casa de Oriol, el conductor señala
una de las ventanas y pregunta algo. Su acompañante asiente.
En su casa, Bricart, después de atrancar bien
la puerta, vuelve a releer la carta. No le queda duda, piensa que el pufo de la Marina de Senillar va
a terminar pasándole factura. Registra el mueble bar hasta que encuentra lo que
busca, un Glenfiddich de dieciocho años. Mientras saborea el güisqui medita y
llega a varias conclusiones: ha sido una estupidez regresar a Barcelona donde
hay gente que le conoce, tendrá que volver a huir lo más pronto posible y
esconderse para que no lo encuentren, el problema es ¿dónde?