El
engranaje de la conexión Gimeno-Marín, o lo que es lo mismo: jefe local- alcalde,
funciona como una máquina de precisión. Gimeno suele ir poco por el
Ayuntamiento y cuando lo hace cuida con mimo que sea el alcalde quien figure en
primera fila y a quien se le dispensen todos los honores. Idéntica postura
adopta en todos los actos públicos, el regidor va delante y él le sigue en un
segundo plano. En definitiva no hace más que seguir fielmente la sugerencia que
le dio Lola:
- José Vicente, tú debes ir siempre unos
pasos por detrás de Fernando. El alcalde es él y, por consiguiente, a él debe
corresponder la preeminencia en todos los actos y ceremonias.
- Eso debería ser así, el problema es que
Fernando se empeña en ser él quien vaya detrás de mí.
- Has de convencerle de que la dignidad de la
alcaldía es la más importante y que, por tanto, debe ser quien presida los
actos.
- ¿Y si termina por creerse que es el número
uno de verdad y nos sale la criada respondona?
- Tranquilo, marido, sin ti Fernando no es
capaz ni de saber dónde tiene su mano derecha. Mira, si de algo peca Fernando,
y eso es muy propio del género masculino, es de ser un pelín vanidoso. Tú
báilale el agua en ese terreno y lo demás se te dará por añadidura.
El
cotidiano quehacer en la alcaldía parece darle la razón a Lola. En cuanto
alguien le va al nuevo alcalde con un asunto que trasciende los límites
ordinarios de la gestión municipal, no tiene ningún reparo en puntualizar:
- Voy a comentárselo a José Vicente, a ver
qué opina.
Y
hasta que Gimeno no da su parecer en el Ayuntamiento no se mueve un papel. Las
continuas visitas de Fernando terminan incomodando al que maneja los hilos del
teatrillo y se queja por ello a quien mejor sabe escucharle, su esposa:
- Este Fernando se está convirtiendo en un
incordio. Si no viene tres o cuatro veces al día a verme para consultarme no
viene ninguna. Encima como cuando hay un asunto de cierto calibre no me gusta
tomar una decisión sin antes hablarlo contigo, tengo que volver a citarlo tras
comentártelo. Lo que te digo, un incordio.
- Bueno, si hay asuntos importantes sobre los
que tomar una resolución es natural que te visite las veces que sea necesario.
- Si fuera así no me quejaría, pero es que en
la mayoría de ocasiones las cuestiones que me plantea son auténticas chorradas.
Y con tanta visita estoy empezando a descuidar mis tareas en la cooperativa.
- Eso no debe continuar así. La cooperativa
es la que nos da el pan y con las cosas de comer no se juega. Lo que tienes que
hacer es marcarle un tiempo para que vaya a verte, no que interrumpa tu trabajo
cada dos por tres. ¿Sabes qué? – Pregunta Lola un tanto retóricamente -, lo que
vamos a hacer a partir de mañana es que le invitaremos a tomar café con
nosotros después del almuerzo y ese será el momento en que nos exponga todas
los asuntos sobre los que haya que decidir. Solo en caso de una emergencia
deberá ir a la cooperativa a contártela.
Tantas idas y venidas del nuevo alcalde a la cooperativa no han pasado
desapercibidas, quizá por eso los vecinos han bautizado al nuevo acalde como Fernando Siseñor porque es incapaz de
decir un solo no al jefe local. La singular simbiosis entre Marín y Gimeno
funciona como un reloj suizo y, por lo que se ve, a gusto de ambos. El alcalde
luce su buena estatura y su pose un tanto marcial en las procesiones y en los
actos públicos. El jefe se conforma con mandar. María Eugenia, la señora
alcaldesa, es feliz luciendo la mantilla, junto a su marido, en los actos
religiosos y aireando un precioso mantón de Manila en las fiestas civiles,
hasta se ha comprado un vestido negro de organdí que, al parecer, la hace menos
gruesa. Lola, la esposa del jefe, se conforma con saber quién es el número uno.
En cuanto a los demás, el vecindario ha aceptado el nuevo cacicazgo como un
hecho natural. Además piensan que dentro de lo que cabe, Gimeno no es de los
peores: suele ser amable con la gente que va a verle, tiene grandes dosis de
paciencia para escuchar sin aparente cansancio a los pedigüeños de turno, mano
izquierda para resolver conflictos y notable olfato político para saber a quién
puede tratar con dureza y ante quien debe de ser mucho más flexible. Otro dato
que obra a su favor es que da la impresión de que no tiene una excesiva codicia
y no le pone precio a los favores que dispensa. Tampoco rechaza los presentes y
dádivas que los agraciados con sus decisiones le llevan discretamente a casa,
pero como casi siempre se trata de productos del campo no resulta demasiado
escandaloso.
En
el plano político todo parece que encaja perfectamente: la gente sabe quién
manda y a quien acudir en última instancia. Hasta un liberal escéptico como
Manuel Lapuerta lo admite ante sus rojillos amigos de la tertulia radiofónica.
- … pero, don Manuel, no me diga que le
parece bien que Gimeno se haya convertido en el cacique del pueblo. ¡Es lo
último que esperaba de un hombre cómo usted! – se lamenta dolido Bonet.
- Vamos a ver, Celestino, no sé cómo
explicártelo para que lo comprendas. En un sistema democrático auténtico, el
caciquismo no tiene cabida. Los ciudadanos eligen a sus representantes y el que
más votos tiene, sea una persona o un partido, es el que manda. Eso lo tienes
claro, ¿verdad? – Ante el asentimiento del ferroviario, el médico prosigue -.
Ahora bien, resulta que no vivimos en un estado democrático por mucho que les
haya dado en decir que el Régimen es una democracia orgánica. Tenemos un
sistema personalista que concentra todos los poderes en un solo individuo. Para
ser más claro, tenemos una dictadura que pretende disfrazarse de otra cosa,
pero que no engaña a nadie.
- Ya era hora de que comenzara a llamar a las
cosas por su nombre.
- Bien, sigo. Éste no es un régimen
democrático y los que mandan son designados por quien tiene poder para hacerlo.
En una situación así es cuando el caciquismo florece porque tiene un cierto
sentido. Una sociedad necesita saber dónde reside el poder real, en nuestro
singular régimen en el cacique de turno. La única diferencia que tenemos aquí
es que en muchos pueblos el alcalde es quien detenta todo el poder, pero aquí
quien lo ejerce no es el alcalde, sino José Vicente.
- Bueno, eso tampoco es una novedad – asegura
Alfredo que asiste callado a la pugna dialéctica entre sus amigos -. Por lo que
me han contado, aquí tienen una larga experiencia de que quién manda en el
pueblo es alguien que no necesita estar en el Ayuntamiento.
-
Digan lo que digan, a mí no me quita nadie de la cabeza que lo de los caciques
es cosa del siglo pasado – afirma rotundamente Bonet.
- Para ser más precisos, Celestino, habría
que afirmar que el caciquismo es cosa de las sociedades no democráticas.
- Pues yo tengo mis dudas de que si alguna
vez somos democráticos no seguirá habiendo caciques – vaticina Ballesta.
- Hombre, cuando haya democracia sin
adjetivos el caciquismo desaparecerá como la nieve en verano – asegura el médico.
- Hablando de lo que usted llama democracia
sin adjetivos, explíquenos que quiere decir eso de la democracia orgánica –
pregunta Bonet.
- No es más que una de tantas frases huecas
que no quieren decir nada y a las que tan aficionado es el Régimen. Una de las
características que define el nacionalismo de Franco, como a todos los demás,
es su inagotable capacidad para fabricar eufemismos e imaginería retórica para
disfrazar su totalitarismo. Y buena prueba de ello es que colocan adjetivos a
conceptos universales que no los precisan.
- Habla usted como los ángeles, don Manuel.