Como
todas las mañanas, con su habitual puntualidad, aparece el fígaro a rasurar al
veterinario. El día está algo nublado.
- ¿No le importa, don Alfonso, que deje la
ventana herméticamente abierta? Así entrará más luz.
- En absoluto, Martín. Como si estuviera en
su casa – responde Grau conteniendo un asomo de sonrisa.
Apenas ha comenzado a enjabonarle, Esteller ya está dándole a la sin
hueso:
- Pues como le decía ayer, don Alfonso, el
baile que no se ve es en el que realmente pasan las historias más divertidas.
El primer acto de la comedia comienza con los tejemenejes y maniobras de las
madres que aspiran a que sus hijos sean invitados. Porque en este pueblo, no sé
si se habrá dado cuenta, las que de verdad llevan los pantalones, al menos en
los asuntos domésticos, son las mujeres. Como le decía, las madres que quieren
que sus hijos vayan al bailoteo, y que no son estudiantes ni de los ricos de
toda la vida, en cuanto termina la recogida de la almendra y la algarroba, allá
a finales de septiembre, comienzan a dar la matraca a todos aquellos que tienen
algún tipo de influencia. Todo vale para conseguir la invitación.
- ¿Y qué pasa si no consiguen la invitación?
- A joderse tocan. Perdone, don Alfonso – se
apresura a disculparse el rapabarbas -, pero a veces se me escapan palabras que
no debía. Claro que antes de rendirse la gente recurre a toda clase de
martingalas. Le voy a contar un sucedido para que se haga una idea de cómo se
las gastan mis paisanos. Hace algunos años, las Guillamón, tres hermanas de una
familia muy muy conocida, se empeñaron en que su única sobrina fuera al baile.
Milagritos se llama la criatura. Como la indina no era estudiante ni su familia
de muchos posibles, pensaron que la única manera de que fuera invitada era
forzar la mano a alguno de los que iban todos los años para que la llevara de
pareja. Cuando ya estaban a punto de rendirse se enteraron de algo que le había
ocurrido a uno de los que cortaba el bacalao en el comité de estudiantes. De lo
que se enteraron era que el chico había tenido un desliz con una criadita. El
sietemachos del muchacho debía creer que la chacha era esmeril y se la pasó por
la piedra, pero resulta que no lo era y quedó preñada. Un primo de las
Guillamón, que estaba de quinto en Valencia, ciudad donde también hacía la mili
el pringao y donde ocurrió el sucedido, se enteró del enredo y les fue con el
cuento a sus parientas. Ya puede imaginarse el resto: antes que dar qué decir
la gente traga lo que haga falta. El fin de la historieta es que Milagritos fue
aquel año al baile del bracete de Rafael Blanquer, que así se llamaba el
pretendido padre de la criatura de este sucedido. Ya me dirá si la historia no
tiene miga.
Alfonso no sabe si soltar el trapo o callarse, pero ante el gesto
interrogante del barbero se apresura a corroborar la singularidad del relato:
- Realmente, es una historia cuanto menos
sorprendente – acepta Grau.
El
rapabarbas se toma un breve respiro mientras suaviza el filo de la navaja barbera
en el cuero del asentador, luego prosigue su cháchara:
- El segundo acto antes del baile de marras es
la compra del traje. Para mí es la parte más chusca del festejo. ¿Por qué
chusca? Porque no puede imaginarse la de familias que se gastan en el puñetero
bailongo lo que no tienen. Hay algunas que llegan a empeñarse para pagar el
traje y todo lo demás con que se adornan las mozas. Porque el gasto fuerte se
hace con las muchachas. Hay que ponerlas a tono y hacer como los gitanos, que
antes de acudir a la feria, cepillan y ponen bien guapo al pollino que van a
vender por más de lo que cuesta. Y dicho esto, me va a permitir una licencia.
Y
ante la mirada atónita del veterinario, el fígaro adopta una pose teatral y
declama:
- ¡Rumbo y elegancia de una raza vieja, que
gasta diez duros en vino y almejas, vendiendo una cosa que no vale tres! Este
verso me lo enseñó don Manuel Lapuerta, ¿verdad qué viene al hilo de lo que le
contaba? Pues como iba diciendo lo del traje y los ablatorios pueden llegar a
costar un ojo de la cara.
Grau
no puede contenerse:
- Perdone, Martín, ¿qué es eso de los ablatorios?
- Los chirimbolos esos que se cuelgan las
mujeres del cuello y los brazos cuando se ponen de tiros largos.
Los
abalorios, traduce Alfonso. Como siga con este hombre, se dice, voy a conseguir
un dominio de la lengua que ni Quevedo.
- Como decía, todo vale con tal de que la
niña luzca como ninguna y de epatar a las demás. Permítame que haga un aparte:
esto de epatar es muy de este pueblo, por eso don Manuel suele decir que aquí
somos más de aparentar que de ser. Creo que acierta en lo de que nos gustan más
las apariencias que la realidad y en lo que no atina es que no solo es propio
de aquí, eso pasa en todos los pueblos. La gente de los sitios pequeños, a
pesar de que todos nos conocemos o acaso por eso, vivimos para el qué dirán.
Este
hombre es un filósofo con alma de cronista, piensa Grau, que desde que llegó al
pueblo no se lo había pasado tan bien. Y decide seguir tirando del ovillo:
- En el baile de marras, ¿hay un tercer acto?
- Lo hay. Sí señor, claro que lo hay. La propia
noche del bailoteo. Y a veces hasta hay un apólogo o como se llame.
- Debe de referirse a epílogo, a la
conclusión final – aclara, solícito, Grau.
- Muchas gracias. Epílogo. Por eso me gusta
tratar con gente de carrera, por lo que aprende uno. El baile en sí no es gran
cosa. Tengo entendido que ni los trajes que llevan las mozas son como los que
se ven en las revistas de moda que tiene mi colega Herminia la Rizos en su
peluquería, ni los chicos llevan esmoquín ni nada por el estilo.
- Ah, pero ¿es qué usted no ha estado nunca
en el baile? – se sorprende Grau.
- Por supuesto, ¿qué iba a hacer allí un
barbero? Ese invento es cosa de tres o cuatro docenas de familias. Menos de la
mitad son las que de verdad pueden permitírselo y el resto son las que pierden
el culo para poder figurar. Los demás nos contentamos con ver pasar a los
asistentes y despellejarles a modo.
- ¿Y quiénes asisten? – Grau comienza a
sentir curiosidad por una historia que huele a pueblerina por todos sus poros.
- Solo la gente joven. Los padres no van. Lo
habitual es que vayan al baile por primera vez con quince o dieciséis años,
aunque también puede encontrarse con gente que ha superado la veintena.
- ¿Tan jovencitos? – se sorprende Grau.
- A los que, como usted, son de capital se
les ve enseguida el plumero. Tenga en cuenta que en los pueblos los endividuos
suelen madurar mucho antes que en las ciudades. Por tanto, no es raro que los
debutantes sean poco más que críos. Bien – prosigue el barbero después de su
espiche sociológico -, como decía la gente se lo pasa en grande. Algún chaval,
poco acostumbrado a las bebidas fuertes, se coge una buena moña y poco más. Lo
que tanto tiempo, intrigas y contabernas – Grau, que ya le va cogiendo la onda
al peculiar vocabulario del fígaro, traduce para sí: contubernios – ha costado
transcurre en unas horas. Lo importante, a veces, son las consecuencias. Más de
un matrimonio se ha fragado allí – Grau deduce que ha debido querer decir
fraguado -. También más de una enemistad que a veces se extiende a toda la
familia.
- Y pese a no haber ido nunca, ¿cómo sabe
usted tanto? – pregunta curioso Grau.
- Porque soy barbero y tengo que dar
conversación a los clientes como usted, don Alfonso. Ya he terminado. Espero
que haya quedado satisfecho. Mañana, ¿a la misma hora?