Consuelo escribe a su novio contándole lo de
Luis el vaquero, quiere que se entere por ella y no por terceros.
-I-
Malpartida de Plasencia, 18 de septiembre de
1889.
Mi
amor: espero que al recibo de la presente estés bien de salud, a.D.g., la mía también
es buena.
El
encabezamiento que uso no es otra forma de cómo empezar la carta una mujer
enamorada, es una verdad más grande que la catedral nueva de Plasencia… Al
enunciar la ciudad del Jerte, piensa que es mejor no mencionar el pueblo de
Luis. Rectifica.
…, es una verdad más grande que el Monte
Jálama de tu pueblo. Y es así porque es lo que siento por ti, amor y muy grande.
Te digo todo esto para que sepas que sigo queriéndote como el día que nos
prometimos ante la Virgen de la Luz.
Te
he de contar algo que ha sucedido para que lo sigas sabiendo todo de mí y para
que veas que, incluso cuando meto la pata, sigo queriéndote como siempre.
Verás… -Y Consuelo le cuenta lo ocurrido con el joven placentino. Otra
encerrona más de su madre, pero en esta ocasión le sorprendió que el chico se
comportara educadamente y no tuviera los pésimos modales que solían tener la
mayoría de pretendientes que su madre trataba de enjaretarle. Por eso accedió a
enseñarle el pueblo, y cuando al finalizar la jornada el mozo le preguntó si le
importaba que el siguiente domingo volviera, todavía no sabe por qué pero le
dijo que como quisiera. Fue en la segunda visita del joven cuando se dio cuenta
del error cometido y de que, aunque el vaquero no le importara nada, esa no era
la manera de guardar la ausencia de su novio como mutuamente se habían
prometido. El próximo domingo cuando llegue el placentino le dirá, con buenos
modales pero de forma muy clarita, que tiene dada palabra de matrimonio y que
no vuelva al pueblo. Y si quiere volver, que eso no puede impedirlo, que sepa
que no va a contar con ella para nada, por mucho que se empeñe su madre-… y me despido con el cariño de siempre.
Tu novia que lo es,
Consuelo Manzano
Cuando seis días después,
Julio recibe la carta y la lee la conmoción que sufre es como un terremoto, tal
es así que ha de hacer algunos paréntesis para serenarse y volver a releer
párrafos ya leídos. Los sentimientos que sufre le provocan un regusto amargo.
Al principio, experimenta unos celos rabiosos porque la mujer de su vida, la
que le prometió una y otra y otra vez que no había otro hombre en la tierra más
que él, que nunca miraría a otro, le ha mentido, le ha engañado, ha quebrantado
su juramento y se ha olvidado de sus promesas. ¡Ha estado paseando con otro
hombre! ¡Y ante la vista de todo el pueblo! Ahora toda la gente de Malpartida
sabe que le ha puesto los cuernos. Lo de menos es quien sea el chico. Los celos
siempre son malos consejeros y le inducen a contestar inmediatamente a su
novia, ¿acaso puede seguir llamándola así?, y pedirle toda suerte de
explicaciones. No lo hace porque es hora de ir al trabajo. El resto de la
jornada transcurre sin que deje de pensar en la carta de Consuelo y siente como
un fuego que le corroe por dentro, como si un monstruo maligno le mordiera las
entrañas. La ira que le anega va menguando con el paso de las horas. Apenas si
prueba bocado en la cena, pero ya no siente la rabia del primer momento. Relee
la carta y va tranquilizándose. Piensa que cuando Consuelo se lo ha contado es
porque ha debido ocurrir tal cual lo explica; es decir, que no ha pasado nada.
A medida que se va serenando va valorando el amor de su novia y su entereza
para afrontar las añagazas que su madre le tiende. Como siempre hay que buscar
un culpable a quien colgarle el sambenito, termina maldiciendo a la señora
Soledad por su empecinamiento en buscar un novio rico a su hija. Otra idea que
se le pasa por la cabeza es la de reafirmarse en lo bien que hizo al no ir a la
merienda a la que le invitó Agustín. Si lo hubiese hecho, de alguna manera no
hubiera guardado la ausencia de Consuelo, la cual una vez más le ha dado la
medida de su amor. A pesar de todas las justificaciones en el fondo le sigue
quedando un regusto agridulce.
En Malpartida, llega el
domingo y se repite la escena del anterior. Consuelo se topa con Luis el
placentino al salir de misa de doce. El joven, tan correcto como siempre, le
pide a la señora Soledad permiso para acompañarlas. La madre acepta encantada
y, como el domingo anterior, le invita a comer. A todo eso, Consuelo no ha
dicho una sola palabra, se ha limitado a
esbozar un amago de sonrisa y a escuchar, sin prestar demasiada
atención, la charla entre su madre y el joven. Espera que llegue el momento
adecuado para decirle que no vuelva a visitarla y para eso sabe que es mejor
estar solos, su madre podría salir por los cerros de Úbeda si despide al mozo
en su presencia. Este se va a enterar de lo que vale un peine, se dice
Consuelo.
Como sigue haciendo mucho calor,
hoy la tía María ha preparado un menú al que ha calificado de refrescante y
ligero. Como primer plato ha hecho una sopa fría, el ajoblanco, que lleva pan,
almendras molidas, agua, aceite de oliva, ajo, vinagre y sal. Y lo ha servido
acompañado de uvas y torreznos. De segundo ha hecho pipirigaña, un plato
también refrescante, y que en esencia constituye un picadillo de hortalizas,
especialmente de tomate, pimiento y pepino a lo que ha añadido caballa y lo ha
aliñado con aceite virgen de oliva. De postre, hay bollas de chicharrones,
dulces preparados a partir de la manteca de cerdo combinada con harina, azúcar
y anís.
Durante la comida hay un parloteo continúo
por parte de Soledad, María y Luis, pero ninguno de ellos consigue que Consuelo
participe en la charla, pese a que le preguntan continuamente para que se una a
ellos. Únicamente han conseguido arrancarle concisas respuestas. Soledad y
María se intercambian miradas, como conocen a su hija y sobrina, intuyen a qué
puede conducir la conducta de la joven y es algo que les preocupa. También Luis
se ha dado cuenta del comportamiento de Consuelo y opta por no volver a preguntarle.
Al final del almuerzo, Soledad se dirige a su hija.
-Consuelín, ¿por qué no le enseñas a Luis
las cuadras de los guarros ahora que no están de montanera? –Y la matriarca
dirigiéndose al placentino, a quien ya tutea, le explica-. Verás que cerdos más
hermosos tenemos, y no es por presumir pero dan unos jamones que nos los quitan
de las manos.
Consuelo agacha la cabeza y da por buena la
petición pues conviene a sus intereses, así podrá hablar a solas con Luis. Y
para ir madurando al placentino, durante el camino hasta las pocilgas que están
en las afueras del pueblo, le explica en qué consiste la montanera, algo que el
joven ha comentado saber qué es, pero no a fondo.
-La montanera es la última fase de la cría
del cerdo ibérico. Se deja pastar a los guarros en la dehesa donde se produce
su engorde en los bosques de alcornoques y encinas donde comen sobre todo
bellotas que son el alimento fundamental de los animales. Su duración, aunque
depende de muchas circunstancias, generalmente se extiende entre octubre y
marzo, coincidiendo con la época de maduración de la bellota.
-¿Y entre septiembre y febrero los cerdos están
en las cochiqueras?
-Sí, en ese periodo están en las pocilgas,
aunque aquí se les llama las cuadras de los guarros.
En cuanto completan la visita a las
pocilgas, Consuelo, sin más dilaciones, plantea a Luis cuál es su situación.
-Verás, Luis. Antes de nada, quiero
agradecerte lo correcto y amable que has estado y sigues estando conmigo. Y te
lo agradezco de corazón porque, al contrario de la mayoría de pretendientes que
mi madre suele endilgarme, te has portado conmigo como un caballero. Lo que
quiero decirte…
-Perdona que te corte, Consuelo, pero ¿de
dónde sacas que tu señora madre quiere que sea pretendiente tuyo?
El desconcierto de la joven hace que se
quede sin palabra, solo es capaz de balbucear:
-Ah, ¿no?…, yo creía…
-¿Qué es lo que creías? –inquiere el joven
con evidente ironía.
-Perdona…, yo creía que… -Consuelo se va
rehaciendo de la sorpresa-. Bueno, como has venido tres domingos seguidos a
verme y…
-¿Y quién te ha dicho que he venido expresamente
a verte? –Da la impresión que Luis está recreándose ante la patente confusión
de Consuelo.
-Suponía…, no sé…, creía… -Parece que a Consuelo le cuesta reponerse de
su desconcierto.
-¿Y qué es lo que suponías, si puede
saberse? –El placentino sigue regodeándose con el evidente desconcierto de la
chinata.
Es la ironía del joven la que genera que
Consuelo se rehaga.
-¿Entonces, se puede saber a qué vienen
estas visitas?, porque no me dirás que vienes a charlar con mi señora madre y
con la tía.
-El primer domingo vine porque tu madre
invitó a mis padres a comer, al parecer se traían algún tipo de negocio entre
manos. El segundo, porque quería conocer más a fondo el pueblo, estoy pensando
en instalar en Malpartida una tienda para vender leche, queso y mantequilla. Y
hoy he venido porque siento curiosidad por tu comportamiento… hacia mí.
-¿Mi comportamiento hacia ti?, ¿eso qué
quiere decir?
-Verás. Me habían contao que eras una
especie de matahombres o, mejor dicho, de mata pretendientes, que los
espantabas antes de que tuvieran tiempo a decirte cuatro palabras. En cambio
conmigo, a pesar de que creías que venía a cortejarte, has estao amable y
simpática. Me pregunto ¿por qué ese cambio?
Consuelo se ha rehecho de la sorpresa
inicial y está superando la rabia que le ha provocado la pertinaz ironía que ha
empleado Luis en sus intervenciones. Piensa que de todo ello alguna parte de
culpa tiene al no haber explicado al joven cuál es su situación y sobre todo
sus sentimientos hacia Julio. Hasta el presente, en sus charlas no ha mencionado
ni una sola vez al mañego, pero ha llegado el momento de hacerlo en vivo y por
derecho, sin morderse la lengua.
Más vale ponerse una vez colorada que ciento
amarilla, se dice.
PD.- Hasta
el próximo viernes en que, dentro del Libro I de Los Carreño, publicaré el episodio
29. No me
rendiré sin presentar batalla