Es el gentilicio de los nacidos en
Senillar, también se les ha llamado senillarenses pero ellos prefieren la
primera denominación.
Senillar en 1940, año en que comienza la narración,
tenía 3563 habitantes. Una década después la población había alcanzado la cifra
de 4208. El hecho de que en diez años el crecimiento del censo fuese de un 15 %
se debió al incremento de la superficie de regadío. En aquellos tiempos de
escasez alimentaria los pueblos que tenían una agricultura de regadío se
convertían en polo de atracción para los campesinos de las tierras de secano
porque en ellos siempre había trabajo y, mucho más importante, algo que
llevarse a la boca.
En el pueblo estaba casi todo bastante
repartido. Apenas había pobres de solemnidad, aunque tampoco grandes fortunas. La
mayor parte de las familias labradoras, el grueso de la población, poseían
varias fincas que les proporcionaban un pasar aceptable. No podían darse excesivos
lujos, pero tampoco sufrían grandes penurias. Aquellos que no poseían campos
trabajaban como jornaleros y la faena no solía faltarles. Después de los
sufrimientos padecidos durante la reciente contienda civil la gente de Senillar
se contentaba con poco: no había democracia pero sí paz, tampoco existían
sindicatos libres pero estaban los sindicatos verticales única organización
sindical legal en la España franquista, no existía el derecho de huelga pero
había trabajo, faltaban muchos productos pero no se pasaba hambre, los partidos
políticos habían desaparecido pero el Movimiento – paradójica denominación para
el partido único que era pura quietud - los suplía. En definitiva, como la
gente era consciente de que existían amplias zonas del país en que sus
compatriotas lo estaban pasando francamente mal, entre otros motivos por la
carencia de alimentos que allí no faltaban, los senillenses creían que vivían
en un el mejor de los mundos.
En una sociedad relativamente igualitaria
como aquella las relaciones solían ser directas y llanas. Todo el mundo se
tuteaba salvo a la gente con título (médicos, maestros, farmacéuticos…) a los
que se les anteponía el don a su nombre y se les hablaba de usted. También se
daba un tratamiento de respeto a los mayores y los hijos a sus padres. Otra
característica, propia de las poblaciones pequeñas, era que todos se conocían y
sabían a qué familia pertenecía cada cual. Los parentescos eran una clave
importante en las relaciones y aquellas familias que contaban con muchos
miembros tenían ciertas ventajas sobre las que tenían menos. Otro rasgo
esencial de los vecinos de Senillar era:
la de que aquí somos
más de aparentar que de ser, como afirma uno de los personajes. Las
apariencias regían innumerables aspectos de la vida social.
Cada sector de la población ocupaba el
tiempo en función de su edad y a veces de su sexo. Los viejos se quedaban en
casa dedicados a tareas que no fuesen pesadas tales como dar de comer a los
animales domésticos o a cuidar de los nietos. Algunos solían juntarse para
contarse historias de antaño en los bancos de la plaza Mayor o en un antiguo
tejar sito a las afueras del pueblo.
Los adultos pasaban el día en sus
respectivos trabajos y al anochecer los varones, mientras las mujeres
preparaban la cena, solían sacar una sillita de enea a la puerta de la casa y
se fumaban un cigarro mientras charlaban con el vecino o con algún miembro de
la familia. Cabe señalar que las mujeres trabajaban en el campo al lado de los
hombres en las mismas agotadoras jornadas, a lo que debía sumarse el trabajo
hogareño porque a los varones de la época no se les pasaba por la cabeza ayudar
en las faenas de la casa, les hubiese parecido poco menos que un insulto a su
virilidad.
Los jóvenes, tanto ellos como ellas, tenían
una jornada semejante a la de sus padres, la salvedad era que una vez terminado
el día salían a pasear por el Rabal hasta la hora de la cena. Era el momento en
que chicos y chicas podían fraternizar siempre dentro de las medidas reglas que
imponía la rigurosa e hipócrita moral de la época.
La pirámide socio-laboral estaba muy
estratificada y cuanto más arriba se estaba mayor cotización social se tenía.
El sector más valorado era el de los profesionales con un título universitario,
en el pueblo solo había un puñado: dos médicos, dos farmacéuticos y un
veterinario. El siguiente sector era el de los comerciantes, tenderos se les
llamaba, aunque entre ellos había grandes diferencias: panaderías, ultramarinos,
carnicerías, mercerías y tiendas de telas, de productos fitosanitarios, de
objetos de mimbre y esparto, una tienda de modas…, también había unos cuantos
comerciantes de productos agrícolas y en las afueras de la población se
construyeron un par de paradores de carretera que con los años se convirtieron
en una importante fuente de riqueza.
Tras los dos primeros grupos venían los
funcionarios muy cotizados socialmente, pese a que estaban mal pagados, por
aquello del sueldo seguro: maestros, guardias civiles, funcionarios municipales,
empleados de correos y telégrafos… El cuarto sector lo formaba la gente de los
oficios: albañiles, carpinteros, herreros, hojalateros, pintores, carreteros,
sastres, guarnicioneros... El quinto
grupo era el de los labradores que trabajaban sus propias fincas y que
subsistían de lo que cosechaban; este sector sufrió un vuelco espectacular con
el paso de los años debido al estraperlo o mercado negro y llegó a auparse
hasta el segundo puesto de la pirámide. Luego venían los empleados, entre los
cuales había clases: no era lo mismo trabajar en uno de los dos bancos locales que
ser dependiente en cualquiera de las tiendas. El último bloque lo formaban los
jornaleros que, generalmente, trabajaban como peones en el campo.
La manera de vestirse ya daba una pista de a
qué grupo de los anteriores pertenecía un individuo, aunque las diferencias se
desdibujaron con el paso de los años. Los profesionales liberales, junto con
algún que otro empleado, eran la gente de chaqueta y corbata. El resto iba con
una simple camisa o si llevaba chaqueta ésta era invariablemente de pana y con
algún que otro remiendo. Los labradores más apegados a la tradición usaban en
domingos y fiestas la típica blusa, siempre de color negro o gris, prenda que
fue paulatinamente sustituida por la chaqueta. A las mujeres las vestían las
modistas de la localidad y las más habilidosas se hacían sus propios trajes.
Únicamente para momentos especiales – bautizos, primeras comuniones, bodas o
grandes festejos -, se compraba la ropa en Valencia.
La formación de la mayoría de la población
era muy elemental, salvo contadas excepciones casi nadie cursaba estudios más
allá de la enseñanza primaria. A ello se añadía que, acabado el período
escolar, como no se practicaba ni la lectura ni la escritura la mayoría
terminaban siendo analfabetos funcionales. Antes de la guerra el índice de
analfabetismo era muy alto, tras la contienda una ley de educación primaria de
1945 palió algo dicho estado. De hecho casi todos los niños estaban
escolarizados y buena parte de ellos
asistían al grupo escolar del pueblo que, como no podía ser menos, se llamaba
José Antonio. Se asistía a la escuela hasta los doce años, aunque algunos
padres, especialmente los agricultores, los sacaban antes para que les ayudasen
en su trabajo. La jornada escolar era de mañana y tarde. Niños y niños cursaban
parecidas enseñanzas, la única diferencia de ellas respecto a los varones era
que la sesión vespertina la dedicaban a la “clase de costura” que consistía en
aprender las habilidades propias de las amas de casa, especialmente las
relativas a coser, bordar, zurcir, tricotar, etc., destrezas necesarias para la
meta a la que irremisiblemente estaban destinadas: el matrimonio. Los niños,
finalizado el horario escolar, pasaban mucho más tiempo en la calle que en sus
casas.
Visto desde una perspectiva global podría
decirse que los senillenses de aquellos años eran gente que llevaba una vida
bastante plana y gris, en la que el trabajo era su actividad más reseñable y en
la que los días fluían con una monotonía plomiza, tan plúmbea como era la vida
de aquella España sumida en una pertinaz sequía que no solo era climática.