"Los Carreño"

Este blog guarda cinco novelas cuyo autor es Zacarías Ramo Traver. Una trilogía sobre Torreblanca (Castellón): “Las dos guerras de Aurelio Ríos”, la guerra civil en ese pueblo mediterráneo. “La pertinaz sequía”, la vida de la posguerra. “Apartamento con vistas al mar”, el boom inmobiliario y la crisis del 2008. “El robo del Tesoro Quimbaya”, el hurto de unas joyas precolombinas del Museo de América. “Una playa aparentemente tranquila”, un encausado del caso ERE, huyendo de la justicia, se refugia en una recóndita playa (Torrenostra). Salvo la primera, las demás están en forma de episodios. Ahora está publicando otra novela en episodios, Los Carreño, que es la historia de dos generaciones de una familia real e irrepetible, entre 1889 y 1949, período en el que suceden hechos tan significativos como: el Desastre del 98, la I Guerra Mundial, la Revolución Rusa, la aparición del fascismo, la Guerra de África, la Dictablanda, la II República, la Guerra Civil y el franquismo.

viernes, 10 de octubre de 2014

***Clave III. Los senillenses


    Es el gentilicio de los nacidos en Senillar, también se les ha llamado senillarenses pero ellos prefieren la primera denominación. 
   Senillar en 1940, año en que comienza la narración, tenía 3563 habitantes. Una década después la población había alcanzado la cifra de 4208. El hecho de que en diez años el crecimiento del censo fuese de un 15 % se debió al incremento de la superficie de regadío. En aquellos tiempos de escasez alimentaria los pueblos que tenían una agricultura de regadío se convertían en polo de atracción para los campesinos de las tierras de secano porque en ellos siempre había trabajo y, mucho más importante, algo que llevarse a la boca.

   En el pueblo estaba casi todo bastante repartido. Apenas había pobres de solemnidad, aunque tampoco grandes fortunas. La mayor parte de las familias labradoras, el grueso de la población, poseían varias fincas que les proporcionaban un pasar aceptable. No podían darse excesivos lujos, pero tampoco sufrían grandes penurias. Aquellos que no poseían campos trabajaban como jornaleros y la faena no solía faltarles. Después de los sufrimientos padecidos durante la reciente contienda civil la gente de Senillar se contentaba con poco: no había democracia pero sí paz, tampoco existían sindicatos libres pero estaban los sindicatos verticales única organización sindical legal en la España franquista, no existía el derecho de huelga pero había trabajo, faltaban muchos productos pero no se pasaba hambre, los partidos políticos habían desaparecido pero el Movimiento – paradójica denominación para el partido único que era pura quietud - los suplía. En definitiva, como la gente era consciente de que existían amplias zonas del país en que sus compatriotas lo estaban pasando francamente mal, entre otros motivos por la carencia de alimentos que allí no faltaban, los senillenses creían que vivían en un el mejor de los mundos.

   En una sociedad relativamente igualitaria como aquella las relaciones solían ser directas y llanas. Todo el mundo se tuteaba salvo a la gente con título (médicos, maestros, farmacéuticos…) a los que se les anteponía el don a su nombre y se les hablaba de usted. También se daba un tratamiento de respeto a los mayores y los hijos a sus padres. Otra característica, propia de las poblaciones pequeñas, era que todos se conocían y sabían a qué familia pertenecía cada cual. Los parentescos eran una clave importante en las relaciones y aquellas familias que contaban con muchos miembros tenían ciertas ventajas sobre las que tenían menos. Otro rasgo esencial de los vecinos de Senillar era: la de que aquí somos más de aparentar que de ser, como afirma uno de los personajes. Las apariencias regían innumerables aspectos de la vida social.

   Cada sector de la población ocupaba el tiempo en función de su edad y a veces de su sexo. Los viejos se quedaban en casa dedicados a tareas que no fuesen pesadas tales como dar de comer a los animales domésticos o a cuidar de los nietos. Algunos solían juntarse para contarse historias de antaño en los bancos de la plaza Mayor o en un antiguo tejar sito a las afueras del pueblo.
   Los adultos pasaban el día en sus respectivos trabajos y al anochecer los varones, mientras las mujeres preparaban la cena, solían sacar una sillita de enea a la puerta de la casa y se fumaban un cigarro mientras charlaban con el vecino o con algún miembro de la familia. Cabe señalar que las mujeres trabajaban en el campo al lado de los hombres en las mismas agotadoras jornadas, a lo que debía sumarse el trabajo hogareño porque a los varones de la época no se les pasaba por la cabeza ayudar en las faenas de la casa, les hubiese parecido poco menos que un insulto a su virilidad.  
   Los jóvenes, tanto ellos como ellas, tenían una jornada semejante a la de sus padres, la salvedad era que una vez terminado el día salían a pasear por el Rabal hasta la hora de la cena. Era el momento en que chicos y chicas podían fraternizar siempre dentro de las medidas reglas que imponía la rigurosa e hipócrita moral de la época.

   La pirámide socio-laboral estaba muy estratificada y cuanto más arriba se estaba mayor cotización social se tenía. El sector más valorado era el de los profesionales con un título universitario, en el pueblo solo había un puñado: dos médicos, dos farmacéuticos y un veterinario. El siguiente sector era el de los comerciantes, tenderos se les llamaba, aunque entre ellos había grandes diferencias: panaderías, ultramarinos, carnicerías, mercerías y tiendas de telas, de productos fitosanitarios, de objetos de mimbre y esparto, una tienda de modas…, también había unos cuantos comerciantes de productos agrícolas y en las afueras de la población se construyeron un par de paradores de carretera que con los años se convirtieron en una importante fuente de riqueza.
   Tras los dos primeros grupos venían los funcionarios muy cotizados socialmente, pese a que estaban mal pagados, por aquello del sueldo seguro: maestros, guardias civiles, funcionarios municipales, empleados de correos y telégrafos… El cuarto sector lo formaba la gente de los oficios: albañiles, carpinteros, herreros, hojalateros, pintores, carreteros, sastres, guarnicioneros...  El quinto grupo era el de los labradores que trabajaban sus propias fincas y que subsistían de lo que cosechaban; este sector sufrió un vuelco espectacular con el paso de los años debido al estraperlo o mercado negro y llegó a auparse hasta el segundo puesto de la pirámide. Luego venían los empleados, entre los cuales había clases: no era lo mismo trabajar en uno de los dos bancos locales que ser dependiente en cualquiera de las tiendas. El último bloque lo formaban los jornaleros que, generalmente, trabajaban como peones en el campo.

   La manera de vestirse ya daba una pista de a qué grupo de los anteriores pertenecía un individuo, aunque las diferencias se desdibujaron con el paso de los años. Los profesionales liberales, junto con algún que otro empleado, eran la gente de chaqueta y corbata. El resto iba con una simple camisa o si llevaba chaqueta ésta era invariablemente de pana y con algún que otro remiendo. Los labradores más apegados a la tradición usaban en domingos y fiestas la típica blusa, siempre de color negro o gris, prenda que fue paulatinamente sustituida por la chaqueta. A las mujeres las vestían las modistas de la localidad y las más habilidosas se hacían sus propios trajes. Únicamente para momentos especiales – bautizos, primeras comuniones, bodas o grandes festejos -, se compraba la ropa en Valencia.

   La formación de la mayoría de la población era muy elemental, salvo contadas excepciones casi nadie cursaba estudios más allá de la enseñanza primaria. A ello se añadía que, acabado el período escolar, como no se practicaba ni la lectura ni la escritura la mayoría terminaban siendo analfabetos funcionales. Antes de la guerra el índice de analfabetismo era muy alto, tras la contienda una ley de educación primaria de 1945 palió algo dicho estado. De hecho casi todos los niños estaban escolarizados y  buena parte de ellos asistían al grupo escolar del pueblo que, como no podía ser menos, se llamaba José Antonio. Se asistía a la escuela hasta los doce años, aunque algunos padres, especialmente los agricultores, los sacaban antes para que les ayudasen en su trabajo. La jornada escolar era de mañana y tarde. Niños y niños cursaban parecidas enseñanzas, la única diferencia de ellas respecto a los varones era que la sesión vespertina la dedicaban a la “clase de costura” que consistía en aprender las habilidades propias de las amas de casa, especialmente las relativas a coser, bordar, zurcir, tricotar, etc., destrezas necesarias para la meta a la que irremisiblemente estaban destinadas: el matrimonio. Los niños, finalizado el horario escolar, pasaban mucho más tiempo en la calle que en sus casas.

   Visto desde una perspectiva global podría decirse que los senillenses de aquellos años eran gente que llevaba una vida bastante plana y gris, en la que el trabajo era su actividad más reseñable y en la que los días fluían con una monotonía plomiza, tan plúmbea como era la vida de aquella España sumida en una pertinaz sequía que no solo era climática.