"Los Carreño"

Este blog guarda cinco novelas cuyo autor es Zacarías Ramo Traver. Una trilogía sobre Torreblanca (Castellón): “Las dos guerras de Aurelio Ríos”, la guerra civil en ese pueblo mediterráneo. “La pertinaz sequía”, la vida de la posguerra. “Apartamento con vistas al mar”, el boom inmobiliario y la crisis del 2008. “El robo del Tesoro Quimbaya”, el hurto de unas joyas precolombinas del Museo de América. “Una playa aparentemente tranquila”, un encausado del caso ERE, huyendo de la justicia, se refugia en una recóndita playa (Torrenostra). Salvo la primera, las demás están en forma de episodios. Ahora está publicando otra novela en episodios, Los Carreño, que es la historia de dos generaciones de una familia real e irrepetible, entre 1889 y 1949, período en el que suceden hechos tan significativos como: el Desastre del 98, la I Guerra Mundial, la Revolución Rusa, la aparición del fascismo, la Guerra de África, la Dictablanda, la II República, la Guerra Civil y el franquismo.

viernes, 27 de febrero de 2015

3.9. ¿Quién es el Peloplancha?



   Lolita le ha dado una y mil vueltas a lo que le dijo Fina sobre agradecer el detalle que tuvo con su madre el boticario, aunque realmente no se le oculta que lo que hizo fue por ella. Tampoco es que sea una cuestión de vital importancia, pero en una vida tan plana y monótona como la que lleva cualquier incidencia, por pequeña que sea, se convierte en algo a lo que prestar atención. Después de días de pensar en ello y valorarlo, termina dándole la razón a su amiga: un favor, aún pequeño, solo se paga con otro. Piensa qué puede hacer para devolver al farmacéutico su gentileza y no se le ocurre nada. Tendría que ser un detalle que no fuera pretencioso, pero que tampoco fuese una horterada. Acaba contándole a su madre, a la que no había dicho nada, el gesto del novato boticario y le pide consejo.
- Hija, no me habías dicho nada. Que caballeroso, venir a traer la medicina y encima no querer cobrarla. Tenemos que corresponderle. Tu padre, que en gloria esté, siempre repetía que de bien nacido es ser agradecido. Ya se me ocurrirá algo, déjalo de mi cuenta.

   Un par de días después, la señora Leo le comenta a su hija que, tras pensarlo mucho, lo que se le ha ocurrido que pueden hacer para corresponder es regalar al farmacéutico una docena de pañuelos con sus iniciales bordadas.
- ¿No te parece excesivo, mamá? No sé lo que podía costar la pomada, pero unos pañuelos y encima bordados me parece que es pasarse.
- En estos casos, María Dolores, es preferible pecar por exceso que por defecto. Y no se trata de si los pañuelos puedan costar más o menos que la medicina, por encima de todo hay que quedar bien con un chico que no nos conoce y tuvo un detallazo. He dudado de si bordarle algo, por ejemplo sus iniciales en unas camisas o en la bata blanca que, según me han dicho, suele llevar en la farmacia, pero eso es complicado. No vamos a pedirle sus camisas o su guardapolvo. Creo que lo de los pañuelos es lo más sencillo.
- ¿Crees que no a va a tener pañuelos a docenas?
- Naturalmente, pero en este caso lo que personaliza el regalo y le da valor es el bordado. Y más cuando le cuentes que lo has hecho tú.
- ¡Ah, no! Una cosa es que tengamos un detalle con el Peloplancha y otra muy distinta que tenga que ser yo quien le borde los pañuelos. Se lo encargamos a la señora Laura.
- ¿Quién es el Peloplancha?
- El boticario, es el mote que le han sacado en el pueblo. Como se tapa la calva con el pelo de los lados, y parece que lo lleve planchado, le llaman así.
- En este pueblo lo que hay es mucho envidioso y con la lengua muy suelta. A ver quién hay aquí que, sin ser un viejales, ya tenga la carrera terminada y un porvenir asegurado, pues solo ese joven y el nuevo veterinario.
- No quiero discutir más mamá. Acepto lo de los pañuelos y, además, le voy a bordar sus iniciales, pero no cuentes con que se los vaya a llevar, eso de ninguna manera, me moriría de vergüenza.
- Bueno, hija, tampoco vamos a pelearnos por eso. Ya se los haré llegar por alguien.
- Y a todo esto, ¿sabes cuáles son las iniciales del don floripondio ese?
- Se lo preguntaré a la Carletina.
   A la señora Leo no le ha pasado desapercibido el tono hiriente y despreciativo que utiliza su hija al referirse al joven boticario. Piensa que, por lo que sea, a María Dolores no le cae bien el pobre chico. Ni ese ni ningún otro, se dice. Está segura de que su intuición de mujer y madre no la engaña: su hija continúa enamorada de Rafael Blanquer y todos los demás hombres le siguen pareciendo unos peleles. Teme que, como no cambie, se va a quedar soltera. Ella, que enviudó joven, sabe mejor que nadie lo difícil que resulta en un pueblo de labriegos encontrar alguien que no lo sea con quien poder emparejarse. La mayor parte de hombres buscan a una mujer que no solo lleve la casa sino que también les ayude en el trabajo del campo. Y no ha criado a su hija para eso. A María Dolores le convendría un hombre como… el farmacéutico, por ejemplo.                                                                  

   Han pasado más de dos semanas. Lolita se planta ante su madre que está haciendo ganchillo. El gesto de la joven revela que está contrariada.
- Mamá, ¿puedes salir? En la tienda está el Peloplancha que quiere darte las gracias por los pañuelos.
- No le llames así – sisea la madre bajando la voz -. Te puede oír. Y dile que pase a la salita que le voy a recibir allí.
- Siéntese, por favor, mamá llega ahora mismo.
- Gracias, señorita… – el hombre vacila, pero al final pregunta - ¿Puedo llamarla María Dolores?
   ¿Este hombre de dónde habrá salido?, se pregunta la joven. Es más antiguo que las pastillas Juanola. Me pide permiso para llamarme por mi nombre. Desde luego, es todo un personaje de cartón piedra.
- Mis amigos me llaman Lolita, pero puede llamarme como quiera.
- Ese diminutivo... Lo habitual es que a las Dolores las llamen Lolas o las distintas variantes del que, junto con Carmen, posiblemente sea el más español de los nombres femeninos.
- Pues como le digo, me han llamado Lolita desde niña. Solo mi madre me sigue llamando María Dolores.
- Si no le importa yo también la llamaré María Dolores. Todavía no tengo la suficiente confianza como para llamarla por su apelativo familiar.
- Como le plazca.
- Hablando de su nombre, ¿conoce la poesía “La Lola se va a los puertos” de Manuel Machado?
- Sí.
- ¿Le gusta?
- No.
- ¿Acaso no le gusta la poesía?
- Sí.
- ¿Pero no Machado?
- Un hermano sí, el otro menos.
   La charla discurre por idénticos derroteros. El pobre boticario intentando buscar motivos de conversación y la muchacha contestando con monosílabos. Lolita está ese día especialmente borde, tiene motivos. Alguien le ha ido con el soplo de que Rafael lleva una vida de perdulario en Valencia y que sus padres están muy disgustados. A todo eso, la señora Leo no aparece por ninguna parte.

   Guerrero decide cambiar de tema a ver si le arranca a la joven algo más que síes y noes.
- Me gustaron mucho los pañuelos, pero sobre todo el anagrama con mis iniciales. No entiendo nada de bordados, pero me ha parecido un trabajo muy artístico. ¿Lo hizo usted?
- No, mamá.
- ¿Usted no sabe bordar?
- Sí.
- Tiene que ser muy complicado confeccionar esas letras tan pequeñas y además que queden tan bien conjuntadas.
- Depende.
- Depende, ¿de qué?, ¿del tipo de letra?, ¿acaso de su tamaño? – el joven boticario se coge al depende como a un clavo ardiendo. A ver si consigue sacarle algo más que monosílabos.
- Depende del patrón.
- ¿Qué es el patrón?
   No hay respuesta porque aparece en escena la señora Leo. Se ha cambiado de vestido, se ha puesto medias y zapatos y hasta un poco de colorete. Lolita le presenta al visitante:
- Mamá, don Enrique, el sobrino de don José. Ha venido a darte las gracias por los pañuelos.
- A sus pies, señora. Ante todo: ¿cómo sigue su eccema? Confío que con el preparado que le recetó el doctor Lapuerta se le haya curado.  
- Fue mano de santo, lo tengo mucho mejor. Pero vuelva a sentarse, se lo ruego. María Dolores, hija, ¿has olvidado tus buenos modales? Tenemos aquí un distinguido visitante y no veo que le hayas puesto una copita o una taza de café. ¿Qué prefiere tomar?
- No. Muchas gracias. No quiero tomar nada. Solo voy a estar un momento. Únicamente vine a darle las gracias por los pañuelos, me han gustado mucho, sobre todo el detalle de las iniciales.
- Las bordó María Dolores. No es porque sea mi hija, pero tiene muy buena mano y mejor gusto.
   Lolita fulmina a su madre con la mirada. Es cierto que las bordó ella, pero no ha querido decírselo al pasmado del farmacéutico, no vaya a creerse lo que no es. Enrique, demostrando que de psicología femenina anda verde, se vuelve a la muchacha:
- Entonces también tengo que darle las gracias a usted, María Dolores. Ha hecho un trabajo primoroso.
   La muchacha prefiere no contestar. Diría alguna inconveniencia y opta por callarse. En cuanto al Peloplancha le parece más muermo que nunca. La señora Leo insiste en que Enrique no puede marcharse sin tomar algo, pero el boticario que, por fin, se ha dado cuenta de la palpable irritación de la joven responde que quizá otro día, pero que ahora tiene que irse.
   Cuando se quedan solas, Lolita estalla:
- ¡Mamá, eres imposible! Me has puesto en ridículo. Hacía años que no me sentía tan violenta. ¿Por qué tuviste que decirle al membrillo ese que los pañuelos los bordé yo?
- ¿Y por qué iba a decirle otra cosa que no fuera la verdad?
- Porque le dije que los habías bordado tú. Me has hecho quedar como una mentirosa.
- Lo siento, hija, no lo sabía, pero es que has mentido. 
- Bueno, vamos a dejarlo, pero que conste que es la primera y última vez que hago algo para, para… - no sabe que calificativo aplicarle – el Peloplancha.

martes, 24 de febrero de 2015

3.8. Ya tenemos al donjuán



   Esperanza, la joven que ha sido seducida por Rafael Blanquer, le ha contado a su señora lo que le ha   ocurrido y como el seductor se niega a reconocer lo hecho y a darle su apellido al niño que lleva en sus entrañas.
- No te preocupes, Espe, yo me encargaré de todo - la consuela doña Visitación -. La criatura nacerá, la bautizaremos como Dios manda y llevará el apellido de su padre, faltaría más. Ahora lo que tienes que hacer es tranquilizarte y descansar. No quiero que muevas un cacharro ni verte coger la bayeta hasta mañana. Lo que si tienes que decirme es donde vive ese caballerete y como se llama.
- Se llama Rafael Berdú y no sé dónde vive, pero mi amiga Petro, que trabaja en una casa de la Plaza de Tetuán, le ha visto entrar y salir de Capitanía General vestido de soldado.
   En el almuerzo, Visitación le comenta a su marido lo que le pasa a Esperanza y le pide ayuda: que pregunte a sus amistades a ver como encuentran a un chico que está de soldado en Capitanía.
- No te preocupes, querida. No será ningún problema. Se lo preguntaré a José María Suances. Si ese sinvergüenza sirve en Capitanía, ten por seguro que lo encontrará.

   El comandante Suances contesta la pregunta que le acaba de formular su amigo de manera típicamente militar, de forma tajante:
- ¿Dices que se llama Berdú? Si presta servicios aquí, Campins, ahora mismo le localizamos – el militar toca un timbre y al momento aparece un sargento.
- A sus órdenes, mi comandante.
- A ver, Pintado, búsqueme en el listado de tropa a un tal Rafael Berdú.
- Con be o con uve, mi comandante.
- Búsquelo de las dos formas.
   En menos de diez minutos está de vuelta el sargento: no existe nadie en  Capitanía con ese apellido. Los dos hombres se miran consternados, el asunto se complica.
- Además de sinvergüenza, falsario. Ni siquiera le dio a la pobre chica su verdadero nombre – se  lamenta Campins.
- Esos tenorios de vía estrecha saben guardarse las espaldas, pero en este caso no sabe con quién se juega los cuartos. Iremos por partes – el comandante vuelve a dirigirse al suboficial -. Pintado, primero va a buscar todos los Rafaeles que tengamos en los listados y después aquellos apellidos que se aproximen o se parezcan a Berdú. Vamos, ¿a qué espera?
- José María ¿y si ni siquiera ha estado nunca aquí? – inquiere un atribulado Campins.
- Ya lo he pensado, pero primero vamos a agotar las balas que tenemos.
- Y si no lo encuentran, ¿qué podríamos hacer? – insiste Campins.
- No nos adelantemos. Como dice el Evangelio, hay un tiempo para cada cosa.
   Apenas unos minutos después, vuelve a entrar el sargento, lleva un papel en la mano.
- ¿Da su permiso, mi comandante?
- Pase. ¿Encontró algo?
- Respecto a soldados que estén prestando servicio en Capitanía y que tengan apellidos similares a Berdú no hay ninguno, pero sí hay dos que se llaman Rafael, los de esta lista.
- ¿Solo hay estos?
- Solo y, con su permiso mi comandante, le diré que conozco a los dos: Rafael Montornés es un chaval de Onteniente del último reemplazo y el otro, Rafael Blanquer, es un chico de Senillar al que se le terminaron las prórrogas de estudios y que se licenciará en tres meses.
- Amigo Campins, me parece que ya tenemos al donjuán.
                                                                           *
   La madre de Lolita anda pachucha, un eccema más molesto que otra cosa. El médico le ha recetado una pomada para que se la preparen en la farmacia. Cuando Sanchís lee la prescripción le dice a Lolita, de manera innecesariamente brusca, que no tiene tiempo para elaborar las fórmulas magistrales a las que últimamente parece haberse aficionado Lapuerta. La chica recoge la receta con gesto de rabia y sale de la botica echa un basilisco. Va a ser la última vez que el viejo chivo de Sanchís la vea en su establecimiento. Enrique Guerrero, el sobrino del farmacéutico, que desde la rebotica ha sido testigo de la escena sale corriendo detrás de Lolita y le corta el paso.
- Perdone, señorita. Le ruego que disculpe a mi tío, pero hoy no tiene uno de sus mejores días. Si es tan amable de darme la receta del doctor Lapuerta yo, personalmente, haré el preparado.
   La joven se queda mirando al joven boticario sin saber qué hacer, ni siquiera se le ocurre qué contestarle, tal es su irritación. El hombre se da cuenta e insiste:
- No lo considere un atrevimiento por mi parte, pero me permito insistirle en que lo mejor es que me dé la receta y elaboraré el preparado. Olvídese de mi tío. Ya está mayor y los viejos pueden volverse muy impertinentes – y añade para dar pie a que la chica diga algo - ¿La pomada es para usted?
- No. Es para mi madre.
- Si me da la prescripción, esta tarde a primera hora lo tendré a su disposición.
- Muchas gracias, es usted muy amable – le agradece Lolita dándole la receta.

   La joven se vuelve al oír el ruido del picaporte. Ante su sorpresa, tiene en la puerta de la tienda al novel farmacéutico que lleva un paquetito en la mano.
- ¿Se puede pasar?
- Adelante, por favor.
- Me he tomado el atrevimiento de venir personalmente a traerle la pomada. He pensado que su señora madre podía necesitarla.
- Por Dios, no tendría que haberse molestado. Pensaba pasar por la farmacia a recogerla.
- También es un modo de disculpar la conducta de mi tío, como le dije antes está muy mayor y por las mañanas suele ponerse insoportable.
- Aquí conocemos a don José de toda vida y todo el mundo sabe que tiene sus manías, pero que en el fondo es más bueno que el pan. Lo que ocurre es que se ve que me ha cogido en un mal día y me enfadé más de la cuenta. No suelo tener esas rabietas de niña pequeña, pero ya ve…
 
   Aquella noche, cuando su amiga Fina va a preguntar por su madre, Lolita, cosa rara últimamente, tiene algo nuevo que contar.
- ¿Y dices que se presentó aquí con la medicina?
- Y no solamente eso. No ha consentido de ninguna manera que se la pagara. Ha insistido en que me lo debía por la escena que me ha montado su tío.
- Y tú que decías que le encontrabas sosaina y pasmarote.
- De sabios es rectificar. Admito que no es ni una cosa ni la otra, pero sigue siendo un pomposo y un anticuado. Me sigue llamando señorita, tratándome de usted y solo falta que me haga reverencias al saludarme.
- La tienes tomada con el pobre chico.
- ¿Chico, dices? Debe de estar más cerca de los cuarenta que otra cosa. ¿Le has visto la cabeza?, la tiene como una bola de billar.
- Decididamente no te cae simpático. Y no tiene cuarenta, según cuenta Jacinta la Carletina, que hace la limpieza en la farmacia, tiene poco más de treinta.
- Pues no tendrá cuarenta, pero en algunas cosas parece más viejo que su tío, que ya es decir.
- De cualquier modo, algo tendrás que hacer para devolverle el detalle.
- ¿Qué detalle?
- Hija, últimamente cuando te pones borde parece que se te crucen los cables. Quien estuvo grosero fue don José, no el pobre chico. Y no ha tenido un detalle, sino tres: prepararte el remedio, llevártelo a casa y no cobrártelo. A este paso te vas a quedar para vestir santos.
- Más vale vestir santos que desnudar peleles – responde sarcásticamente Lolita.
   Fina piensa que a su amiga se le está agriando el carácter. Antes no se le habría pasado por alto el gesto del joven boticario y habría recogido inmediatamente el guante. Una gentileza solo se paga con otra. Ahora, en cambio, está cada vez más desabrida, antipática y agresiva. Fina está convencida de que Lolita sigue teniendo en carne viva la herida de su ruptura con Rafael. Mientras no cicatrice, piensa, seguirá sangrando y terminará volviéndose una solterona huraña e inaguantable. Pobre Lolita, con lo simpática que era, la vitalidad que tenía y el buen humor del que siempre hacía gala. Quien la ha visto y quien la ve, concluye Fina.