Como de algún modo
le vaticinó su abuelo, Sergio ha terminado por aceptar como algo normal recibir
parte de su salario en dinero negro, el que le pagan por las horas extras, y
sus reticencias sobre la licitud de tal práctica han dejado de inquietarle.
Dinero que Lorena gasta con la misma rapidez con que él lo gana. Al joven eso
no le preocupa en absoluto. Ha visto cumplidos sus más deseados sueños: la
mujer de la que está profundamente enamorado duerme a su lado, tiene un trabajo
con el que gana más dinero del que nunca imaginó, es considerado por sus jefes
y compañeros, tiene una casa a la que puede llamar suya puesto que es él quien
paga el alquiler y los demás gastos y, pese a que el piso no es una mansión
precisamente, se siente en él como el amo y señor de la casa. Solo una sombra
oscurece el panorama: sus padres siguen enfadados con él y, por el momento, se
han negado a visitarles. En cambio, su abuelo Andrés lo sigue apoyando y de vez
en cuando le recuerda aquello de que solo se vive una vez.
En cuanto a Lorena, su vida en
común con Sergio le ha hecho matizar algunas de sus primeras intenciones sobre
el chico. Si lo sedujo fue para utilizarle como una solución de
emergencia a su plan de independizarse de su familia, y lo hizo a pesar de que
le consideraba infantil, relamido, ingenuo, apocado y blandengue. La
convivencia también le ha hecho modificar el concepto sobre su pareja y en ello
ha influido notablemente el dinero, más cuantioso de lo que esperaba, que el
joven ingresa, sobremanera desde que hace un montón de horas extras. La joven
sigue viendo a Sergio infantil e ingenuo. Apocado menos, porque no hay nada que
espabile más que la necesidad. Y en cuanto a blando, Lorena intuye que uno es
como es y que hay rasgos del carácter que son poco menos que imposible
cambiarlos, aunque en ocasiones admite que también es posible que no sea así.
Otro de los
atributos que Lorena adjudicaba a Sergio era el de relamido. Es en el que más
ha podido influir la muchacha. Y buena prueba de ello es la velocidad a qué está
cambiando el chico, no solo de hábitos de vida sino hasta de su manera de
hablar. Este es un aspecto en el que Lorena pone un especial empeño porque el
vocabulario de Sergio es continuo motivo de cachondeo por parte de sus amigas.
Se ha empecinado en que cambie su habla de señorito, como tantas veces le tilda
y, como en otros muchos aspectos del modo de comportarse de Sergio, lentamente
va ganando la partida. El correcto y atildado lenguaje del joven se resiente y
se bate en retirada ante la arrolladora fuerza del barriobajero léxico de
Lorena que no pierde ocasión de zaherirle, como en aquella ocasión en que, al
acabar de tener la apasionada unión de cada noche, Sergio no pudo menos que
exclamar:
- ¡Cada día soy más feliz haciéndote el amor!
- Te quiero mucho, churri, pero tengo que decirte que eres
más cursi que un repollo con lazo. Eso de hacer el amor ya no lo dicen ni en
las telenovelas. Lo que acabamos de hacer es follar o echar un polvo o, si lo
quieres decir en plan salvaje, joder, ¿pero hacer el amor? Pues no es antiguo
eso ni nada, más que la gaseosa con bolita.
- Cariño, no lo puedo remediar. Eso de follar o echar un
polvo – la palabra joder Sergio ni se atreve a mencionarla – me parecen unas
ordinarieces de mucho cuidado. ¿No es mucho más bonito y hasta poético lo de
hacer el amor?
- Mira, guapín de cara, tú dilo como quieras, pero hazme el
favor de no hacerlo delante de mis amigas porque me pones en ridículo.
En lo del cambio
del lenguaje de Sergio no solo ha influido Lorena, los compañeros de trabajo
también han tenido algo que ver.
- ¡Mecagüen la hostia puta, ¿quién ha sido el cabronazo que
ha hecho esta cagada de acometida?
- Santi, ¿será posible que no abras la boca sin meter media
docena de palabrotas? – recrimina Sergio a su compañero de tajo.
- ¡No te jode el Estudiante!, yo hablo como lo que soy, un
currante, y no como los señoritos de secano como tú. Y si no estás de acuerdo
pues a protestar al maestro armero, como dicen en la mili.
- Hombre, Santi, no te enfades – replica apaciguador Sergio
-. Claro que puedes hablar como te pete, pero una cosa son los tacos y otra las
blasfemias. Y lo digo porque lo de hostia puta sobraba.
- Oye, gilipollas, te repito que hablo como me sale del nabo
y no vas a ser tú, quien venga a enseñarme lo que puedo o no puedo decir. Y si
vuelves a meterte con lo que digo te vas a ganar una mano de hostias – el tono
de Santi es por momento más alto, tanto que llama la atención del capataz.
- ¿Se puede saber qué coño pasa? – inquiere Dimas.
- Aquí, el Estudiante que está empeñado en que hablemos como
las monjas ursulinas.
- No es cierto, Dimas, me he limitado a señalarle a Santi
que una cosa son los tacos y otra las blasfemias y… - Sergio se ve interrumpido
por el capataz.
- Ven conmigo, rapaz. Y tú, Santi, aplícate y deja al chaval
en paz.
Sergio le cuenta al
capataz el rifirrafe con su compañero.
- Tampoco es para tanto, Estudiante. Aquí estamos a lo que
estamos y no para cogérnosla con papel de fumar. Si el Santi es un mal hablado,
que lo es, no es tu problema. O sea, que si no te gusta lo que dice te pones
tapones en los oídos, pero problemas por si habla así o asá o como le salga de
los huevos ni uno. Esto es una orden, el consejo es que no sigas por ese camino
porque si continúas así te vas a ganar la ojeriza del personal y, a lo peor,
hasta algún guantazo y no voy a ser yo quien te sirva de parapeto. Aplícate el
cuento y déjate de historias.
Sergio siente un
gran respeto por Dimas, le considera un hombre recto y justo, por eso su
rapapolvo le ha dolido más. Cuando al atardecer llega a casa le cuenta a Lorena
el incidente y la inesperada, para él, reacción del capataz.
- Si es que el Dimas tiene más razón que un santo, churri.
¿A ti que demonios te importa si el Santi suelta tacos? No sé cuándo vas a
enterarte que ya no estás en tu colegio de curas.
- No es eso, cariño, lo que me molesta es que suelte
blasfemias sin venir a cuento y lo de la hostia puta es una de las más suaves
que emplea. Tendrías que oírle.
- Mira, monín, eso de que no hay que decir blasfemias es una
cosa de cuando nuestros tatarabuelos. Hoy en día la gente las escucha como el
que oye llover, ni puto caso. Lo que pasa es que tú eres una rata de sacristía
y todavía se te nota el pelo de la dehesa. Pues ya va siendo hora de que te
comportes como los hombres de pelo en pecho. Mi padre dice que a un hombre así
se le conoce porque huele a tabaco y vino y habla como un carretero. A ver si
maduras de una puñetera vez.
Unos días después,
en una de sus habituales visitas a su abuelo, Sergio también le cuenta el
rifirrafe tratando de encontrar el apoyo que no halló en su pareja.
- Verás, hijo, ser un mal hablado siempre se ha visto mal,
aquí y en la China, pero entiendo la reacción del Dimas. En la obra estáis para
sacar adelante la faena y no para enredaros en cómo habla el personal. Lo que
quiere el capataz es que no haya problemas en el tajo, ni rencillas entre los
compañeros, por eso el consejo que te ha dado creo que viene a cuento. En
cuanto a lo que opina el padre de tu chica sobre los hombres de pelo en pecho
es una mamarrachada. Ya te dije la primera vez que me preguntaste sobre los
Vercher que el padre me parecía un hombre sin mucha sustancia y lo que cuentas
me lo confirma.
- Pero, abuelo, una cosa es hablar mal y otra muy distinta
blasfemar.
- No lo discuto, Sergio, pero supongo que todos o, al menos,
la mayoría de tus compañeros de obra tienen una formación muy elemental y su
vocabulario incluye toda suerte de juramentos, palabrotas y hasta blasfemias. Y
eso tú no lo puedes cambiar. Lo que tienes que hacer es aplicarte el viejo
proverbio: cuando estés en Roma compórtate como los romanos.