"Los Carreño"

Este blog guarda cinco novelas cuyo autor es Zacarías Ramo Traver. Una trilogía sobre Torreblanca (Castellón): “Las dos guerras de Aurelio Ríos”, la guerra civil en ese pueblo mediterráneo. “La pertinaz sequía”, la vida de la posguerra. “Apartamento con vistas al mar”, el boom inmobiliario y la crisis del 2008. “El robo del Tesoro Quimbaya”, el hurto de unas joyas precolombinas del Museo de América. “Una playa aparentemente tranquila”, un encausado del caso ERE, huyendo de la justicia, se refugia en una recóndita playa (Torrenostra). Salvo la primera, las demás están en forma de episodios. Ahora está publicando otra novela en episodios, Los Carreño, que es la historia de dos generaciones de una familia real e irrepetible, entre 1889 y 1949, período en el que suceden hechos tan significativos como: el Desastre del 98, la I Guerra Mundial, la Revolución Rusa, la aparición del fascismo, la Guerra de África, la Dictablanda, la II República, la Guerra Civil y el franquismo.

viernes, 24 de febrero de 2017

108. Vieques resulta ser Mr. Connolly



   Atienza se apresta a dirigirse al Hotel Barceló Emperatriz en la madrileña calle de López de Hoyos, donde tiene una cita con el señor Kevin Vieques, del que solo sabe, aparte de su nombre, que es portorriqueño y que quiere charlar con él de un asunto que preocupa a ambos. Como la cita tiene algo de incierto, hace algo poco habitual, coge su pistola, una Heckler &Koch USP Compact, semiautomática, del calibre nueve milímetros parabéllum, con un cargador de trece balas y que es el arma reglamentaria del Cuerpo de la Policía Nacional española.
   En recepción Atienza pregunta por el señor Vieques. Le está esperando en el bar. No tiene que volver a preguntar por él, en una mesita sita en un discreto rincón hay un hombre que cuando le ve entrar le hace un gesto con la mano y al acercarse se levanta para saludarle, hechos que ponen en guardia al policía. Este tío parece conocerme, ¿cómo es posible?, se pregunta el inspector de Patrimonio. El tal Vieques es grande y parece fuerte, aunque el ancho cinturón no oculta que su barriga comienza a expandirse. Por el moreno color de su tez podría pasar por español, piensa Atienza, aunque lo más sorprendente de su rostro es que tiene los ojos de un azul desvaído.
- Señor Atiensa, gusto en conoserle – el portorriqueño le ofrece una mano ancha y recia.
- El gusto es mío, señor Vieques. Por cierto, no recuerdo que nos hubiéramos visto antes.
   Vieques esboza una media sonrisa mientras invita a sentarse al policía.
- ¿Qué quiere tomar? – pregunta el portorriqueño.
- Lo mismo que usted.
- Dos wiskis con hielo – encarga Vieques al camarero que ha respondido a su llamada y luego se explica -. No, señor Atiensa, no nos hemos visto antes, pero previo a llamarle me tomé la molestia de echarle un repaso a su historial y en él había una foto que, por sierto, no le hase justisia, parese mucho más joven al natural.
- ¿Y de dónde sacó mi historial? – quiere saber Atienza que está empezando a ponerse alerta.
- Mire, señor Atiensa, entre profesionales creo que lo más práctico es jugar con las cartas vistas. Y para demostrarle mi buena voluntad comensaré yo. Para empesar, el apellido Vieques es el de mi mamá y lo suelo usar cuando estoy en un país de lengua española. Mi primer y autentico apellido es Connolly. Así se llamaba mi papá, un irlandés del condado de Waterford que tras emigrar a los Estados Unidos conosió en Nueva York a una linda portorriqueña, Mía Vieques, con la que se casó. Trabajé en lo mismo que papá, en la polisía neoyorquina, hasta que alguien pensó que el sargento Connolly de la brigada antiterrorista, que hablaba español con asento caribeño pero con total fluides, serviría mejor a su país estando en la Agensia que patrullando por el Spanish Harlem. Y esa, de forma resumida, es mi biografía. Ya ve, con la mala fama que tenemos los de la Agensia de ocultar nuestra verdadera identidad y de enmascarar nuestro trabajo y lo primero que hago es contarle mi vida o, al menos, la almendra de la misma.
   Atienza no se extraña demasiado, tenía el pálpito de que algo así podía ser el señor Vieques; mejor dicho, míster Connolly. Y decide pagar al americano con la misma moneda, la de la sinceridad.
- Le agradezco su franqueza en lo que vale, míster Connolly, es la mejor manera de entenderse. Y en lo que a mí respecta, como ha leído mi historial poco más puedo contarle.
- Llámeme Kevin, por favor, y sí, puede contarme mucho, justamente para eso estoy aquí.
- ¿Qué quiere saber?
- Lo que pueda contarme de las investigasiones de su grupo sobre el robo del Tesoro Quimbaya. Y le adelanto,…; ¿puedo llamarle Juan Carlos? – Ante el asentimiento del español prosigue -, y le adelanto que más o menos estoy al corriente de adonde habían llegado hasta fines de febrero.
   En ese momento es cuando Atienza lamenta haber tenido que posponer la entrevista con Grandal porque a buen seguro que el excomisario le habría aportado algunas conclusiones interesantes que quizá pudiera usar ahora como moneda de cambio, por otra parte se dice que es preferible que en esta entrevista, que supone que no será la última, no le cuente al americano todo cuanto sabe. Lo que hace es exponerle los dos últimos datos fehacientes del caso. El ofrecimiento de los servicios cubanos de inteligencia de que si el actual gobierno español en funciones sigue apoyando las conversaciones de La Habana, España podría verse recompensada con la devolución de unos bienes culturales. Connolly atiende como pudiera hacerlo un alumno que escucha una lección ya sabida; al menos, esa es la impresión que le produce a Atienza. En cambio, cuando le cuenta el otro dato: que los mandos superiores de la policía han puesto en stand by las investigaciones referentes al caso, le produce la impresión de que es algo que el norteamericano no conocía.
- Juan Carlos, le agradesco su sinseridad, pero aparte de los datos en cuestión, supongo que después de analisarlos alguna conclusión habrán sacado.
- En eso estamos, pero permítame, Kevin, hasta el momento el único que ha puesto sobre la mesa información he sido yo. Creo que antes de proseguir, ahora le toca a usted.
- Touché, mi amigo. Pregunte, que quiere saber que yo pueda contarle.
- ¿Cuál es el interés de la Agencia en el robo del Tesoro Quimbaya?
- Verá. El robo en sí no tuvo ningún interés para nosotros hasta que aparesió la oferta de los cubanos que usted ha contado antes. A partir de ahí es cuando el robo meresió nuestra atensión. No revelo ningún secreto al desirle que cuanto toca a Cuba es analisado con lupa por todas las agensias de seguridad de mi país. Y este caso no es una exsepsión. No es la primera ves que los servisios cubanos montan una espesie de chantaje a países como el suyo y supongo que no será la última. Lo que no hemos podido descubrir hasta ahora es si la oferta de los cubanos es real y, si así fuera, si hablan en nombre de las FARC o de unos terseros que ignoramos quienes pueden ser.
   Al inspector de Patrimonio le da la impresión de que el norteamericano no le está contando todo lo que sabe. Has hablado de mucha franqueza, se dice, pero luego te guardas de la misa la mitad. Y decide hacer lo mismo, a partir de ahora preguntará mucho pero respuestas, las justitas.
- Cuando habla de unos terceros, ¿a quién se refiere? Porque supongo que aunque sean desconocidos tendrán alguna sospecha de quienes pueden ser.
- Sospechas tenemos pero pruebas, ninguna – Connolly también se ha puesto en modo cautelar. Divaga, pero concreciones poquitas.
- ¿Y no tienen algún indicio de quién o quiénes pueden tener las piezas robadas del tesoro? – Atienza insiste en sus preguntas.
- Nos pasa lo mismo que con esos terseros de los que hablaba antes, sospechamos de varios grupos, pero sin pruebas que lo confirmen. ¿Ustedes de quien sospechan? – el americano utiliza el viejo y archisabido método de responder a una pregunta con otra.
   Y así siguen, mareando la perdiz como dicen los castizos, sin que ninguno de ambos interlocutores aporte una sola información que valga la pena. Como ambos son conscientes de que esa primera reunión ha servido, básicamente, para conocerse y romper el hielo, deciden mantener una segunda cuando haya algún nuevo dato o conclusión que merezca la pena. Antes de despedirse, Atienza tiene una última pregunta:
- Me gustaría saber, míster Connolly quién es el amigo común que le dio mi teléfono.
- Ya lo puede suponer, el amigo Pérez Recarte. Y, por favor, no se lo reproche. Le tuve que presionar mucho y recordarle que me debía algún que otro favor.
   En cuanto se despide del hombre de la Agencia, Atienza se apresura a llamar a sus colegas. Que le esperen en la Brigada que sale para allí pues tiene que contarles su reunión con el portorriqueño. Ni Bernal ni Blanchard se muestran demasiado sorprendidos cuando el inspector de Patrimonio termina de narrarles su entrevista.
- Ya me extrañaba que la CIA no hubiera metido sus narices antes en un asunto que, aunque de rebote, afecta a su patio trasero – comenta Bernal.
- A mí lo que me resulta un tanto desconcertante de tu entrevista es la aparente franqueza que ha mostrado Connolly – opina Blanchard.
- Sí, no creo que sea demasiado frecuente, aunque confieso que es la primera vez que hablo con un agente de la CIA. Por cierto, nunca mencionó esa sigla, solo se refirió a la Agencia.
- En definitiva, ¿has sacado algo en claro? – inquiere Bernal, siempre práctico.
- Pues, realmente, nada, salvo que los estadounidenses también están ahora interesados en nuestro caso y que quizá más adelante podamos sacar réditos de esa fuente. Ah, os recuerdo que Grandal quiere hablar con nosotros. Pensaba citarle mañana, ¿os parece bien?