"Los Carreño"

Este blog guarda cinco novelas cuyo autor es Zacarías Ramo Traver. Una trilogía sobre Torreblanca (Castellón): “Las dos guerras de Aurelio Ríos”, la guerra civil en ese pueblo mediterráneo. “La pertinaz sequía”, la vida de la posguerra. “Apartamento con vistas al mar”, el boom inmobiliario y la crisis del 2008. “El robo del Tesoro Quimbaya”, el hurto de unas joyas precolombinas del Museo de América. “Una playa aparentemente tranquila”, un encausado del caso ERE, huyendo de la justicia, se refugia en una recóndita playa (Torrenostra). Salvo la primera, las demás están en forma de episodios. Ahora está publicando otra novela en episodios, Los Carreño, que es la historia de dos generaciones de una familia real e irrepetible, entre 1889 y 1949, período en el que suceden hechos tan significativos como: el Desastre del 98, la I Guerra Mundial, la Revolución Rusa, la aparición del fascismo, la Guerra de África, la Dictablanda, la II República, la Guerra Civil y el franquismo.

lunes, 22 de octubre de 2018

*** La maldición bíblica de la gota fría



   Toda comarca, región, y hasta país sufre periódicamente uno o varios azotes naturales que vienen a ser como una suerte de maldición bíblica. Así, ciertos estados del medio oeste norteamericano sufren anualmente los tornados, algunos países de Sudamérica bañados por el Pacífico han de enfrentarse cada varios años a la maldición de el Niño, en el este de Asia han de soportar cíclicamente a los tifones y aquellos países ubicados en el anillo de fuego se ven castigados periódicamente por erupciones volcánicas y terremotos. Pues bien, los que vivimos, aunque sea parcialmente como es mi caso, en el Mediterráneo occidental, especialmente en el Golfo de Valencia, hemos de soportar varias veces en nuestras vidas la temible gota fría. Lo de llamarle gota es una suerte de humorada macabra porque lo que realmente parece es como si las compuertas de los cielos se abrieran de par en par y dejaran caer mares de agua que se abaten inmisericordes sobre las resecas tierras del levante español.
   Como saben, la gota fría o DANA (depresión aislada en niveles altos) es un fenómeno meteorológico que suele coincidir con el inicio del otoño en el Mediterráneo occidental. A grandes rasgos, es el resultado de una corriente en chorro de aire polar que avanza sobre Europa occidental a gran altura y que al chocar con el aire más cálido del Mediterráneo genera fuertes tormentas. Ocurre cíclicamente, pero en la mayoría de ocasiones no dejan de ser más que tempestades más o menos aparatosas sin mayores consecuencias. Pero entre cuatro y seis veces en un siglo la gota genera un tren de tormentas con torrenciales diluvios y cuyas consecuencias son desastrosas. Entonces, la gota fría se convierte en una locomotora sin ninguna clase de control que lo arrasa todo a su paso. Es lo que acaba de ocurrir en este octubre del 2018.
   Mi pueblo natal, Torreblanca, situado en la comarca de la Plana Alta, es por su ubicación y particular topografía un firme candidato a sufrir las consecuencias de las gotas frías con mayúsculas. Está emplazado en el centro de una pequeña llanura aluvial limitada al este por el Mediterráneo y circundada al oeste por un semicírculo de colinas que forman parte de las últimas estribaciones sudorientales del Maestrazgo. Naturalmente esa pequeña cordillera vierte las aguas hacia el mar y en su discurrir atraviesan necesariamente el pueblo y terminan igualmente afectando a los dos núcleos costeros existentes: Alcossebre y Torrenostra.
   Lo que ha pasado ahora es que en menos de doce horas en Torreblanca se han abatido más de 200 litros por metro cuadrado y ha seguido lloviendo hasta superar los 300 litros en poco más de un día. Teniendo en cuenta que la precipitación media anual en España ronda en torno a los 600 litros, lo ocurrido supone que en algo más de veinticuatro horas ha llovido lo que debía hacerlo durante medio año. Una auténtica barbaridad. Tal cantidad de agua en tan poco tiempo provoca que la tierra sea incapaz de absorber tanto líquido y los barrancos, ramblas y los escasos y secos ríos se convierten en un visto y no visto en impetuosos torrentes que transportan miles y miles de toneladas de agua en dirección al mar y que arrollan todo lo que se opone a su curso.
   Las consecuencias ya se las pueden imaginar: inundaciones de campos y casas, árboles arrancados de cuajo, carreteras y vías férreas cortadas, vehículos atrapados sin o con gente dentro, animales domésticos ahogados, puentes que no resisten el salvaje empuje de las aguas, actividades económicas y sociales interrumpidas, gente aterrada ante la inclemencia de la naturaleza…
   En la actualidad los avances en la predicción del clima han hecho que la gota fría de estos días octubreños haya generado menos desastres de los que provocaba antaño. En mi ya larga vida, esta es la tercera vez que sufro este fenómeno, aunque en esta última ocasión a distancia. Las dos anteriores las viví directamente. Una de ellas, especialmente, la recuerdo con absoluta nitidez, como se recuerdan los hechos que le cambian a uno la vida.

   Fue un 28 de septiembre del año en que cumplí los doce. A media tarde comenzó a llover copiosamente. "El típico temporal de otoño”, dijeron. Al anochecer los nimbocúmulos se fueron haciendo más grandes y negros y la lluvia se hizo torrencial. Mi padre tuvo que ir a echar una mano adónde mi tío Daniel cuya casa se había inundado hasta el punto que los muebles flotaban por las habitaciones como si fueran barquichuelos de papel. Cuando volvió estaba que no se tenía, empapado de agua y sucio de barro. “Tengo un mal presentimiento”, dijo, pensando en los campos de arroz de la familia con las gavillas puestas a secar antes de la trilla. En la madrugada del 29 cesó de llover. Mi padre y yo cogimos las bicicletas y fuimos a ver los arrozales. Nos encontramos que se habían convertido en una especie de laguna de agua sucia de la que solo sobresalían los plumeros de los senills o carrizos. Ni rastro de las gavillas que terminaron en el fondo del mar. Por muchos años que viva jamás olvidaré la mirada desolada de mi padre. En aquella cosecha había invertido hasta su última peseta. Nunca volvió a ser el mismo. Yo tampoco. La inundación se llevó el arroz, arruinó a mi familia y truncó mis sueños de cursar una carrera universitaria. Más de una década después, la caprichosa fortuna me depararía una nueva e inesperada oportunidad, pero en aquellos trágicos momentos no lo podía saber. Aquella gota fría me jodió la niñez; con mi padre fue más cruel, le jodió la vida.
   Los valencianos no tenemos tornados, ni tifones, ni erupciones volcánicas, ni sufrimos el Niño, en cambio tenemos la gota fría que cuando llega en plan desbocado provoca que el mal llamado Levante feliz deje de serlo cuando sobre su cada vez más desertizada capa de tierra vegetal se abaten inclementes océanos de agua. Es nuestra particular maldición bíblica.