"Los Carreño"

Este blog guarda cinco novelas cuyo autor es Zacarías Ramo Traver. Una trilogía sobre Torreblanca (Castellón): “Las dos guerras de Aurelio Ríos”, la guerra civil en ese pueblo mediterráneo. “La pertinaz sequía”, la vida de la posguerra. “Apartamento con vistas al mar”, el boom inmobiliario y la crisis del 2008. “El robo del Tesoro Quimbaya”, el hurto de unas joyas precolombinas del Museo de América. “Una playa aparentemente tranquila”, un encausado del caso ERE, huyendo de la justicia, se refugia en una recóndita playa (Torrenostra). Salvo la primera, las demás están en forma de episodios. Ahora está publicando otra novela en episodios, Los Carreño, que es la historia de dos generaciones de una familia real e irrepetible, entre 1889 y 1949, período en el que suceden hechos tan significativos como: el Desastre del 98, la I Guerra Mundial, la Revolución Rusa, la aparición del fascismo, la Guerra de África, la Dictablanda, la II República, la Guerra Civil y el franquismo.

viernes, 20 de enero de 2017

98. De síndrome de Estocolmo, nada



   María Victoria ya está en comisaría dispuesta a terminar su declaración, es el tercer día y nota como la fatiga psíquica se le ha ido acumulando. Pese a todo intenta poner buena cara. La pasada noche ha sido la primera en que ha dormido a pierna suelta, piensa que debió influir su apasionado encuentro con Jacinto.
- ¿Dónde me quedé, comisario? – pregunta la mujer a Lucientes.
- Exactamente, cuando explicó a sus secuestradores los instrumentos que necesitaría para realizar un análisis metalográfico de las piezas y como luego pensó que se había pasado y que en cuanto tuviera ocasión les diría que, en su opinión y a reserva de un análisis exhaustivo, las piezas eran actuales, no del siglo quinto – responde el comisario zaragozano.
- Ah, sí. El jueves, después de decirles que las joyas no eran originales no volví a verles. Al día siguiente, a primera hora me trajeron el consabido bocadillo para desayunar y una jarra de agua. Al poco, entraron tres de los bandidos – es la primera vez que les llama así – y me volvieron a preguntar que, a reserva de los análisis de laboratorio y de acuerdo con mis conocimientos y experiencia, les volviera a dar mi opinión sobre la antigüedad de las piezas de arte indígena que otra vez me volvieron a mostrar. No les preocupaba de qué metales estaban hechas, solamente querían saber su antigüedad. Lo que prueba que los bandidos sabían lo que tenían en su poder, pues el valor del Tesoro Quimbaya lo es más por su antigüedad que por otra característica.
   María Victoria hace una breve pausa para beber agua. Lucientes en esta ocasión no le mete prisa.
- Naturalmente, les dije la verdad, que en mi opinión, y a reserva de otros dictámenes más cualificados, las piezas que me enseñaban estaban fabricadas en la actualidad. Precisé más: su fabricación pudo hacerse entre los años cuarenta y setenta del pasado siglo. Y aunque llevaban puestas unas máscaras de esas que se venden en las ferias, casi juraría que les cambió la cara. No les volví a ver hasta la tarde de ese día cuando entró el que parecía el jefe que volvió a preguntarme si me reafirmaba en lo que les había dicho por la mañana. Le dije que sí, que casi con total seguridad. A ese individuo no volví a verle más. No volvieron a importunarme ni a preguntarme nada más hasta cuando entraron el sábado para decirme que me iban a liberar al día siguiente. Cuando oí eso no sabía si reír o llorar. Me puse más nerviosa que un flan.
   Otra pausa. Ahora no bebe agua sino que la mujer entrecierra los ojos como rememorando aquellos momentos tan dramáticos para ella. Todos respetan su silencio, solo se oye el suave siseo del magnetófono que sigue grabando. Hasta que arranca otra vez.
- El sábado, debieron poner algo en la comida o en el agua porque al poco rato de haber cenado me entró un sopor extraño, me recosté en el catre en el que dormía y cuando me desperté iba en la parte trasera de un coche en medio de dos individuos. Volvía a llevar los ojos vendados y me encontraba mareada. Uno de los bandidos me explicó que me iban a dejar en el aparcamiento del Centro Comercial Puerto Venecia, que me metía en el bolso un billete de veinte euros para que cogiera un taxi y que desde ese momento era libre. Y así lo hicieron. Cuando me quité la venda de los ojos estaba confusa y desorientada hasta que vi que, en efecto, estaba en el aparcamiento de Puerto Venecia donde he ido muchas veces a comprar. Recordé que cerca hay una parada de taxis. Cogí uno y pedí que me llevara a casa, luego me lo pensé mejor y cambié el destino, que me llevara a casa de mi hermana. Lo demás, ya lo conocen ustedes.
- Bien, muy bien, María Victoria, es usted lo que llamamos una testigo fiable. Cuenta las cosas con gran precisión. La felicito por ello – afirma Lucientes.
   Grandal piensa que su colega zaragozano es un consumado experto en la siempre compleja técnica del interrogatorio. Sabe cómo incentivar y premiar a los declarantes.
- Lo he hecho lo mejor que he sabido, comisario – confiesa María Victoria.
- Y como acabo de decir, lo ha hecho muy bien. Ahora, viene la fase de las preguntas. Usted conteste lo mejor que sepa, si algo no entiende me lo dice y si no tiene respuesta para alguna de mis preguntas lo dice también, no pasa nada. ¿De acuerdo? Ah, cuando se note fatigada lo dice y haremos un receso. Mi primera pregunta es: ¿se reafirma en la opinión de que las piezas que le enseñaron se fabricaron en el siglo pasado?
- Si, comisario. Entre mil novecientos cuarenta y mil novecientos setenta, aproximadamente.
- ¿Las tres piezas que le mostraron son idénticas a las originales del Tesoro Quimbaya?
- Sí, con la salvedad de que las piezas de los bandidos son réplicas.
- ¿Recuerda qué tipo de coche era en el que le llevaron a Puerto Venecia?
- No sabría decirle. Como he dicho antes estaba confusa y desorientada y, además, tenía los ojos vendados.
- ¿Y el que usaron cuando la secuestraron?
- Sé poco de coches, solo puedo decirle que era grande y de un color oscuro.
- ¿Puede calcular más o menos cuánto duró el recorrido del lugar donde estuvo secuestrada hasta Puerto Venecia?
- Vale lo que dije antes. Estaba con la cabeza en una nube.
- Le pido perdón de antemano por la pregunta que le voy a hacer, pero es obligada: ¿en algún momento de su cautiverio intentaron abusar de usted?
- No, en eso los bandidos se portaron como caballeros. Ninguno de ellos hizo el menor asomo de propasarse
- Aunque ya lo ha declarado anteriormente, vuelvo a preguntarle si llegó a ver a alguno de sus raptores.
- No, nunca. Al principio me pusieron una capucha y cuando me la quitaron eran ellos los que se ponían máscaras cuando entraban en mi habitación.
- Y esa habitación en la que estuvo, ¿tenía ventanas?
- Las tenía, pero estaban cerradas y las fallebas estaban aseguradas con cadenas y candados. No podía abrirlas, hubiera necesitado un cortafrío.
- Por lo que nos ha contado, es evidente que la secuestraron con el único fin de que emitiera su juicio sobre la datación de las piezas que tenían en su poder. Ahora bien, imagino que hay otros muchos expertos sobre culturas indígenas americanas, ¿se ha planteado porque precisamente la secuestraron a usted?
- Tuve tiempo durante mi cautiverio de pensarlo muchas veces. Y lo único que pudo provocar que los bandidos se fijaran en mi persona fue que, a raíz de mi participación en una tormenta de ideas sobre el robo del tesoro que organizaron los policías que llevan el caso, escribí un artículo en El Heraldo de Aragón sobre los diez errores más propalados sobre el Tesoro Quimbaya. Era un artículo divulgativo y en el que no decía nada que no pueda encontrarse en internet. Ahora bien, ¿quién lee El Heraldo fuera de Zaragoza? Claro que también hay una edición on line.
- Bien. ¿Quiere añadir algo más, algo que no le haya preguntado o un recuerdo de último momento?
- No, comisario.
- Pues por mi parte hemos terminado. Muchas gracias, doctora, por su colaboración y, sobre todo, por su paciencia. Ahora, tendrá que esperar un poco, solo el tiempo necesario para que impriman su declaración y la pueda firmar. Y le repito otra vez, al menor indicio de cualquier cosa que le parezca sospechosa no dude en llamarme inmediatamente. Si no me localizara, llame al inspector Juárez, aquí presente – y señala al policía que ha manejado la grabadora – que dirige la unidad de personas desaparecidas. Ha sido un placer hablar con usted.
   Lucientes, antes de salir, le hace un gesto a Grandal de sígueme. En cuanto llegan al despacho le pregunta:
- ¿Sigues creyendo que la doctora Martín-Rebollo es de las que tiene los pies en la tierra y solo nos ha contado lo que vio y oyó o le echa su miajica de fantasía a lo que le ocurrió?
- Mantengo lo que te dije. María Victoria es una mujer con la cabeza bien amueblada y tan realista como la que más. ¿Por qué tantos recelos?
- No sabría decírtelo. Será lo del manido olfato policial del que, por cierto, tú has sido siempre un abanderado.
- Pues debo estar anósmico porque mi olfato no ha olido nada.
- Otra cuestión: ¿dirías que en María Victoria hay un ramalazo de síndrome de Estocolmo puesto que se ha mostrado, hasta cierto punto, benevolente y comprensiva con la conducta de sus secuestradores?
- De síndrome de Estocolmo, nada  de nada – es la rotunda respuesta de Grandal.
- Oye, y en esta noche pasada en su apartamento no te ha contado algo que no haya reflejado en su declaración.
- Pues sí, que pasó mucho miedo y que en alguna ocasión me echó de menos. Incluso llegó a pensar que si yo hubiera estado en su apartamento no la hubieran secuestrado. Fin de la declaración – concluye Grandal, con lo que viene a decir a su colega: hasta aquí hemos llegado, no preguntes más.