María Victoria ya está en comisaría
dispuesta a terminar su declaración, es el tercer día y nota como la fatiga
psíquica se le ha ido acumulando. Pese a todo intenta poner buena cara. La
pasada noche ha sido la primera en que ha dormido a pierna suelta, piensa que debió
influir su apasionado encuentro con Jacinto.
- ¿Dónde me
quedé, comisario? – pregunta la mujer a Lucientes.
-
Exactamente, cuando explicó a sus secuestradores los instrumentos que
necesitaría para realizar un análisis metalográfico de las piezas y como luego
pensó que se había pasado y que en cuanto tuviera ocasión les diría que, en su
opinión y a reserva de un análisis exhaustivo, las piezas eran actuales, no del
siglo quinto – responde el comisario zaragozano.
- Ah, sí. El
jueves, después de decirles que las joyas no eran originales no volví a verles.
Al día siguiente, a primera hora me trajeron el consabido bocadillo para
desayunar y una jarra de agua. Al poco, entraron tres de los bandidos – es la
primera vez que les llama así – y me volvieron a preguntar que, a reserva de
los análisis de laboratorio y de acuerdo con mis conocimientos y experiencia,
les volviera a dar mi opinión sobre la antigüedad de las piezas de arte
indígena que otra vez me volvieron a mostrar. No les preocupaba de qué metales
estaban hechas, solamente querían saber su antigüedad. Lo que prueba que los
bandidos sabían lo que tenían en su poder, pues el valor del Tesoro Quimbaya lo
es más por su antigüedad que por otra característica.
María Victoria hace una breve pausa para
beber agua. Lucientes en esta ocasión no le mete prisa.
- Naturalmente,
les dije la verdad, que en mi opinión, y a reserva de otros dictámenes más
cualificados, las piezas que me enseñaban estaban fabricadas en la actualidad.
Precisé más: su fabricación pudo hacerse entre los años cuarenta y setenta del
pasado siglo. Y aunque llevaban puestas unas máscaras de esas que se venden en
las ferias, casi juraría que les cambió la cara. No les volví a ver hasta la
tarde de ese día cuando entró el que parecía el jefe que volvió a preguntarme
si me reafirmaba en lo que les había dicho por la mañana. Le dije que sí, que
casi con total seguridad. A ese individuo no volví a verle más. No volvieron a
importunarme ni a preguntarme nada más hasta cuando entraron el sábado para
decirme que me iban a liberar al día siguiente. Cuando oí eso no sabía si reír
o llorar. Me puse más nerviosa que un flan.
Otra pausa. Ahora no bebe agua sino que la
mujer entrecierra los ojos como rememorando aquellos momentos tan dramáticos
para ella. Todos respetan su silencio, solo se oye el suave siseo del
magnetófono que sigue grabando. Hasta que arranca otra vez.
- El sábado,
debieron poner algo en la comida o en el agua porque al poco rato de haber
cenado me entró un sopor extraño, me recosté en el catre en el que dormía y
cuando me desperté iba en la parte trasera de un coche en medio de dos
individuos. Volvía a llevar los ojos vendados y me encontraba mareada. Uno de
los bandidos me explicó que me iban a dejar en el aparcamiento del Centro
Comercial Puerto Venecia, que me metía en el bolso un billete de veinte euros
para que cogiera un taxi y que desde ese momento era libre. Y así lo hicieron. Cuando
me quité la venda de los ojos estaba confusa y desorientada hasta que vi que,
en efecto, estaba en el aparcamiento de Puerto Venecia donde he ido muchas
veces a comprar. Recordé que cerca hay una parada de taxis. Cogí uno y pedí que
me llevara a casa, luego me lo pensé mejor y cambié el destino, que me llevara
a casa de mi hermana. Lo demás, ya lo conocen ustedes.
- Bien, muy
bien, María Victoria, es usted lo que llamamos una testigo fiable. Cuenta las
cosas con gran precisión. La felicito por ello – afirma Lucientes.
Grandal piensa que su colega zaragozano es
un consumado experto en la siempre compleja técnica del interrogatorio. Sabe
cómo incentivar y premiar a los declarantes.
- Lo he
hecho lo mejor que he sabido, comisario – confiesa María Victoria.
- Y como
acabo de decir, lo ha hecho muy bien. Ahora, viene la fase de las preguntas.
Usted conteste lo mejor que sepa, si algo no entiende me lo dice y si no tiene
respuesta para alguna de mis preguntas lo dice también, no pasa nada. ¿De
acuerdo? Ah, cuando se note fatigada lo dice y haremos un receso. Mi primera
pregunta es: ¿se reafirma en la opinión de que las piezas que le enseñaron se
fabricaron en el siglo pasado?
- Si,
comisario. Entre mil novecientos cuarenta y mil novecientos setenta,
aproximadamente.
- ¿Las tres
piezas que le mostraron son idénticas a las originales del Tesoro Quimbaya?
- Sí, con la
salvedad de que las piezas de los bandidos son réplicas.
- ¿Recuerda
qué tipo de coche era en el que le llevaron a Puerto Venecia?
- No sabría
decirle. Como he dicho antes estaba confusa y desorientada y, además, tenía los
ojos vendados.
- ¿Y el que
usaron cuando la secuestraron?
- Sé poco de
coches, solo puedo decirle que era grande y de un color oscuro.
- ¿Puede
calcular más o menos cuánto duró el recorrido del lugar donde estuvo secuestrada
hasta Puerto Venecia?
- Vale lo que
dije antes. Estaba con la cabeza en una nube.
- Le pido
perdón de antemano por la pregunta que le voy a hacer, pero es obligada: ¿en algún
momento de su cautiverio intentaron abusar de usted?
- No, en eso
los bandidos se portaron como caballeros. Ninguno de ellos hizo el menor asomo
de propasarse
- Aunque ya
lo ha declarado anteriormente, vuelvo a preguntarle si llegó a ver a alguno de
sus raptores.
- No, nunca.
Al principio me pusieron una capucha y cuando me la quitaron eran ellos los que
se ponían máscaras cuando entraban en mi habitación.
- Y esa habitación
en la que estuvo, ¿tenía ventanas?
- Las tenía,
pero estaban cerradas y las fallebas estaban aseguradas con cadenas y candados.
No podía abrirlas, hubiera necesitado un cortafrío.
- Por lo que
nos ha contado, es evidente que la secuestraron con el único fin de que
emitiera su juicio sobre la datación de las piezas que tenían en su poder.
Ahora bien, imagino que hay otros muchos expertos sobre culturas indígenas
americanas, ¿se ha planteado porque precisamente la secuestraron a usted?
- Tuve tiempo
durante mi cautiverio de pensarlo muchas veces. Y lo único que pudo provocar
que los bandidos se fijaran en mi persona fue que, a raíz de mi participación
en una tormenta de ideas sobre el robo del tesoro que organizaron los policías
que llevan el caso, escribí un artículo en El Heraldo de Aragón sobre los diez
errores más propalados sobre el Tesoro Quimbaya. Era un artículo divulgativo y
en el que no decía nada que no pueda encontrarse en internet. Ahora bien, ¿quién
lee El Heraldo fuera de Zaragoza? Claro que también hay una edición on line.
- Bien.
¿Quiere añadir algo más, algo que no le haya preguntado o un recuerdo de último
momento?
- No,
comisario.
- Pues por
mi parte hemos terminado. Muchas gracias, doctora, por su colaboración y, sobre
todo, por su paciencia. Ahora, tendrá que esperar un poco, solo el tiempo
necesario para que impriman su declaración y la pueda firmar. Y le repito otra
vez, al menor indicio de cualquier cosa que le parezca sospechosa no dude en
llamarme inmediatamente. Si no me localizara, llame al inspector Juárez, aquí
presente – y señala al policía que ha manejado la grabadora – que dirige la
unidad de personas desaparecidas. Ha sido un placer hablar con usted.
Lucientes, antes de salir, le hace un gesto
a Grandal de sígueme. En cuanto llegan al despacho le pregunta:
- ¿Sigues
creyendo que la doctora Martín-Rebollo es de las que tiene los pies en la
tierra y solo nos ha contado lo que vio y oyó o le echa su miajica de fantasía
a lo que le ocurrió?
- Mantengo
lo que te dije. María Victoria es una mujer con la cabeza bien amueblada y tan
realista como la que más. ¿Por qué tantos recelos?
- No sabría
decírtelo. Será lo del manido olfato policial del que, por cierto, tú has sido
siempre un abanderado.
- Pues debo estar anósmico porque mi
olfato no ha olido nada.
- Otra cuestión: ¿dirías que en María
Victoria hay un ramalazo de síndrome de Estocolmo puesto que se ha mostrado,
hasta cierto punto, benevolente y
comprensiva con la conducta de sus secuestradores?
- De síndrome de Estocolmo, nada de nada – es la rotunda respuesta de Grandal.
- Oye, y en esta noche pasada en su apartamento no te
ha contado algo que no haya reflejado en su declaración.
- Pues sí, que pasó mucho miedo y que en alguna
ocasión me echó de menos. Incluso llegó a pensar que si yo hubiera estado en su
apartamento no la hubieran secuestrado. Fin de la declaración – concluye
Grandal, con lo que viene a decir a su colega: hasta aquí hemos llegado, no
preguntes más.