"Los Carreño"

Este blog guarda cinco novelas cuyo autor es Zacarías Ramo Traver. Una trilogía sobre Torreblanca (Castellón): “Las dos guerras de Aurelio Ríos”, la guerra civil en ese pueblo mediterráneo. “La pertinaz sequía”, la vida de la posguerra. “Apartamento con vistas al mar”, el boom inmobiliario y la crisis del 2008. “El robo del Tesoro Quimbaya”, el hurto de unas joyas precolombinas del Museo de América. “Una playa aparentemente tranquila”, un encausado del caso ERE, huyendo de la justicia, se refugia en una recóndita playa (Torrenostra). Salvo la primera, las demás están en forma de episodios. Ahora está publicando otra novela en episodios, Los Carreño, que es la historia de dos generaciones de una familia real e irrepetible, entre 1889 y 1949, período en el que suceden hechos tan significativos como: el Desastre del 98, la I Guerra Mundial, la Revolución Rusa, la aparición del fascismo, la Guerra de África, la Dictablanda, la II República, la Guerra Civil y el franquismo.

viernes, 16 de mayo de 2014

4.8. ¡Qué ingenuo eres!

   Los padres de Sergio estaban deseando tener la mínima excusa para reconciliarse con su hijo. Tras la intervención del abuelo, han hablado por teléfono y han quedado en que irán a Senillar el próximo puente. Incluso Lola se ha ofrecido quedarse unos días en el pueblo para poder ayudar a Lorena a instalar la casa. A la joven no le ha hecho ninguna gracia la propuesta, pero por una vez opta por la prudencia y se calla.

   El reencuentro de Sergio y sus padres es un momento de especial emoción para todos ellos. El padre se pone solemne, la madre no puede contener unas lágrimas y el mismo chico siente que un nudo se le forma en la garganta. Lorena mira a los tres como si fueran marcianos. No sabe a cuento de qué viene tanta emoción y tanta palabrería tierna, a ella todo aquello le parece una pura pantomima. Se acuerda de que, cuando era pequeña, sus padres se desplazaban anualmente a Francia durante la campaña de la vendimia y ella se quedaba con los abuelos; estaban más de un mes sin verse, pero no recuerda que ni sus padres ni ella montasen el cirio que están armando Sergio y sus viejos.

   Como se temía la joven, desde el primer momento no congenia con su futura suegra, sus opiniones, gustos y actitudes son diametralmente opuestos. En cuanto le muestra a la señora Lola, como la suele llamar, los muebles que ha elegido, ésta se echa las manos a la cabeza. Lorena ha escogido el mobiliario más recargado y, sin ninguna duda, más hortera que ha encontrado en el mercado, sobre todo porque la mezcla de estilos es espantosa. En el salón-comedor hay un aparador del tipo renacimiento castellano, junto a una mesa de acero y cristal y unas sillas Luis XV; es un conjunto que verlo daña la vista. Para el dormitorio la joven ha escogido una cama modelo rural adornada con una especie de grecas doradas que darían el cante en el mismísimo Partenón. Haciendo juego hay una coqueta modernista lacada en rojo y azul. Como rotundo contraste a la mezcla de estilos, en la cocina campea una brillante mesa de formica no se sabe si a juego con la vitrocerámica.
   La madre de Sergio trata de contenerse, pero en más de una ocasión se le escapa algún comentario pelín mordaz, que la joven va almacenando en su corto depósito de aguante. Cuando Lorena llega al punto de ebullición es al recordarle la buena de Lola que aún faltan las cortinas. Hasta aquí hemos llegado, se dice la joven, de ésta no paso.
- Mira, Lola – ya le ha apeado cualquier tratamiento -, eso de las cortinas y los visillos son una antigualla del tiempo de mis tatarabuelos. No hacen falta cortinajes ni nada que se les parezca. Las ventanas están para que entre la luz y el sol y para eso mejor es que no haya nada.
- Hija, una casa sin cortinas resulta muy desangelada. Darían al piso un aire de confort y una impresión muy cálida y hogareña – insiste Lola.
- Para confort ya tenemos todo ese montón de electrodomésticos que seguro que ni tú tienes en Madrid. Y lo de hogareño ya me encargo yo que lo sea. En una casa no hacen falta cortinas, lo que hace falta es una mujer que tenga contento a su hombre en la cama y de eso tu hijo no puede quejarse. O sea, que no vuelvas a darme la matraca con lo de las dichosas cortinas.

   El rifirrafe no ha pasado a mayores porque Lola se ha mordido la lengua, pero sirve para que Lorena condene definitivamente a la madre de su chico. La define como una cateta pueblerina, al fin y al cabo es del pueblo, con ínfulas de señora de capital y que se cree que gusto como el de ella no lo tiene nadie. Y, además, una entrometida y una marimandona que lo mejor que puede hacer es volverse por donde vino. Aunque todo eso no se lo dice explícitamente, la buena de Lola no es tan lerda para comprender que la mujer que ha elegido su hijo no quiere verla a su lado ni en pintura. Sin pretender mostrar todo su desencanto, pero destilando amargura en cada una de sus palabras, se queja ante su hijo de la fría y controvertida acogida que le ha dispensado la joven.
- Hijo, créeme que lo siento, pero no hay manera de que me entienda con tu chica. Cosa que digo o consejo que sugiero todo es mal recibido.
- Lo siento, mamá, pero lo que me ha dicho Lorena es justo lo opuesto. Según ella eres tú la que sistemáticamente le lleva la contraria.
- Te aseguro, hijo, que eso no es cierto. Yo me limito a aconsejarle sobre cómo quedaría mejor la casa, pero nunca he pretendido imponer mi criterio. La última palabra siempre se la dejo a ella, al fin y al cabo vais a ser vosotros los que viviréis en ella.
- Mamá, creo que lo mejor es que dejes de aconsejarla. Ten en cuenta que pertenecéis a dos generaciones distintas y, por tanto, vuestros gustos son muy diferentes.
- Entiendo y acepto que mis gustos no pueden ser los mismos que tenéis vosotros, pero hay cosas que no son cuestión de ser de una u otra generación. Por ejemplo, lo de las cortinas, ¿tú has visto algún piso, donde haya un ama de casa como Dios manda, que no tenga cortinas en las ventanas?
- Mira, mamá, puedo estar de acuerdo contigo en lo de las cortinas y los dichosos visillos, pero si por ese motivo voy a tener a Lorena enfadada, mejor están las ventanas como ahora, sin nada. Y dicho esto, te voy a pedir dos cosas. Una es que no le des más la tabarra y la dejes hacer porque será lo mejor para todos. Y la otra es que no te disgustes, por favor te lo pido.

   Mustia y desolada, Lola se despide del hijo de sus entrañas y con la moral por los suelos se vuelve a Madrid. Al llegar a casa confiesa a su marido lo mucho que le preocupa el futuro de su hijo:
- Me parece, Lorenzo, que el chico ha tenido la peor suerte del mundo al enamorarse de esa muchacha. Es terca, vanidosa, manirrota y no tiene la más mínima idea de cómo se lleva una casa. Y en cuanto a gusto, no sé ni cómo calificarla. Ha puesto un apartamento que está a medio camino entre una barraca de feria y el museo de los horrores. Solo de recordarlo se me ponen los pelos como escarpias.
- Bueno, mujer, no será para tanto – contemporiza el marido -. Es una chica joven y no puede tener los mismos gustos que tú.
- Lo de menos va a ser que tenga mal gusto, que lo tiene a toneladas. Lo peor es que temo que lleve a nuestro hijo por el mal camino. Bebe como una esponja y en el pueblo, por lo que me han contado, tiene fama de ligera de cascos y de que es una porrera. De ahí no puede salir nada bueno.
- Eso que cuentas es más preocupante, pero yo sigo confiando en nuestro hijo, en su carácter y en la firmeza de sus convicciones. Ya verás cómo antes de un año la ha reconducido por el camino correcto. Dale tiempo al tiempo.
- Parece mentira que seas tan inocente, marido. ¿Es que no ves que el carácter y las convicciones de nuestro hijo se está yendo a chorros por el desagüe de su bragueta? – insiste la mujer poniéndose metafórica.
- No digas bobadas, Lola, que no es para tanto. Nuestro Sergio tiene la cabeza lo suficientemente bien amueblada para saber reconducir la deriva que tome esa muchacha, mucho más allá de los jueguecitos de cama.
- ¡Ay, Lorenzo, no aprenderás nunca!, como eres tan buena persona crees que toda la gente tiene tan buenos sentimientos como tú.
- No se trata de sentimientos, sino de creencias, de convicciones, de actitudes. Y nuestro hijo los tiene lo suficientemente arraigados para que ninguna cara más o menos bonita sea capaz de cambiarlos.
- ¡Qué ingenuo eres, marido!