Los padres de Sergio estaban deseando tener
la mínima excusa para reconciliarse con su hijo. Tras la intervención del
abuelo, han hablado por teléfono y han quedado en que irán a Senillar el
próximo puente. Incluso Lola se ha ofrecido quedarse unos días en el pueblo
para poder ayudar a Lorena a instalar la casa. A la joven no le ha hecho
ninguna gracia la propuesta, pero por una vez opta por la prudencia y se calla.
El reencuentro de Sergio y sus padres es un
momento de especial emoción para todos ellos. El padre se pone solemne, la
madre no puede contener unas lágrimas y el mismo chico siente que un nudo se le
forma en la garganta. Lorena mira a los tres como si fueran marcianos. No sabe
a cuento de qué viene tanta emoción y tanta palabrería tierna, a ella todo
aquello le parece una pura pantomima. Se acuerda de que, cuando era pequeña,
sus padres se desplazaban anualmente a Francia durante la campaña de la
vendimia y ella se quedaba con los abuelos; estaban más de un mes sin verse,
pero no recuerda que ni sus padres ni ella montasen el cirio que están armando
Sergio y sus viejos.
Como se temía la joven, desde el primer
momento no congenia con su futura suegra, sus opiniones, gustos y actitudes son
diametralmente opuestos. En cuanto le muestra a la señora Lola, como la suele
llamar, los muebles que ha elegido, ésta se echa las manos a la cabeza. Lorena
ha escogido el mobiliario más recargado y, sin ninguna duda, más hortera que ha
encontrado en el mercado, sobre todo porque la mezcla de estilos es espantosa.
En el salón-comedor hay un aparador del tipo renacimiento castellano, junto a
una mesa de acero y cristal y unas sillas Luis XV; es un conjunto que verlo
daña la vista. Para el dormitorio la joven ha escogido una cama modelo rural
adornada con una especie de grecas doradas que darían el cante en el mismísimo
Partenón. Haciendo juego hay una
coqueta modernista lacada en rojo y azul. Como rotundo contraste a la mezcla de
estilos, en la cocina campea una brillante mesa de formica no se sabe si a
juego con la vitrocerámica.
La madre de Sergio trata de contenerse, pero
en más de una ocasión se le escapa algún comentario pelín mordaz, que la joven
va almacenando en su corto depósito de aguante. Cuando Lorena llega al punto de
ebullición es al recordarle la buena de Lola que aún faltan las cortinas. Hasta
aquí hemos llegado, se dice la joven, de ésta no paso.
-
Mira, Lola – ya le ha apeado cualquier tratamiento -, eso de las cortinas y los
visillos son una antigualla del tiempo de mis tatarabuelos. No hacen falta
cortinajes ni nada que se les parezca. Las ventanas están para que entre la luz
y el sol y para eso mejor es que no haya nada.
-
Hija, una casa sin cortinas resulta muy desangelada. Darían al piso un aire de
confort y una impresión muy cálida y hogareña – insiste Lola.
- Para
confort ya tenemos todo ese montón de electrodomésticos que seguro que ni tú
tienes en Madrid. Y lo de hogareño ya me encargo yo que lo sea. En una casa no
hacen falta cortinas, lo que hace falta es una mujer que tenga contento a su
hombre en la cama y de eso tu hijo no puede quejarse. O sea, que no vuelvas a
darme la matraca con lo de las dichosas cortinas.
El rifirrafe no ha pasado a mayores porque Lola
se ha mordido la lengua, pero sirve para que Lorena condene definitivamente a la
madre de su chico. La define como una cateta pueblerina, al fin y al cabo es
del pueblo, con ínfulas de señora de capital y que se cree que gusto como el de
ella no lo tiene nadie. Y, además, una entrometida y una marimandona que lo
mejor que puede hacer es volverse por donde vino. Aunque todo eso no se lo dice
explícitamente, la buena de Lola no es tan lerda para comprender que la mujer
que ha elegido su hijo no quiere verla a su lado ni en pintura. Sin pretender
mostrar todo su desencanto, pero destilando amargura en cada una de sus
palabras, se queja ante su hijo de la fría y controvertida acogida que le ha
dispensado la joven.
-
Hijo, créeme que lo siento, pero no hay manera de que me entienda con tu chica.
Cosa que digo o consejo que sugiero todo es mal recibido.
- Lo
siento, mamá, pero lo que me ha dicho Lorena es justo lo opuesto. Según ella
eres tú la que sistemáticamente le lleva la contraria.
- Te
aseguro, hijo, que eso no es cierto. Yo me limito a aconsejarle sobre cómo
quedaría mejor la casa, pero nunca he pretendido imponer mi criterio. La última
palabra siempre se la dejo a ella, al fin y al cabo vais a ser vosotros los que
viviréis en ella.
-
Mamá, creo que lo mejor es que dejes de aconsejarla. Ten en cuenta que
pertenecéis a dos generaciones distintas y, por tanto, vuestros gustos son muy
diferentes.
-
Entiendo y acepto que mis gustos no pueden ser los mismos que tenéis vosotros,
pero hay cosas que no son cuestión de ser de una u otra generación. Por
ejemplo, lo de las cortinas, ¿tú has visto algún piso, donde haya un ama de
casa como Dios manda, que no tenga cortinas en las ventanas?
-
Mira, mamá, puedo estar de acuerdo contigo en lo de las cortinas y los dichosos
visillos, pero si por ese motivo voy a tener a Lorena enfadada, mejor están las
ventanas como ahora, sin nada. Y dicho esto, te voy a pedir dos cosas. Una es
que no le des más la tabarra y la dejes hacer porque será lo mejor para todos.
Y la otra es que no te disgustes, por favor te lo pido.
Mustia y desolada, Lola se despide del hijo
de sus entrañas y con la moral por los suelos se vuelve a Madrid. Al llegar a
casa confiesa a su marido lo mucho que le preocupa el futuro de su hijo:
- Me
parece, Lorenzo, que el chico ha tenido la peor suerte del mundo al enamorarse
de esa muchacha. Es terca, vanidosa, manirrota y no tiene la más mínima idea de
cómo se lleva una casa. Y en cuanto a gusto, no sé ni cómo calificarla. Ha
puesto un apartamento que está a medio camino entre una barraca de feria y el
museo de los horrores. Solo de recordarlo se me ponen los pelos como escarpias.
-
Bueno, mujer, no será para tanto – contemporiza el marido -. Es una chica joven
y no puede tener los mismos gustos que tú.
- Lo
de menos va a ser que tenga mal gusto, que lo tiene a toneladas. Lo peor es que
temo que lleve a nuestro hijo por el mal camino. Bebe como una esponja y en el pueblo,
por lo que me han contado, tiene fama de ligera de cascos y de que es una
porrera. De ahí no puede salir nada bueno.
- Eso
que cuentas es más preocupante, pero yo sigo confiando en nuestro hijo, en su
carácter y en la firmeza de sus convicciones. Ya verás cómo antes de un año la
ha reconducido por el camino correcto. Dale tiempo al tiempo.
- Parece
mentira que seas tan inocente, marido. ¿Es que no ves que el carácter y las
convicciones de nuestro hijo se está yendo a chorros por el desagüe de su
bragueta? – insiste la mujer poniéndose metafórica.
- No
digas bobadas, Lola, que no es para tanto. Nuestro Sergio tiene la cabeza lo
suficientemente bien amueblada para saber reconducir la deriva que tome esa
muchacha, mucho más allá de los jueguecitos de cama.
- ¡Ay,
Lorenzo, no aprenderás nunca!, como eres tan buena persona crees que toda la
gente tiene tan buenos sentimientos como tú.
- No
se trata de sentimientos, sino de creencias, de convicciones, de actitudes. Y
nuestro hijo los tiene lo suficientemente arraigados para que ninguna cara más
o menos bonita sea capaz de cambiarlos.
- ¡Qué
ingenuo eres, marido!