"Los Carreño"

Este blog guarda cinco novelas cuyo autor es Zacarías Ramo Traver. Una trilogía sobre Torreblanca (Castellón): “Las dos guerras de Aurelio Ríos”, la guerra civil en ese pueblo mediterráneo. “La pertinaz sequía”, la vida de la posguerra. “Apartamento con vistas al mar”, el boom inmobiliario y la crisis del 2008. “El robo del Tesoro Quimbaya”, el hurto de unas joyas precolombinas del Museo de América. “Una playa aparentemente tranquila”, un encausado del caso ERE, huyendo de la justicia, se refugia en una recóndita playa (Torrenostra). Salvo la primera, las demás están en forma de episodios. Ahora está publicando otra novela en episodios, Los Carreño, que es la historia de dos generaciones de una familia real e irrepetible, entre 1889 y 1949, período en el que suceden hechos tan significativos como: el Desastre del 98, la I Guerra Mundial, la Revolución Rusa, la aparición del fascismo, la Guerra de África, la Dictablanda, la II República, la Guerra Civil y el franquismo.

viernes, 22 de noviembre de 2019

131. ¿Quién dijo que Torrenostra era una playa demasiado tranquila?


   En su última reunión veraniega, la cuadrilla de jubilados está poniendo a caldo la justicia española. Las doctorales explicaciones de Grandal sobre las penas que pueden caerles a los coautores, que de un modo u otro indujeron al fallecimiento de Salazar, han terminado por soliviantarles. De haberlo sabido, piensa más de uno, no hubiesen puesto tanto empeño en ayudar al excomisario a descubrir qué pasó la tarde de la Asunción. Se despiden hasta dentro de unos días en que volverán a verse en Madrid. De hecho, ya se han citado para echar la primera partida de dominó de la temporada en el Centro de Mayores de Moncloa-Aravaca. Al fin de la charla, Álvarez insiste en que deberían cenar juntos, para luego poder jugar la última nocturna, pero Grandal no acepta la invitación.
-No insistas, Luis. Le prmetí a Chelo que la sacaria a cenar y no veas la que me puede montar si no cumplo, ¡pues buena es la señora, se pondría como una pantera en celo! Además, no me necesitáis para la partida. Si voy, uno tendría que quedarse de mirón y eso es algo que no mola, como dice la gente joven. Por tanto, daros todos por abrazados y en poco más de setenta y dos horas nos vemos en el Paseo de Moret. Pedro, espero que te unas a esta panda de carcamales y que también seas de la partida. No te conocía, pero para  mí ya eres uno de los nuestros. Te lo has ganado a pulso. Y ciao como diría il mio amico Paolo..
   Como a Chelo le chifla la cocina italiana, Grandal la ha llevado al Il Peccato, posiblemente el  mejor restaurante italiano de Marina d´Or, cuyo interior climatizado es algo que se agradece en esta noche del 30 de agosto en que el sol ha castigado de lo lindo. Hacia mitad de la cena, suena el móvil del excomisario. Es Álvarez.
-Luis, dime.
-Me acaba de llamar Pedro. Me cuenta que mañana van a dar sepultura a Salazar en el cementerio de Torreblanca. Me ha pedido que te lo diga. Lo he hablado con el resto de la panda y hemos quedado en que iremos a darle el último adiós al pobre Curro. Se lo debemos de alguna manera. Te digo esto por si quieres apuntarte. La ceremonia, que se celebrará a las nueve, será breve según dice. A las diez podrías estar en camino porque el cementerio está al lado de la entrada a la AP-7.
-Gracias por la invitación, pero no me gustan los camposantos. Quizá porque he tenido que visitar demasiados a lo largo de mi carrera. Ya me contaréis como fue la inhumación.
   En cuanto Grandal apaga el móvil, Chelo, curiosa siempre, pregunta:
-¿A qué te invitaba Luis?
   Grandal le explica lo que le ha contado Álvarez.
-Ah…, y por lo que le has contestado no piensas ir, ¿verdad? Pues a mí me parece que harás mal. Deberías estar en el entierro, es lo último que podrás hacer por alguien que te ha tenido tan entretenido estos últimos quince días. Creo que de algún modo se lo debes –Chelo sin saberlo repite lo mismo que ha dicho Luis.
-Habíamos quedado en salir a primera hora –se excusa Grandal.
-¿A qué hora es el entierro y cuánto dura? –quiere saber Chelo.
-A las nueve de la mañana y según Pedro será una ceremonia breve.
-Podrías hacer una cosa. Te vas al entierro y, mientras, yo voy cerrando las maletas y me arreglo. Luego me recoges. Como no nos espera nadie que más da que lleguemos a Madrid a una hora que otra. Naturalmente, si tú quieres, si no pues aquí paz y después gloria.
   Grandal conoce demasiado bien a su pareja como para no saber que lo que le propone es algo más que una sugerencia. Curiosamente, su novia siente un extraño respeto por todo lo que rodea a la muerte, por ello no le sorprende en absoluto la postura de Chelo. Y piensa que no es este momento de llevarle la contraria.
-Sabes, es una buena idea, no lo había pensado. Ahora mismo llamo a Luis y le pregunto cómo ir al cementerio.
   Hacia las ocho y pico de la mañana del 31 de agosto, Grandal se dirige al cementerio de Torreblanca. Según le explicó Álvarez, debe llegar hasta el final de la calle San Jaime y luego, a la altura de un jardincillo pegado a la N-340, debe coger un pequeño túnel a la izquierda que pasa por debajo de la nacional y que le conducirá al camposanto municipal. Grandal sigue las indicaciones que le ha dado su amigo y tras un corto recorrido llega al cementerio. En la puerta, y a la sombra de unos corpulentos pinos, hay dos corrillos de gente. Uno es el formado por sus amigos, en el otro están el sargento Bellido, el hijo de Salazar y un sacerdote revestido con una casulla morada. Algo más alejado, y sentado en un ribazo de piedra, está un monaguillo ataviado con un roquete blanco y portando una cruz. Grandal saluda con la mano a sus amigos, pero se encamina al grupo del sargento. A quien primero se dirige es al hijo del difunto.
-Aunque ya te lo di en su día lo repito: mi más sentido pésame, Francisco José.
-Grasias, don Jasinto.
-Sargento, celebro volver a saludarte.
-A sus órdenes, comisario, no creía que volvería a verle, pero ya sabe que siempre es bien recibido. Permítame presentarle al señor cura párroco, mosén Joao. Páter –dice dirigiéndose al eclesiástico- le presento a don Jacinto Grandal, comisario retirado del Cuerpo General de Policía, a quien gracias a su inestimable ayuda hemos podido desentrañar lo ocurrido en las últimas horas de vida del difunto.
   Grandal no quiere entrar en el tema, ya ha sido bastante indiscreto Bellido, por lo que cambia de tercio.
-El nombre de Joao me suena a portugués, páter.
-Es que lo soy –contesta el sacerdote, dueño de una oronda figura, en un español impecable.
   Ahora a quien se dirige Grandal otra vez es a Francisco José:
-¿Tu madre no quería inhumarle en Sevilla?
-Sí, ¿pero sabe usté lo que cuesta er traslado hasta allí? Pues una fortuna. Y no tenemos pasta pa ese gasto. Por eso lo vamos a enterrar aquí, grasias a las gestiones der señor sargento y a la generosa ayuda de la señora Eulalia –explica el joven.
   Grandal mira su reloj, pasan algo más de las nueve.
-Me habían dicho que la ceremonia comenzaría a las nueve.
-Así estaba previsto. Estamos esperando al furgón que trae el cuerpo desde el Instituto Anatómico Forense de Castellón. Igual han cogido la 340 para ahorrarse el peaje de la autopista y con la nacional nunca puedes calcular el tiempo de viaje, y más un día como hoy con la operación retorno a tope –informa el guardia civil.
-¿Así que usted veranea aquí? –pregunta el párroco.
-No, veraneo en Marina d´Or, pero vengo a menudo pues tengo unos amigos. Y después de conocer Torrenostra me estoy pensando seriamente cambiar el próximo verano, aunque haya gente que diga que esta es una playa demasiado tranquila.
-Que sea tranquila no es sinónimo de que sea aburrida –puntualiza el párroco.
-¡Me lo va a decir a mí! –Exclama Grandal-. Hacía años que no me entretenía tanto en verano como este agosto en Torrenostra… Y ahora ruego que me disculpen, pero he de saludar a mis amigos.
   La cuadrilla de jubilados está escuchando atentamente algo que explica Pedro. Al acercarse Grandal, Ramo interrumpe su exposición.
-Al final te decidiste –es el saludo de Álvarez.
-En honor a la verdad la que me decidió fue Chelo.
-Yo creía que vendría más gente –cuchichea Ballarín.
-Yo, también –afirma Ramo-. De hecho, la señora Eulalia me dijo ayer que pensaba venir con algunos de sus empleados, pero dado el día que es no habrá podido.
-Si tenemos en cuenta que el pobre Salazar era un perfecto desconocido, que a su entierro asistan siete personas, sin contar al cura y al monaguillo, no está nada mal –valora Ponte.
-Te he cortado, Pedro, ¿qué estabas contando? –pregunta Grandal.
-Les explicaba que aquella cruz que hay allí es la antigua Cruz de los Caídos que un jefe local de la Falange que mandaba mucho hizo construir. Estaba en el centro de la Plaza de la Iglesia, entonces el piso era de tierra y allí jugábamos al gua, a los bolos y al bòlit, juegos que prácticamente han desaparecido. El monumento era mucho más grande, pues como base la cruz tenía un cubo de piedra artificial cuya parte delantera era un plano inclinado por el que resbalábamos los críos. También habían dos fuentecillas laterales de las que nunca vi manar agua…
   El viejo torreblanquí no puede terminar sus recuerdos, pues un furgón a bastante velocidad casi derrapa al frenar bruscamente a la entrada del cementerio. Es el vehículo de la funeraria. Uno de los dos hombres que van en la cabina desciende y acercándose al grupito del sargento saluda al eclesiástico.
-Buenos días, mosén Joao. Perdone si les hemos hecho esperar. Se nota que estamos en plena operación retorno y la 340 está imposible de tráfico. ¿Hay algún familiar del difunto?
   Tímidamente, Francisco José levanta la mano.
-Soy el hijo.
-Le acompaño en el sentimiento. ¿Quiere verle por última vez?
-¡Ojú, no! –responde secamente el chico para añadir-. Prefiero recordarlo como era en vida….
-Entonces, mosén, cuando usted diga –pide el de la funeraria.
   El párroco llama al escolano y se improvisa la comitiva. Encabezándola va el acólito con la cruz y detrás el sacerdote, luego el furgón funerario tras el que se sitúa Francisco José, algo escorado a su izquierda se coloca el sargento y unos pasos más atrás la cuadrilla de jubilados.
La comitiva se detiene cuando llega a donde está el nicho en el que reposará el cuerpo del difunto. Allí, y a una distancia de respeto, aguardan dos personas en traje de faena. Los sepultureros, piensa Ponte, siempre son los últimos que se suman al final de la aventura de la vida. El sacerdote reza sus preces y al terminar es el primero en dar el pésame al hijo del difunto. Le sigue el sargento y tras él los cinco jubilados. Grandal se despide del sargento y del párroco y se abraza con cada uno de sus amigos.
-¿Te volveremos a ver el próximo verano? –pregunta Álvarez.
   Grandal, por toda respuesta, se encoge de hombros, y va a entrar en el coche cuando de improviso se gira y encarándose con sus amigos les espeta con toda la ironía de que es capaz:
-¿Quién dijo que Torrenostra era una playa demasiado tranquila?

PD.- Hasta el próximo viernes en que publicaré el episodio 132. Epílogo, último de la novela
Una playa demasiado tranquila.