Bachir ha llevado a Sergio a
que conozca a sus amigos. Se trata de un grupo de norteafricanos, casi todos
marroquíes salvo un par de tunecinos. La primera conclusión que saca Sergio es
que no parece que el grupo se dedique al narcotráfico pues van todos pobremente
vestidos y no se les ve ninguna de las joyas a las que tan aficionados son los
narcos: ostentosos anillos, recargadas pulseras, aparatosos relojes y demás
signos de opulencia. Si algo los hermana, además de su desaliño indumentario,
son las frondosas y descuidadas barbas que todos lucen y que les asemeja más a
un grupo de islamistas que a otra cosa.
Con un florido parloteo y dando
muchos rodeos, el que parece que lidera el grupo de magrebíes, un tal Abdelhakim,
le pide a Sergio, en un excelente español pues es originario de Melilla, que
quiere que les ayude. A falta de otra clase de trabajo se dedican a recoger
chatarra.
- ¿Me necesitáis para recoger chatarra? – se extraña Sergio.
- Para recogerla no, para venderla – Es la respuesta de Abdelhakim -.
Los chatarreros no se fían de nosotros, dicen que la robamos. Nos ven como a
extranjeros, pobres y encima africanos, por eso desconfían de nosotros, nos
ponen muchas pegas y nos hacen mil preguntas. Todo ello les sirve como excusa
para pagarnos una miseria. Hemos llegado a la conclusión de que si en el grupo
tuviéramos un español, que fuera el que tratara con ellos, conseguiríamos
mejores precios.
- ¿Y por qué yo y no otro? – recela Sergio.
- Porque Bachir nos contó que sabes de cuentas, que eres honrado y buena
persona y, lo más importante para nosotros, que tratas a los africanos con el
mismo rasero que a tus compatriotas.
A Sergio le ha complacido la
respuesta del líder del grupo de magrebíes por lo que su siguiente pregunta
tiene un cariz muy distinto:
- ¿Y se saca mucha pasta?
- Depende de lo que se encuentre - explica el marroquí -. La que está
mejor pagada es la chatarra metálica, especialmente el cobre, pero no le
hacemos asco a nada con lo que podamos ganar unos euros. Ah, lo que sacamos lo
repartimos a pachas, salvo una parte que se la enviamos a nuestro imán.
Sergio no lo piensa más y
acepta. Hay mucha gente que se dedica a recoger chatarra y desperdicios de toda
laya. Cuando se lo cuenta, Lorena también lo anima a echarles una mano a los
moros, si se gana unos talegos les vendrá de perlas.
- Supongo que les habrás dicho que sí.
- Pues claro, pero no estoy demasiado seguro de que se pueda conseguir
un buen dinero con semejante tarea.
- Mi abuela María solía repetir que poco da hilar, pero menos mirar. Y
entre estar tocándote las pelotas o de cháchara con los jubilatas y buscar
chatarra algo sacarás.
- Razón tienes. Será cuestión de probar.
En la primera salida, una noche
cerrada, se dirigen a un solar vallado con tela de alambre en la que con una
cizalla hacen un boquete para entrar. El hecho pone en guardia a Sergio y por
un momento duda si continuar con el grupo, termina encogiéndose de hombros y
penetra en el vallado. En el centro de la parcela se yergue el armazón de un
edificio y una grúa como solitario centinela que lo vigila desde lo alto. No
encuentran muchos residuos metálicos, en cambio hay unas cuantas viguetas de
hormigón, un montón de rasillas y un contenedor con algo menos de media carga
de ladrillos. Uno de los magrebíes musita algo al oído de Bachir que lo traduce
a Sergio:
- Que volver con furgona a recoger - y señala el material esparcido.
En la siguiente noche, el
grupo, con Sergio ya integrado como uno más, vuelven a bordo de una cochambrosa
furgoneta en la que cargan los materiales esparcidos por el solar. La operación
reporta al grupo de chatarreros una buena cantidad. Sergio vuelve a casa
alborozado y muestra a Lorena los billetes.
- De puta madre, vete adónde el Perchas y compra una cajeta de maría,
unas papelinas y trae algo de alpiste que estoy seca. Ah, ten cuidado, no vayas
de gilí y te endiñe de la de alfalfa, y si sobra compra algo para echarle un
muerdo.
- No creo que alcance para papelinas – precisa Sergio que, en cualquier
caso, no tiene intención de comprarlas.
Días después realizan otra
salida. En esta ocasión es al punto limpio de la localidad. La valla que lo
circunda es alta y sólida, pero la cizalla cumple su función y la franquean sin
problema. Comienzan a rebuscar en los contenedores. Uno de los norteafricanos señala
el depósito de electrodomésticos, lo abren, está medio lleno de aparatos en
desuso. Abdelhakim dice algo en voz queda que Bachir traduce a Sergio:
- Dice que volver mañana con furgona.
El grupo sigue buscando sin
preocuparse demasiado de dejar rastro de su paso. Uno de los magrebíes da una
patada a un pequeño bidón de plástico que al volcarse derrama parte del aceite
que contenía y que le deja las zapatillas pringosas. Abdelhakim le hace un
gesto conminatorio como reprendiéndolo. Cuando ya no encuentran más chatarra
útil, el grupo, con el mismo sigilo que llegó, sale del recinto no sin antes recomponer
malamente con un alambre el corte hecho en la valla.
Al día siguiente, el grupo
vuelve al punto limpio con la misma y oxidada furgoneta de la otra vez. Intentan
entrar por donde el día anterior, pero han reparado la tela metálica. Como no
traen la cizalla, saltan la valla y van directamente a por el contenedor de
electrodomésticos. Cuando más enfrascados están en la búsqueda, inesperadamente
se encienden los focos que iluminan el recinto y unos guardias municipales
esgrimiendo sus defensas se precipitan hacia ellos conminándoles a grito pelado
a que no se muevan. Abdelhakim pega un bramido que el resto de magrebíes se
apresura a obedecer. A Sergio no le hace falta que se lo traduzcan, se trata de
salir del lugar lo más aprisa posible antes de que se convierta en una
ratonera.
Sergio se trastabilla, lo que
hace que sea el último en llegar a la valla, cuando está a punto de coronarla
uno de los municipales lo prende por un pie y tira de él. Sergio forcejea
tratando de soltarse.