"Los Carreño"

Este blog guarda cinco novelas cuyo autor es Zacarías Ramo Traver. Una trilogía sobre Torreblanca (Castellón): “Las dos guerras de Aurelio Ríos”, la guerra civil en ese pueblo mediterráneo. “La pertinaz sequía”, la vida de la posguerra. “Apartamento con vistas al mar”, el boom inmobiliario y la crisis del 2008. “El robo del Tesoro Quimbaya”, el hurto de unas joyas precolombinas del Museo de América. “Una playa aparentemente tranquila”, un encausado del caso ERE, huyendo de la justicia, se refugia en una recóndita playa (Torrenostra). Salvo la primera, las demás están en forma de episodios. Ahora está publicando otra novela en episodios, Los Carreño, que es la historia de dos generaciones de una familia real e irrepetible, entre 1889 y 1949, período en el que suceden hechos tan significativos como: el Desastre del 98, la I Guerra Mundial, la Revolución Rusa, la aparición del fascismo, la Guerra de África, la Dictablanda, la II República, la Guerra Civil y el franquismo.

viernes, 29 de junio de 2018

59. Que duro es ser duro


   La mañana del quince de agosto Carlos Espinosa ha estado muy atareado cavilando como desembarazarse de Salazar. Tras mucho reflexionar se ha decantado por envenenarle. Al pensar en venenos le vienen a la mente películas como Arsénico por compasión de Capra o Mar adentro de Amenabar en la que el protagonista se suicida con cianuro, pero ¿cómo hacerse con esos venenos? Después de mucho cavilar ha tenido que retrotraerse a su infancia y evocar cuando su madre mataba los ratones que pululaban por el sótano de la vivienda familiar esparciendo un matarratas. Puesto que solo guarda un borroso recuerdo de como manejaba la autora de sus días el raticida, entra en internet para documentarse. Descubre que los matarratas suelen estar compuestos por algún alimento base y un raticida. Que se deben colocar en pequeñas cantidades pues es más fácil que las ratas muerdan el cebo si es algo minúsculo y apetecible. Que los matarratas son productos tóxicos por lo que hay que usarlos con cuidado y pueden dar muchos problemas a la hora de manejarlos en casa. Y que suelen tardar en hacer efecto alrededor de seis o siete días lo que enfría su plan homicida, aunque se dice que le da igual el tiempo en que Salazar tarde en morirse, lo capital es que desaparezca. En otra web descubre que los matarratas pueden ser de diferentes formas como semillas, bloques o cilindros y de diversos tipos: de pasta, agudos, anticoagulantes, con vitamina D y de un sola ingesta, siendo estos últimos los más letales y de acción más rápida. Que se pueden elaborar de forma casera, siendo la receta más sencilla la mezcla de una taza de azúcar blanco, una taza de harina y otra de bicarbonato de sodio, pero que la mezcla más mortífera es la conformada mezclando mantequilla y ácido bórico en la proporción de un octavo de taza de ácido por cada 250 gramos de mantequilla. Igualmente descubre que los matarratas no solo se venden en droguerías, como creía, sino también en los supermercados y hasta encuentra una web que se titula Veneno para ratas Mercadona. En la misma web y para una acción rápida se recomiendan los venenos compuestos de brometalina que es un cianuro altamente pernicioso pues ataca el sistema nervioso central paralizando las ratas y causándoles la muerte. Incluso especifica el nombre de dos marcas comerciales que utilizan la brometalina, Fastrac y Talpirid. El primero viene en forma de cubos que pesan 128 gramos cada uno y que solo podría utilizarlo desmenuzándolo, lo que no le hace ninguna gracia ante el peligro de una posible intoxicación. El segundo se presenta en forma de lombriz y su principal obstáculo es que tiene un olor muy penetrante, pese a ello se decide por este último puesto que es más manejable, aunque se dice que tendrá que disolverlo en algún líquido que disimule el olor. Espinosa es consciente de que no es lo mismo el organismo humano que el de un roedor, pero es lo que tiene más a mano.
   Sin pensarlo más, busca el supermercado Mercadona más próximo y se acerca al mismo donde, además del raticida, compra varios productos caseros para despistar y una botella de coñac porque, según le contó el chico de Curro, es el licor que más le gusta a su padre y quizá disolviendo el veneno en la bebida se enmascare el olor. El malagueño ha pensado en llevar el coñac como regalo lo que propiciará la ocasión para probar el licor emponzoñado. Tras mezclar el raticida con el coñac se lava concienzudamente las manos, se cepilla las uñas y termina dándose una ducha para que no quede ni rastro de brometalina ni del fuerte olor.
   Como si invita a coñac y él no lo prueba canta mucho ha estado pensando en las maneras de escaquearse para no catar la bebida: hacer como que bebe pero sin llegar a trasegar el licor, derramarlo, decir que no puede probarlo porque está contraindicado para un medicamento que toma…Ninguna de esas excusas le convence demasiado, por lo que termina diciéndose que en su momento tendrá que improvisar. A lo que no le ha concedido mucho tiempo para pensarlo es a la forma de acceder a la habitación de Salazar, su llave para ello será Francisco José a quien tiene en el bolsillo desde que le prestó la Harley. Le llama, pero el móvil del chico no da señales de vida, como si estuviera apagado o sin batería. Es un contratiempo al que no da demasiada importancia.
   Debido al trajín con la cuestión de los venenos se le ha echado el mediodía encima. “¿Dónde almuerzo”?, se pregunta. Duda en si hacerlo en el hotel o irse directamente a Torreblanca para ver si localiza al joven Salazar. Piensa que lo más inteligente es lo último puesto que si no le echa el guante al chico puede tener problemas para poder ver personalmente al exsindicalista. Coge el coche y enfila la AP-7 en dirección norte. En el hotel Miramar, donde se aloja Francisco José, le informan que el joven no está en su habitación, tampoco saben decirle donde puede estar aunque le comentan que va casi todos los días a ver a su padre. Haciendo caso de la información se dirige a la playa, en el hostal Los Prados le indican que esa mañana no han visto al hijo del señor Martínez. Decide quedarse a comer, pero lamentablemente está todo reservado, salvo que espere hasta cerca de las cuatro. Desestima la propuesta y opta por darse un garbeo por el paseo marítimo y comer donde vea un hueco. Para su sorpresa, todo está lleno: restoranes, bares y chiringuitos están a tope. Esa playa que hasta ahora le había parecido un lugar paradisíaco por la ausencia de multitudes, parece que se ha transformado con el puente de la Asunción.
-¡Coño! – exclama Espinosa en voz alta-, ni que esto fuera Marbella. No cabe ni un alfiler más.
   Tras mucho buscar, en uno de los restoranes que no está en primera línea de playa encuentra una mesa libre. Mientras espera que el camarero le traiga la carta echa una mirada a la parte interior del local que también está abarrotada y se lleva la gran sorpresa cuando ve al que él conoce como Pako y con el que trabó una pasajera amistad en la travesía a las Islas Columbretes del día anterior. Está acompañado por una mujer, pero no es la misma que le acompañaba en el viaje al archipiélago. “¿Qué coño hace este fulano aquí?”, se pregunta. Cuando recuerda que puede ser el presunto ejecutor del plan B de sus patronos se le encoge el ánimo. “¿Estará aquí para cargarse a Salazar?, si fuera así, ¿qué debo hacer, adelantarme o dejarle el campo libre?”. Está en un tris de acercarse a saludarle y tirarle de la lengua, pero inmediatamente se da cuenta de lo disparatado de la idea. “¿Y qué le digo, piensas cepillarte a Salazar o me lo dejas a mí?”. No puede por menos que burlarse de sí mismo. “Este dichoso encargo me está sacando de mis casillas”. Hace todo lo contrario de su primer pensamiento y sin esperar a que llegue el camarero se levanta y discretamente abandona el local pues cree que el georgiano no se ha dado cuenta de su presencia dado que tiene puesta toda su atención en la joven que tiene a su vera. Marcha por el paseo marítimo en dirección norte a ver si encuentra donde almorzar. Pasa por delante de dos restoranes que también están hasta arriba de público, hasta que un par de manzanas más adelante se encuentra con uno en el que ve que en ese momento se levanta gente de una mesa, se acerca por si estuviera libre y una camarera contesta afirmativamente a su pregunta:
-Sí, la mesa está libre. Deme un minuto, cambio el mantel y pongo cubiertos limpios.
   Mientras aguarda se fija en el rótulo, está en un restorán que se llama La Gloria y que por lo que comen la mayoría de los comensales que hay a su alrededor debe ser una pizzería o un italiano. Cuando le traen la carta se confirma su suposición, lo que más abunda en ella son las pizzas aunque también hay otros apartados: de ensaladas, de crujientes, de embutidos y quesos tradicionales, de productos de la huerta y otro de carnes. Pide una ensalada de salmón con mango y un secreto ibérico. Está terminando el entrante cuándo el petardeo inconfundible de una Harley le hace levantarse para ver si es la que le prestó al chico de Salazar. Y en efecto así es. Y no va solo, lleva de paquete a una jovencita cubierta con el obligatorio casco de motorista, el resto de su atuendo es un sucinto biquini que apenas esconde nada. Le llama, pero el chico o no le ha oído o se ha hecho el sueco. El resto del almuerzo se lo pasa pensando en cómo podrá acceder a la habitación del exsindicalista sin la ayuda de su hijo. Sabe que las veintidós habitaciones del hostal están distribuidas entre la planta baja y el primer piso y que lo que ampulosamente llaman recepción se limita a un mueble que está en la propia cafetería-comedor en la planta baja. Todo lo cual presupone que colarse en cualquier habitación tiene que ser relativamente simple. Aun así, comienzan a invadirle las dudas y recelos. Envenenar a Salazar no va a ser tan fácil como se había planteado. Los problemas son varios: no parece que vaya a poder contar con el hijo para un acceso franco al cuarto, el tipo que puede tener un posible encargo de liquidar al exsindicalista está allí y el mismo efecto del veneno no está garantizado. “¿Y si Salazar no quiere probar el coñac que he manipulado?, ¿y si lo cata y el penetrante olor del raticida lo delata?, ¿y si…?”. De un imaginario palmetazo aparta esas ideas de su mente. No puede seguir así. Comienza a intuir que no tiene madera de sicario.
-¡Joder, que duro es ser duro! –dice en voz alta.
-¿Qué ha dicho el señor? –pregunta la camarera que le está presentando la cuenta.

PD.- Hasta el próximo viernes