Se acabó la playa, adiós al Mediterráneo. He
sentido despedirme del mar porque está haciendo un septiembre que casi parece
agosto. En todo el verano no ha estado el agua tan cálida y transparente como
ahora. Y encima sin el barullo de la gente. Pero no me gusta quedarme solo, mis
hijos han vuelto a Madrid y yo, como sigue el cubo a la soga a la que está atado,
me vuelvo con ellos. En este caso está claro quién es el cubo de la metáfora.
La capital de las Españas como siempre. Un
cielo de un azul velazqueño, una temperatura que ronda los treinta grados
(Celsius naturalmente), unas calles llenas de bullicio, especialmente de
guiris, y un conato de contaminación que amenaza con quedarse todo el invierno.
La primera salida fuera de mi chamberilero barrio
ha sido para celebrar un importante acontecimiento laboral en la vida de mi
primogénita. Fuimos, abuelo y padres y nietos, al centro en metro (a los críos
les encanta). Tomamos el aperitivo en una coqueta plaza cuyas distintas
denominaciones a lo largo de los dos últimos siglos son un reflejo de la
Historia de España. Su nombre tradicional era el de Plaza de Bilbao, que se
cambió durante la II República por el de Ruiz Zorrilla, un dirigente
republicano del siglo XIX. Durante la Guerra Civil, puesto que la plaza está
cerca del edificio de la Telefónica, por entonces el más alto de Madrid,
recibía muchos de los obuses que se disparaban contra la central telefónica por
lo que el castizo humor madrileño la llamaba la Plaza del Gua, en alusión al
juego de las canicas del mismo nombre. Tras la Guerra Civil pasó a llamarse Vázquez
de Mella, un pensador carlista muy del agrado de los vencedores del conflicto.
En 2015 la Federación Estatal de Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales y
el Colectivo Gay de Madrid propusieron cambiar el nombre de la plaza para
dedicarla a la memoria del entonces recientemente fallecido Pedro Zerolo,
político municipal que se significó en la reivindicación de los derechos de
dichos colectivos de los que formaba parte. Y así sigue llamándose hasta el
próximo vuelco político. Cómo verán, Madrid se moderniza.
Después del aperitivo, fuimos toda la
familia a ver una exposición sobre la máquina Enigma, aquel prodigio de la
inventiva alemana durante la II Guerra Mundial y que llevó de cabeza a los
servicios de inteligencia aliados hasta que un equipo de criptólogos
británicos, encabezados por el injustamente tratado Alan Turing, logró
descifrar sus claves. Estudios posteriores han llegado a evaluar que esa proeza
hizo que el conflicto se acortara en un par de años.
Almorzamos en un restaurante japonés. La
comida oriental no es precisamente una de mis debilidades, pero sí de mis
hijos. Puesto que estaba en minoría tuve que ceder y comer esos innumerables
platitos con unos contenidos difícilmente descriptibles y que hay que mojar en
salsa de soja o con wasabi para que sepan a algo. Confieso que no estuvo tan
mal, pero sigo prefiriendo la cocina mediterránea en la que siempre sabes lo
que estás comiendo.
Terminamos la tarde con un paseo por el piso
superior del Corte Inglés de Callao que tiene unas espléndidas vistas sobre el
Madrid de los Austrias. Y en donde mis nietos, que son la debilidad de su
abuelo, me pidieron unos helados, algo que con una temperatura de 32 grados era
perfectamente razonable.
Y aquí se termina este post. Adiós
Torrenostra, hola Madrid.