Hoy, en el universo católico, se conmemora
la Asunción de la Virgen María. Mis recuerdos sobre cómo se festejaba en mi
pueblo la festividad del 15 de agosto se remontan a la década de los cuarenta.
Tendría unos seis o siete años.
En aquella época, Torreblanca, como la
mayoría de los pueblos predominantemente agrícolas, vivía de espaldas al mar.
Sus habitantes, mayoritariamente labradores, vivían por, de y para la tierra.
Visitar el mar, que podía verse desde cualquier punto del municipio y de su entorno,
era algo que únicamente sucedía unos cuantos días al año, asociados a
determinadas festividades religiosas. Si no recuerdo mal eran: San Juan (24 de
junio), San Pedro (29 de junio), la Virgen del Carmen (16 de julio), San Jaime
(25 de julio), y la última, la Mare de
Deu d´Agost (literalmente, la Madre de Dios de Agosto) que se celebra tal
día como hoy.
Las familias escogían algunas de esas
fechas, no todas, para pasar un día festivo a orillas del Mediterráneo. Se
organizaba el viaje como toda una epopeya, pese a que la costa dista del pueblo
solamente tres kilómetros. Lo primero era preparar el carro con el que
cubrirían el trayecto. Todas las familias campesinas, que trabajaban una
agricultura minifundista, tenían un carro y su correspondiente animal de tiro,
generalmente un mulo o una mula, escaseaban los caballos y los asnos.
Precisamente era el carro el transporte más usado. Estaba formado por una caja
donde se aposentaban los pasajeros y se apoyaba en dos ruedas enormes. Casi
todo construido en madera con algunos soportes y barras de hierro para hacer
más firme el armazón. La suspensión era prácticamente inexistente por lo que
cada bache y desnivel del camino lo notabas directamente en las posaderas. El
sistema para enganchar el animal que tiraba del carro estaba formado por dos
varas o largueros entre los que se uncía al mulo mediante unos arneses con lo
que la caja quedaba en posición horizontal. Otro aparejo que se usaba esos días
era la llamada vela que consistía en una lona semicircular que servía de
resguardo contra el sol y que recordaba a las conocidas carretas de las
películas del oeste. Si la familia tenía perro, algo que era frecuente entre
los labradores, lo habitual era que lo llevaran atado con una cuerda en la
parte de atrás del carro.
Otra
preparación que tenía su aquel era escoger la ropa que se iba a llevar. Y no
crean que estoy hablando de tangas, bikinis, ni siquiera de simples bañadores,
no. La ropa que serviría para remojarse, que es lo que solían hacer, era para
las mujeres la combinación o enagua que se llevaba debajo del vestido
propiamente dicho para que el cuerpo no se transparentara. Como solían ser
telas livianas en cuanto se mojaban se pegaban al cuerpo revelando las curvas
de su portadora, algo que supongo que encalabrinaría a más de uno de aquellos
rústicos campesinos que para meterse en el agua portaban los típicos calzoncillos
de la época, largos, ajustados a los tobillos y a rayas grises o negras y
blancas. Tanto ellos como ellas no se bañaban, lo de los baños quedaba para los
señoritos y la gente de la ciudad; aquellos sufridos
labradores
de mi niñez se limitaban a remojarse. Le tenían al mar un respeto cuasi
reverencial, casi ninguno sabía nadar por lo que no se aventuraban mucho más
allá del agua a la altura de la cintura.
Quizá
la estampa que recuerdo con mayor nitidez de aquellos tan lejanos días es la
del baño de los animales de tiro. A media mañana o a media tarde, según se
desarrollaba la jornada, el jefe de la familia, ataviado con los calzoncillos que
he descrito, se metía en el agua llevando de la brida o riendas al mulo que les
había llevado hasta allí. Los animales eran tan poco partidarios del mar como
sus dueños y estos tenían que esforzarse para meter a la acémila hasta que el
agua les llegara a ambos costados. Entonces, con la mano o con un cubo el
acemilero echaba agua por encima del animal. Estaban convencidos, si mis
recuerdos siguen siendo fiables, de que ello servía para desparasitar a las
bestias.
A mediodía se comía al lado del mar. En la
mayoría de ocasiones se traían las viandas preparadas desde casa. Cuando era
así, la mayor parte de veces consistía en bocadillos regados por el vino, más
bien peleón, que contenía una bota de cuero y por el agua del inseparable
botijo que se guardaba en una zona sombreada para que el líquido no se
calentara. En las ocasiones más señaladas se preparaba una paella que no se
servía en platos, sino que se comía directamente de la paellera (en otro post
les hablaré de lo que recuerdo de aquellas paellas). La paella iba casi siempre
acompañada de una ensalada de lechuga, tomate y
cebolla.
Y para los postres se tomaba fruta pues el campo torreblanquino está lleno de
frutales de muchas clases. En junio no faltaban los melocotones, las ciruelas, los
albaricoques y las cerezas, pero la fruta preferida eran el melón y la sandía
que nunca se comían juntos. No me pregunten por qué, pues no lo sé. En julio, a
las anteriores frutas se añadían los higos y las diversas variedades de peras.
Y en agosto, había que sumar las distintas clases de manzanas y los membrillos,
aunque seguían siendo los reyes de los postres el melón (meló de tot l´any, literalmente melón de todo el año) y la sandía (meló d´Alger, literalmente melón de
Argel).
Y así transcurría la jornada hasta que al
atardecer aquellos carros con sus airosas velas retomaban el camino hacia el
pueblo y quizá no volvieran a visitar el mar hasta el siguiente año. Lo que he
descrito ha desaparecido. Para empezar el pueblo ya no es agrícola, ahora la
gente se gana la vida con la industria de servicios o de la cerámica. De la
agricultura minifundista de la zona solo quedan algunos campitos en los que
algunos jubilados se entretienen y complementan su magra pensión; han acabado
con ella los cultivos intensivos, los invernaderos y las ayudas comunitarias de
la UE. Por tanto, no hay campesinos y los carros y los animales de tiro ya no
son necesarios. De la forma de vestir de mis paisanos no digamos y sus
distracciones las satisfacen la televisión, internet y los teléfonos móviles.
Algo sí ha cambiado, Torreblanca ya no vive
de espaldas al mar (a la mar se dice
en valenciano pues siempre se habla de ella en femenino); más bien al contrario,
vive mirando al Mediterráneo pues sus playas se han convertido en una de las
pocas fuentes de ingresos que tiene el pueblo. Y además, como todo el mundo
está motorizado, los fines de semana especialmente las playas de Torrenostra
(así se llama el barrio marítimo de Torreblanca) se llenan de torreblanquins.
Esto que les he contado, me da la impresión
de que cuando faltemos la gente de mi generación se esfumara de la memoria
colectiva pues dudo mucho que esos viajes estén documentados. Esos son mis
recuerdos infantiles de tal día como hoy y de tiempos que no volverán. O tempora, o mores que diría Cicerón.
PD.- Hasta
el próximo post dominical en el que les voy a hablar de los ciclistas
veraniegos