"Los Carreño"

Este blog guarda cinco novelas cuyo autor es Zacarías Ramo Traver. Una trilogía sobre Torreblanca (Castellón): “Las dos guerras de Aurelio Ríos”, la guerra civil en ese pueblo mediterráneo. “La pertinaz sequía”, la vida de la posguerra. “Apartamento con vistas al mar”, el boom inmobiliario y la crisis del 2008. “El robo del Tesoro Quimbaya”, el hurto de unas joyas precolombinas del Museo de América. “Una playa aparentemente tranquila”, un encausado del caso ERE, huyendo de la justicia, se refugia en una recóndita playa (Torrenostra). Salvo la primera, las demás están en forma de episodios. Ahora está publicando otra novela en episodios, Los Carreño, que es la historia de dos generaciones de una familia real e irrepetible, entre 1889 y 1949, período en el que suceden hechos tan significativos como: el Desastre del 98, la I Guerra Mundial, la Revolución Rusa, la aparición del fascismo, la Guerra de África, la Dictablanda, la II República, la Guerra Civil y el franquismo.

miércoles, 15 de agosto de 2018

*** Recuerdos de tiempos que no volverán: la Mare de Deu d`Agost


   Hoy, en el universo católico, se conmemora la Asunción de la Virgen María. Mis recuerdos sobre cómo se festejaba en mi pueblo la festividad del 15 de agosto se remontan a la década de los cuarenta. Tendría unos seis o siete años.
   En aquella época, Torreblanca, como la mayoría de los pueblos predominantemente agrícolas, vivía de espaldas al mar. Sus habitantes, mayoritariamente labradores, vivían por, de y para la tierra. Visitar el mar, que podía verse desde cualquier punto del municipio y de su entorno, era algo que únicamente sucedía unos cuantos días al año, asociados a determinadas festividades religiosas. Si no recuerdo mal eran: San Juan (24 de junio), San Pedro (29 de junio), la Virgen del Carmen (16 de julio), San Jaime (25 de julio), y la última, la Mare de Deu d´Agost (literalmente, la Madre de Dios de Agosto) que se celebra tal día como hoy.
   Las familias escogían algunas de esas fechas, no todas, para pasar un día festivo a orillas del Mediterráneo. Se organizaba el viaje como toda una epopeya, pese a que la costa dista del pueblo solamente tres kilómetros. Lo primero era preparar el carro con el que cubrirían el trayecto. Todas las familias campesinas, que trabajaban una agricultura minifundista, tenían un carro y su correspondiente animal de tiro, generalmente un mulo o una mula, escaseaban los caballos y los asnos. Precisamente era el carro el transporte más usado. Estaba formado por una caja donde se aposentaban los pasajeros y se apoyaba en dos ruedas enormes. Casi todo construido en madera con algunos soportes y barras de hierro para hacer más firme el armazón. La suspensión era prácticamente inexistente por lo que cada bache y desnivel del camino lo notabas directamente en las posaderas. El sistema para enganchar el animal que tiraba del carro estaba formado por dos varas o largueros entre los que se uncía al mulo mediante unos arneses con lo que la caja quedaba en posición horizontal. Otro aparejo que se usaba esos días era la llamada vela que consistía en una lona semicircular que servía de resguardo contra el sol y que recordaba a las conocidas carretas de las películas del oeste. Si la familia tenía perro, algo que era frecuente entre los labradores, lo habitual era que lo llevaran atado con una cuerda en la parte de atrás del carro.
   Otra preparación que tenía su aquel era escoger la ropa que se iba a llevar. Y no crean que estoy hablando de tangas, bikinis, ni siquiera de simples bañadores, no. La ropa que serviría para remojarse, que es lo que solían hacer, era para las mujeres la combinación o enagua que se llevaba debajo del vestido propiamente dicho para que el cuerpo no se transparentara. Como solían ser telas livianas en cuanto se mojaban se pegaban al cuerpo revelando las curvas de su portadora, algo que supongo que encalabrinaría a más de uno de aquellos rústicos campesinos que para meterse en el agua portaban los típicos calzoncillos de la época, largos, ajustados a los tobillos y a rayas grises o negras y blancas. Tanto ellos como ellas no se bañaban, lo de los baños quedaba para los señoritos y la gente de la ciudad; aquellos sufridos
labradores de mi niñez se limitaban a remojarse. Le tenían al mar un respeto cuasi reverencial, casi ninguno sabía nadar por lo que no se aventuraban mucho más allá del agua a la altura de la cintura.
   Quizá la estampa que recuerdo con mayor nitidez de aquellos tan lejanos días es la del baño de los animales de tiro. A media mañana o a media tarde, según se desarrollaba la jornada, el jefe de la familia, ataviado con los calzoncillos que he descrito, se metía en el agua llevando de la brida o riendas al mulo que les había llevado hasta allí. Los animales eran tan poco partidarios del mar como sus dueños y estos tenían que esforzarse para meter a la acémila hasta que el agua les llegara a ambos costados. Entonces, con la mano o con un cubo el acemilero echaba agua por encima del animal. Estaban convencidos, si mis recuerdos siguen siendo fiables, de que ello servía para desparasitar a las bestias.
   A mediodía se comía al lado del mar. En la mayoría de ocasiones se traían las viandas preparadas desde casa. Cuando era así, la mayor parte de veces consistía en bocadillos regados por el vino, más bien peleón, que contenía una bota de cuero y por el agua del inseparable botijo que se guardaba en una zona sombreada para que el líquido no se calentara. En las ocasiones más señaladas se preparaba una paella que no se servía en platos, sino que se comía directamente de la paellera (en otro post les hablaré de lo que recuerdo de aquellas paellas). La paella iba casi siempre acompañada de una ensalada de lechuga, tomate y  
cebolla. Y para los postres se tomaba fruta pues el campo torreblanquino está lleno de frutales de muchas clases. En junio no faltaban los melocotones, las ciruelas, los albaricoques y las cerezas, pero la fruta preferida eran el melón y la sandía que nunca se comían juntos. No me pregunten por qué, pues no lo sé. En julio, a las anteriores frutas se añadían los higos y las diversas variedades de peras. Y en agosto, había que sumar las distintas clases de manzanas y los membrillos, aunque seguían siendo los reyes de los postres el melón (meló de tot l´any, literalmente melón de todo el año) y la sandía (meló d´Alger, literalmente melón de Argel).
   Y así transcurría la jornada hasta que al atardecer aquellos carros con sus airosas velas retomaban el camino hacia el pueblo y quizá no volvieran a visitar el mar hasta el siguiente año. Lo que he descrito ha desaparecido. Para empezar el pueblo ya no es agrícola, ahora la gente se gana la vida con la industria de servicios o de la cerámica. De la agricultura minifundista de la zona solo quedan algunos campitos en los que algunos jubilados se entretienen y complementan su magra pensión; han acabado con ella los cultivos intensivos, los invernaderos y las ayudas comunitarias de la UE. Por tanto, no hay campesinos y los carros y los animales de tiro ya no son necesarios. De la forma de vestir de mis paisanos no digamos y sus distracciones las satisfacen la televisión, internet y los teléfonos móviles.
   Algo sí ha cambiado, Torreblanca ya no vive de espaldas al mar (a la mar se dice en valenciano pues siempre se habla de ella en femenino); más bien al contrario, vive mirando al Mediterráneo pues sus playas se han convertido en una de las pocas fuentes de ingresos que tiene el pueblo. Y además, como todo el mundo está motorizado, los fines de semana especialmente las playas de Torrenostra (así se llama el barrio marítimo de Torreblanca) se llenan de torreblanquins.
   Esto que les he contado, me da la impresión de que cuando faltemos la gente de mi generación se esfumara de la memoria colectiva pues dudo mucho que esos viajes estén documentados. Esos son mis recuerdos infantiles de tal día como hoy y de tiempos que no volverán. O tempora, o mores que diría Cicerón.

PD.- Hasta el próximo post dominical en el que les voy a hablar de los ciclistas veraniegos