"Los Carreño"

Este blog guarda cinco novelas cuyo autor es Zacarías Ramo Traver. Una trilogía sobre Torreblanca (Castellón): “Las dos guerras de Aurelio Ríos”, la guerra civil en ese pueblo mediterráneo. “La pertinaz sequía”, la vida de la posguerra. “Apartamento con vistas al mar”, el boom inmobiliario y la crisis del 2008. “El robo del Tesoro Quimbaya”, el hurto de unas joyas precolombinas del Museo de América. “Una playa aparentemente tranquila”, un encausado del caso ERE, huyendo de la justicia, se refugia en una recóndita playa (Torrenostra). Salvo la primera, las demás están en forma de episodios. Ahora está publicando otra novela en episodios, Los Carreño, que es la historia de dos generaciones de una familia real e irrepetible, entre 1889 y 1949, período en el que suceden hechos tan significativos como: el Desastre del 98, la I Guerra Mundial, la Revolución Rusa, la aparición del fascismo, la Guerra de África, la Dictablanda, la II República, la Guerra Civil y el franquismo.

miércoles, 29 de agosto de 2018

*** Fiestas patronales en la Torreblanca de hace 70 años


   En la nominalmente católica España todos los pueblos y ciudades tienen un santo patrón, en Torreblanca es San Bartolomé cuya festividad se celebra el 24 de agosto. La tradición marca que desde dicha fecha (hay años que uno o dos días antes) hasta fines de agosto se desarrollen las fiestas en honor del santo y para el divertimento y goce de mis paisanos.
   Mis recuerdos infantiles marcan el 24 como la fecha grande de los festejos. El día comenzaba con una despertà por los músicos de la dulzaina y el tamboril. Hacia las 12 una misa solemne en la que predicaba un orador sagrado de algún renombre. En las familias era el día de comer paella o alguna comida fuera de lo habitual. Por la tarde se sacaba al santo en procesión presidida por el párroco y las primeras autoridades locales (Ayuntamiento, juez de paz y comandante del puesto de la Guardia Civil). Por la noche había baile en la plaza mayor. Al día siguiente, el 25, la fiesta se dedicaba al Santísimo Sacramento, muy ligado al único hecho de relevancia de la historia local. El programa era similar al del día anterior con un añadido: se subastaban los carros y carafales con los que se iba a construir la artesana plaza de toros radicada en el emplazamiento de los que siempre se llamó Plaza de Ramón y Cajal. El acto, presidido por el concejal de festejos y auxiliado por un oficial administrativo del Ayuntamiento, concitaba mucha expectación. Lo que se licitaba era lo que podríamos llamar el solar donde emplazar los carros de los labriegos.
   El 26 se construía la plaza de toros, de forma rectangular, cuya estructura la formaban los carros de los labradores y se remataba con toda suerte de tablas, tablones, sogas y clavos. El resultado final era de una dudosa solidez, pero que solía aguantar todas las fiestas. A partir de ese día el núcleo de los festejos eran los toros, els bous serrils, mientras lucía el sol, y la verbena o las atracciones artísticas que actuaban en la plaza de toros reconvertida en un teatro al aire libre. Una noche se solía montar el espectáculo, más aparente que bonito, del bou embolad. Un armatoste en la cabeza del animal con dos bolas de brea que eran encendidas y que provocaban que el animal corriera de aquí para allá supongo que con la intención de quitársela o, al menos, que se apagasen. No era un espectáculo demasiado edificante.
   Los llamados bous serrils o reals eran realmente reses semibravas que se toreaban en las fiestas patronales de la mitad de pueblos de la provincia y entre las que abundaban más las vaquillas que los toros, porque un cornúpeta toreado de más de 400 kilos tiene más peligro que una banda de talibanes a los que se les ha mentado a su profeta. Por la mañana, rigurosamente a las 12 h., se celebraba la entrà (la entrada), un remedo de los encierros de San Fermín en Pamplona pero con mucho menos morbo. Por la calle de San Antonio (tradicionalmente llamado el Rabal) corrían las reses acompañadas a prudente distancia de los mozos. Una vez metidas en el corral instalado en la calle del Forn (Horno, de inolvidable recuerdo para mí pues en ella vine al mundo), se sacaban dos o tres ejemplares, uno a uno, a la plaza para que el mocerío las probase, por eso se conocía a esa acción como la próba (la prueba) y que consistía en espolear a los animales para que embistieran a los mozos que corrían a refugiarse en los carafales.
   Por la tarde, se llevaba a cabo lo que en el lenguaje oficial era llamado exhibición de vaquillas. Se sacaban a la plaza, uno tras otro, todas las reses que habían hecho la entrá y se repetía lo de la pròba. El animal perseguía a los jóvenes que la azuzaban con sus gritos y que prudentemente se refugiaban en los seudo burladeros de la artesanal plaza. Alguna vez era cogido un mozo, pero no recuerdo ni una cogida que fuera grave, como mucho de dar algunos puntos de sutura al mozo que no había corrido lo suficiente. La verdad es que, en conjunto, el espectáculo era bastante aburrido.
   Por la noche, volvía a haber verbena y una o dos veces durante la semana de fiestas se cambiaba el baile por una compañía de varietés que hacía las delicias del respetable dado que la televisión todavía no había llegado. Recuerdo que uno de los números más aplaudidos era el de las coristas que arropaban a la cantante cabeza de la compañía porque enseñaban partes de la anatomía femenina que en aquella España dominada por el nacional-catolicismo era muy difícil verlas. El cante flamenco también estaba representado, así como algún rapsoda y no faltaban los humoristas de turno.
   Cuando se acababan las fiestas quedaba el recuerdo agridulce de pensar que hasta el siguiente año ya no habría más festejos, aunque eso no era del todo cierto porque en enero, el 17, se celebraban las fiestas de Sant Antoni, de las que les hablaré otro día. 
   Hoy mi pueblo sigue en fiestas, pero ya no son las mismas de mi infancia. El pueblo ha cambiado, la gente ha cambiado y, con plena seguridad, también yo he cambiado. No hay que darle más vueltas, así es la vida.