"Los Carreño"

Este blog guarda cinco novelas cuyo autor es Zacarías Ramo Traver. Una trilogía sobre Torreblanca (Castellón): “Las dos guerras de Aurelio Ríos”, la guerra civil en ese pueblo mediterráneo. “La pertinaz sequía”, la vida de la posguerra. “Apartamento con vistas al mar”, el boom inmobiliario y la crisis del 2008. “El robo del Tesoro Quimbaya”, el hurto de unas joyas precolombinas del Museo de América. “Una playa aparentemente tranquila”, un encausado del caso ERE, huyendo de la justicia, se refugia en una recóndita playa (Torrenostra). Salvo la primera, las demás están en forma de episodios. Ahora está publicando otra novela en episodios, Los Carreño, que es la historia de dos generaciones de una familia real e irrepetible, entre 1889 y 1949, período en el que suceden hechos tan significativos como: el Desastre del 98, la I Guerra Mundial, la Revolución Rusa, la aparición del fascismo, la Guerra de África, la Dictablanda, la II República, la Guerra Civil y el franquismo.

viernes, 2 de junio de 2017

3. Un fugitivo inexperto



   Curro, dada su inexperiencia como fugitivo, cometió su primer error en la elección del lugar donde esconderse para escapar de aquellos que podrían estar interesados en buscarle Dios sabe con qué intenciones. Pensó que lo mejor era encontrar un pueblo pequeño, escondido, apartado de las rutas turísticas, lo que eliminaba de un plumazo las bellas playas lusitanas que atraen a millones de veraneantes. Y busca, buscando por las regiones interiores de Portugal hasta que se topó con un topónimo que hizo que su memoria se activara: Alvito.
-¿De qué coño me suena ese nombre? -dijo en voz alta.
   Buceando en los recovecos de sus recuerdos lo encontró. Era un compañero de juegos de su infancia cuyo padre se llamaba Victoriano, nombre que puso a su hijo. La gente para no confundirle con el progenitor comenzó a llamar al chaval El Vito, apelativo que fue contrayéndose hasta convertirse en Elvito. De eso le sonaba: Alvito, Elvito, solo cambiaba una vocal. No supo decirse porqué, pero consideró un buen augurio toparse con dos palabas homófonas, una de las cuales le retrotraía a su niñez.
-No busco más, me refugiaré en Alvito –se dijo otra vez en voz alta.
   Aunque no era un experto internauta, se manejaba lo suficiente para navegar por la red y lo que decía la Wikipedia de Alvito le gustó. Un pueblo perdido en el interior del Alentejo, región del centro-sur de Portugal más conocida por sus dehesas de alcornoques, olivos y vides que por su afluencia de visitantes. Y el pueblo hacía honor a la región de la que formaba parte. Una pequeña localidad con poco más de mil habitantes, ubicada en una zona rural con escasos encantos. Además, y según como se desarrollaran los asuntos judiciales que dejaba atrás, volver a Sevilla sería solo cuestión de pocas horas. Parecía un lugar ideal para esconderse.
-¿Quién coño irá a buscarme en un lugarejo perdido del distrito de Beja? –se dijo.
   Sin panoramas espectaculares, sin playas, sin edificios monumentales; solo algunos bosques y chatas sierras como marcos del territorio. Por tanto, no abundarían los turistas, como mucho podría tropezarse con senderistas o buscadores de setas. Aquella parecía ser una región como las del interior de España, de las que duermen el sueño de los siglos. Por no tener, Alvito no tenía ni un hotel que mereciera la pena, lo mejor que ofrecían las webs que consultó eran casas rurales. Se decidió por una de ellas que en las fotos parecía confortable, Casa dos Pinheiros, por dos motivos: estaba como a un kilómetro y medio del centro del pueblo y solo contaba con dos habitaciones, por tanto no iba a tener demasiados vecinos. Y el alquiler era toda una ganga: cuarenta euros al día. Pensó en alquilar una de las habitaciones por internet, pero cuando vio que tenía que pagar con tarjeta de crédito se echó atrás. El viejo sindicalista que le aconsejó que se largara de Sevilla había insistido que cuantas menos pistas dejase, mejor.
-Bueno, Me voy p´allá y pago en metálico. A buen seguro que en cuanto vean los billetes no pondrán pegas. El parné es el parné, aquí y en Alvito –se dijo en voz alta -. Y si la casa de los Pinheiros está ocupada me busco otra y santas pascuas.
   Una vez que cruzó la frontera hispano-lusa por Vila Real de Santo Antonio, alquilo un coche. Un vehículo modesto, nada de llamar la atención. Como identificación presentó un carnet de conducir, más falso que Judas, a nombre de Francisco Martínez Galán. Se lo había agenciado un antiguo compañero del sindicato que tenía contactos en el proceloso mundo de la falsificación de documentos. Quiso conservar su mismo nombre, así sería más improbable que se equivocara al utilizarlo.
   En cuanto llegó a Alvito, por una carretera que dejaba mucho que desear, fue directamente a la casa rural que pensaba alquilar. No se molestó en chapurrear las cuatro frases que había aprendido de portugués ni en ocultar su acento. Tras enterarse de que las dos habitaciones estaban vacías alquiló una, en principio por tres meses, añadiendo que si no les importaba prefería pagar por adelantado y en cash. Usó el término inglés que entienden hasta los que desconocen la lengua de Shakespeare. Como había previsto, a partir de ahí todo fueron facilidades. Que no necesitaban el pasaporte. ¿Qué había olvidado el DNI?, que no se preocupara, con el carnet de conducir era más que suficiente.
   Los primeros días se dedicó a descansar y a seguir las noticias de España en la Rádio e Televisao de Portugal por alguno de sus dos canales generalistas. Respecto al caso de los Eres andaluces todo seguía más o menos igual: políticos y sindicalistas echando arena en los engranajes de la justicia y jueces y fiscales mareando la perdiz. Luego le dio por recorrer todos los rincones del pueblo y echarse unas interminables siestas. Lo de las comidas lo resolvió de la forma más simple. Se preparaba el desayuno en la minúscula cocina del apartamento: un café con leche y algún bollo. En el pueblo no había churros que era lo que le gustaba tomar por las mañanas. A mediodía almorzaba en una pousada del lugar y por la noche volvía a la posada o tomaba un ligero refrigerio en la habitación.
   Cuando se cansó de dar vueltas por las contadas calles del pueblo, se dedicó a visitar los alrededores. Estuvo en Viana do Alentejo, en Cuba –topónimo que le recordó su homónima caribeña, uno de los lugares a los que le hubiera encantado ir sino hubiese sido por la cuestión del pasaporte -, en Ferreira do Alentejo y en Alcacer do Sal, que era como la capital de la comarca. Lugares medio dejados de la mano de Dios y en los que los visitantes eran un producto escaso. Precisamente de ahí, de la escasez de forasteros le vino un problema con el que no había contado. Haber elegido un pueblo tan pequeño en el que los extraños constituían una rareza, hizo que en pocos días no hubiese un solo alvitense que no supiese que en Casa dos Pinheiros se albergaba un forastero, andaluz por más señas y que respondía al nombre de Francisco Martínez. El turista, como tal se presentó, iba a estar al menos tres meses y era hombre de pocas palabras. Durante el primer y único invierno que pasó en Alvito se convirtió en el forastero al que todos señalaban con el dedo y al que llamaban O espanhol. Por saber hasta sabían que le gustaba ver los noticiarios de la RTP. Y si no sabían más era porque no dio más información puesto que cuando le preguntaban procuraba con más o menos habilidad no dar respuestas concretas.
   En Alvito aprendió la primera lección de todo el que no quiere que le encuentren: que es mucho más fácil camuflarse entre la muchedumbre que pretender pasar desapercibido donde no hay gente. Se dijo que tenía que encontrar un refugio en el que fuera uno más entre el ir y el venir del gentío. Evidentemente, era poco probable que nadie le buscara allí, pero podía ocurrir que algún alvitense podía comentar, ¡Dios sabe dónde!, que en su pueblo residía un español que solo se dedicaba a pasear, sestear, ver la TV y poco más. ¿Qué hacía un tipo con un comportamiento tan extraño en un pueblo como Alvito? Y de ese débil cabo alguien que le estuviera buscando podía tirar del hilo.
   Los tres meses que en principio alquiló la casa rural se multiplicaron por casi tres, hasta que no pudo más. No solo era que todos le conocían, aunque fuera bajo una falsa identidad, sino que estaba hasta la coronilla de ver siempre las mismas caras y los mismos parajes, de escuchar el habla alentejana que no era precisamente el portugués más comprensible para un gaditano de Zahara de los Atunes, recriado en Cádiz y hecho hombre en Sevilla, de no tener con quien echar una parrafada o una partidita de dominó, uno de sus entretenimientos favoritos. Con la llegada de la primavera decidió que no aguantaba más y volvió a meterse en la red a ver dónde encontraba un  lugar en el que su fuga fuera más llevadera y en el que llamara menos la atención. Para no cometer el mismo error de Alvito confeccionó una lista de los rasgos que debería tener su nuevo escondite.
-Tendría que ser un lugar con la suficiente afluencia de forasteros para que uno más pasara desapercibido.
-Puesto que no podía usar pasaporte y visto que en Portugal eran bastante permisivos con el asunto de la documentación, debería ser nuevamente en territorio luso.
-Echaba de menos el mar. Algo natural, sus correrías de infancia habían tenido lugar en las playas de Zahara bañadas por el Atlántico. Buscaría un sitio en la costa. Entre veraneantes y turistas pasaría por uno más.
-Y que no fuera tan aburrido y solitario como Alvito que por no tener ni siquiera tenía con quien pegar la hebra.
   Establecidos los requisitos de su nuevo escondite, se metió en internet a encontrar un lugar que se adecuase a lo que buscaba.
-A ver si en esta ocasión no la cago –se dijo en voz alta.

PD.- Hasta el próximo viernes