En Senillar antes de la guerra civil, y
también después, la mayoría de la población prestaba escasa atención a la política,
los escasos interesados por la res
publica se dividían entre derechas e izquierdas y la acción política se
limitaba a las refriegas electorales. Alcaldes y equipos de gobierno se
sucedían al vaivén de los cambios políticos en el ámbito nacional. La desidia
de los diversos Ayuntamientos era el factor común. Muy ilustrativa era la
anécdota que se contaba de un alcalde de los años veinte: mandó construir la
primera acera del pueblo que discurría desde la puerta de la iglesia parroquial
a la de su casa. La oposición lo calificó como una cacicada sin paliativos. La
respuesta del edil fue contundente: si todos los alcaldes que ha tenido
Senillar hubiesen hecho lo mismo todo el pueblo tendría aceras, como no lo han
hecho, no las tiene.
Tras la guerra en Senillar, como en el resto
de España, la dictadura impuso el partido único y los sindicatos verticales. En
el pueblo la mayoría de los vecinos sabían bien poco sobre la Falange, conocían
algo de sus emblemas, de su uniforme y de su himno – el Cara al Sol -, pero
apenas tenían idea sobre su doctrina. Por supuesto que había un jefe local del
Movimiento – así se autodenominaba un partido que representaba la inmovilidad
más absoluta - y hasta algunos delegados, como el del Frente de Juventudes,
pero poco más. Teóricamente quien mandaba en el pueblo era el alcalde, cargo
designado directamente por el Gobernador Civil al igual que el del jefe local de
FET y de las JONS (*), pero quien de verdad cortaba el bacalao era el cacique. A
éste no le designaba nadie puesto que era una autoridad que oficialmente no
existía, pero era quien tenía la sartén por el mango. Generalmente el cacicato
recaía en un miembro de una familia acaudalada y solía transmitirse de padres a
hijos. En raras ocasiones se convertía en cacique alguien que no fuera
integrante de un poderoso clan familiar, algo que solo podía ocurrir cuando un
individuo tenía el apoyo sin fisuras del Gobernador Civil, auténtico sátrapa
provincial. En Senillar, como en tantos pueblos de la piel de toro, existía una
adinerada familia, los Arbós, uno de cuyos miembros solía ser el cacique de
turno, que tenía como uno de sus principales objetivos que la mayoría de los
resortes de poder quedasen en el ámbito familiar o en el de sus allegados.
Los centros de poder estaban claramente
delimitados. El político-administrativo correspondía al alcalde. En cuanto al
político, sin guiones, al jefe de Falange. Ambos cargos sometidos al tutelaje
del cacique y a las perentorias órdenes del Gobernador Civil. Al principio lo
usual era que ambos puestos los ocupasen personas distintas, con el paso del
tiempo lo habitual fue que dichos cargos recayesen en el mismo individuo. Y
hablo en masculino porque a las mujeres no se las consideraba para ocupar ningún
centro de poder, lo máximo a lo que podían aspirar era a alguna delegación
falangista como la Sección Femenina.
El poder religioso correspondía en exclusiva al señor cura párroco, la influencia
que pudiera tener el sacerdote en los demás centros de dominio estaba
directamente relacionada con su personalidad y su ambición de mando. El poder castrense
al cabo de la Guardia Civil que solía limitarse al mantenimiento del orden
público y a vigilar para que no se
subvertieran los principios y estructuras del Régimen. El sindical a los presidentes
de la hermandad de labradores y de la cooperativa agrícola. El económico no
tenía una persona o un centro claramente definido, se repartía entre la media
docena de familias con más fincas y dinero, los tres o cuatro comerciantes más
prósperos, y acaso los directores de las dos entidades de crédito afincadas en
Senillar: el Banco de Vizcaya y la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de
Valencia.
Existía otro ámbito de poder que era el judicial
encarnado en el juez municipal, al que posteriormente se le llamó juez de paz.
No hacía falta ser abogado ni el puesto era retribuido. La capacidad de dirimir
litigios y denuncias de estos jueces era mínima, pero si era un cargo que
otorgaba cierto prestigio.
Si era cierto que el fragor de
las armas había cedido el paso a una paz imperfecta, llena de contrasentidos y
de perversos meandros, también lo era que las batallas en las trincheras habían
sido reemplazadas por maquinaciones, complots y enfrentamientos incruentos para
conquistar el poder, en este caso el local. Esas peleas políticas, y no dejaba de
ser una paradoja, ocurrían en el seno del Régimen, el único poder político que
existía. Y pese a que ese poder no dimanaba de la voluntad popular sino de
quien decía responder sólo ante Dios y ante la Historia - el Caudillo -, la
lucha por quien mandaba seguía siendo tan cruel y apasionada como siempre. Eran
enfrentamientos que no llegaban a la gente del común, sino que se debatían
entre unas cuantas familias a las que se unía, en contadas ocasiones, algún
individuo aislado como francotirador.
La mayoría de la gente, sin posibilidad de hacer
política, se volcaba en los intereses familiares e individuales y también en las
alianzas y las contras circunscritas a hechos concretos y a menudo
insignificantes: problemas de lindes, de derechos de paso, de turnos de riego
en las norias comunales, de viejas peleas familiares de cuyo origen nadie se
acordaba, de bronca en un día de mal vino, de riñas de novios que trascendían a
las familias… Otra fuente inagotable de rencillas eran las herencias, dada la costumbre
de repartir el patrimonio paterno a partes iguales entre todos los hijos. Por otra parte, la mayoría de los vecinos
bastante tenían con trabajar infatigablemente. Pese a la bondad del clima y
contar con una relativa abundancia de agua a los senillenses nadie
les había regalado nada. Prueba de ello eran los cientos de norias excavadas, los muchos marjales
robados al humedal, los múltiples bancales de las colinas y los miles de
ribazos construidos. Obras todas ellas que testificaban el incansable trabajo de
múltiple generaciones.
En aquellos años la gente hablaba más bien
poco de política y cuando lo hacía, siempre con comedimiento – el miedo a las
represalias seguía estando presente -, era para echar la culpa al Gobierno.
Curiosamente, solían salvar de las críticas al Caudillo, eran los ministros los
culpables de las mil y una cosa que funcionaban mal. En cambio circulaban
innumerables chistes sobre Franco que la gente contaba sin ningún temor, daba
la impresión de que el contenido bromista o sarcástico del chiste no suponía
hablar mal del Régimen o de quien lo encabezaba. Naturalmente había personas
totalmente opuestas al Movimiento y que lo criticaban ferozmente, pero siempre
que tuviesen la seguridad de que sus oyentes no les iban a denunciar. Con el paso
de los años el miedo se fue diluyendo y el pueblo comenzó a expresarse con más
libertad, pero siempre dentro de un orden.
La primera parte de la década de los
cuarenta coincidió con la II Guerra Mundial. En Senillar, como en el resto del
país, solo se conocía la información que proporcionaban los medios de
comunicación españoles, absolutamente controlados por la censura del Régimen.
Al principio del conflicto las noticias que aparecían en prensa y radio eran
claramente proalemanas. Ejemplo de ello era como Signal, la revista de
propaganda de la Wehrmatch, circulaba profusamente y era muy estimada por sus
excelentes fotografías en color excepcionales para la época. A medida que los
aliados fueron decantando el resultado de la contienda a su favor, la
información experimentó un giro hacia los que aparecían como futuros
vencedores. A la guerra del Pacífico apenas si se le prestaba atención, quedaba
demasiado lejos y los senillenses poco o nada sabían del Japón.
En definitiva, al entorno político de Senillar
se le podía aplicar el calificativo que tanto repetía el Caudillo: también
padecía una pertinaz sequía, en este caso, política.