La
súbita e inesperada desaparición del patriarca de los Arbós no provoca el vacío
de poder del clan que auguraba Lapuerta. De manera tácita, sin que los hermanos
lo discutan, Rodrigo se hace cargo de manejar las riendas de la autoridad
familiar. Ha estado muchos años a la sombra de Benjamín y se supone que ha
debido de aprender de su hermano como bandearse en el alicorto pero sutil mundo
del caciquismo local. Pronto se le presenta la ocasión en la que poner a prueba
su habilidad y astucia. Es una clásica batalla pueblerina en la que no se
enfrentan diferentes postulados ideológicos, ni hay una lucha entre fuerzas
políticas de signo opuesto, ni se ventilan negocios importantes. Más bien, es
una pelea a ras de suelo, tan prosaica como minúscula. Aparentemente, la pugna
es por dos empleos, tan modestísimos que en otros pagos apenas se les prestaría
atención. En el fondo solo es un pulso entre los distintos poderes fácticos,
que se ven obligados a demostrar que mantienen su cuota de poder, es la única
forma de que sigan respetándolos. Es lo que las lenguas afiladas han bautizado
como pelea de gallos.
En
este caso la pelea tiene un origen totalmente casual: con apenas diez días de
diferencia se han jubilado dos de los guardas de campo que, desde mil
novecientos cuarenta y cinco, formaban parte del servicio de guardería rural
sujeto al tribunal jurado de la Hermandad de Labradores y Ganaderos. Como cada
vez que surge un empleo que suponga escapar del trabajo agrícola los candidatos
forman legión. El trabajo de los guardas rurales consiste en recorrer y vigilar
el término municipal, desde el amanecer hasta el atardecer, denunciando los
delitos que se pudieran cometer contra la propiedad rural, hubiesen o no daños.
Los guardas de campo, en cumplimiento de sus obligaciones, deben de elevar sus
denuncias a un tribunal formado por el presidente de la Hermandad y tres
vocales quienes, tras dar audiencia al denunciado y al afectado, aplican la
sanción correspondiente que, por la cuantía del hurto o daño y la gravedad de
la falta, varían desde uno a quince días de arresto menor y a multas de cinco a
cincuenta pesetas. Las sanciones pecuniarias son las más habituales ya que los
arrestos han dejado de ser efectivos. Ayuda a incrementar el número de
aspirantes que los requisitos que establece el reglamento de las hermandades
los cumplen muchos vecinos pues son bastante laxos. La edad exigida se sitúa en
una horquilla de veintitrés a sesenta años. El único de los requisitos que
muchos aspirantes no poseen es el de tener carné falangista, pero eso tiene
fácil solución, para ingresar en el partido no hay prácticamente filtros y
basta la mera solicitud para ser admitido.
Como
la nutrida grey de candidatos se apresura a buscar los correspondientes
padrinos, se produce el inevitable choque entre los poderes fácticos: el
sindical, representado por Rodrigo, el
político, que comanda Gimeno, y el religioso, por mosén Bautista. El alcalde no
cuenta, Marín dirá lo que su mentor le indique.
El proceso
de las recomendaciones es sutil y complejo. Todos las buscan y si es más de una
mucho mejor. Dado que en el pueblo todos se conocen y los parentescos son
intrincados resulta fácil encontrar quien te eche una mano o, cuando menos, te
prometa que va a hacer todo lo que pueda para conseguir el favor pedido. Quienes
recomiendan, en principio lo tienen fácil, salvo cuando cuentan con un
recomendado que, por las causas que fueren, desean verdaderamente que consiga
el puesto; entonces se impone la ley del más fuerte y se produce el inevitable
efecto de que las demás recomendaciones se conviertan en papel mojado. Al
finalizar el plazo abierto para la presentación de solicitudes, cada uno de los
poderes fácticos se queda con los dos candidatos que han logrado atesorar las
mejores recomendaciones. Los demás no cuentan, aunque los padrinos tratarán de
quedar bien con quienes les pidieron su ayuda con frases del tipo de:
- Pese a todos mis esfuerzos lamento
informarte que…, hice cuanto pude pero…, desgraciadamente las plazas estaban
dadas de antemano – Paradójicamente, este último argumento, pese a su vacuidad,
suele convencer a la gente, quizá porque todos son conscientes de que las
plazas no se otorgan por los méritos de los candidatos sino por la fuerza de
los padrinos.
Los
merecimientos de los seis aspirantes más recomendados son similares y no hay
ninguno que sobresalga del resto. Los candidatos están entre los veintitantos y
la cuarentena y su experiencia para guarda de campo se reduce a que todos ellos
cumplieron el servicio militar. En cuanto a sus ocupaciones actuales, los seis
tienen la misma: son pequeños propietarios que trabajan sus tierras o, en su
caso, las de sus padres y de vez en cuando se contratan como jornaleros. Para cualquiera
de ellos supone un ascenso social ser guarda rural y llevar la banderola de
cuero con la bruñida placa de latón con el nombre del pueblo en el centro y alrededor
el lema Guarda de Campo. Y también la carabina ligera al hombro que refuerza la
autoridad por si alguien se les enfrenta con algo más que palabras. Y lo más
importante: significa tener un sueldo fijo todos los meses.
Seis
aspirantes para dos plazas, la pelea está servida. Cada grupo presiona cuanto puede
para alzarse con el triunfo, pero hay un evidente desequilibrio entre las
fuerzas en liza. Todas las bazas parecen estar a favor de los Arbós que son los
que manejan la Hermandad Sindical de Labradores que, en definitiva, es el ente
que más tiene que decir en el asunto. Aunque el Ayuntamiento también tiene voz
en el proceso, no en balde en muchas localidades es el alcalde quien ostenta
las competencias de sanción propuestas por los guardas. Parece que poder
eclesiástico, representado por el párroco, es el padrino más débil. Mosén
Bautista, que es consciente de ello y a sabiendas de que no va a poder sacar a
sus dos candidatos, se centra en uno de ellos y toca todas las teclas posibles
para que sea uno de los seleccionados. A través de un familiar consigue que el
obispo de Segorbe se interese por su recomendado lo que le otorga mejores
probabilidades. Como en un pueblo todo termina sabiéndose, y más si el
recomendado alardea de la importancia de sus padrinos, la noticia pronto llega
a oídos de Gimeno que se la comenta a su mujer:
- Mosén Batiste parece que ha conseguido que
el Obispo de Segorbe se interese por uno de sus recomendados. ¡Aviado va el
cura! Esta vez no le valdrán ni obispos ni el Papa de Roma que avalara al
tarugo de su pupilo.
- ¡Ojito, Gimeno! – avisa Lola -. La
recomendación directa de un obispo no es algo baladí en la España del nacionalcatolicismo.
O sea, que tendremos que estar muy atentos a las posibles maniobras de mosén
Batiste, no sea que nos gane por la mano.