En
Senillar la vida cultural era pobre y sin demasiados alicientes. El principal
foco de cultura se reducía a las escuelas nacionales de enseñanza primaria. Si
alguna familia aspiraba a que sus retoños hiciesen el bachillerato, estos tenían
que desplazarse a Albalat o a Gandía donde estaban los institutos de enseñanza
media más cercanos. Por supuesto ocurría lo mismo para cursar estudios
universitarios, había que salir fuera de la localidad.
Al pueblo llegaba diariamente prensa para
una docena de suscriptores y algunos organismos oficiales, la mayoría de
diarios eran de Valencia, destacando Las Provincias y Levante, medio que
formaba parte de la red de periódicos del Movimiento; también desde Madrid
llegaba el ABC. Curiosamente, en el vetusto kiosco de madera existente en el
centro del pueblo no se podían encontrar diarios, pero si se vendían revistas,
novelas, tebeos y cuentos para la gente menuda. No había biblioteca, pero en
cambio abundaban los cafés, bares, tabernas y también había una pensión de mala
muerte.
La radio era el principal medio de
información de lo que pasaba por el mundo. En algunas de las casas en las que
había un aparato muchas noches se reunían
amigos y vecinos, sobre todo para escuchar a las cupletistas de moda, alguna
zarzuela o seguir los primeros seriales radiofónicos y, si se ponía a tiro, oír
el “parte”, así se seguía denominando a los informativos; dicho apelativo era
una secuela más de la reciente guerra civil. Algunos afortunados que poseían un
aparato con onda corta se atrevían a sintonizar la emisora clandestina Radio España
Independiente, más conocida como La Pirenaica, cuya audición estaba
rigurosamente prohibida puesto que era una vía de información y propaganda del
proscrito partido comunista. Otra fuente informativa era el NODO, el noticiario
oficial que todas las salas de cine estaban obligadas a proyectar antes de la
película de turno y en la que una de las informaciones más repetidas eran
aquellas en las que aparecía el Caudillo inaugurando un pantano. Por eso los
malintencionados le motejaban, siempre mirando antes quien estaba cerca, como Paco
el Ranas.
La distracción más popular y barata que
tenían los jóvenes era pasear al atardecer por la calle mayor cuya denominación
oficial era San Antonio, pero que todos conocían como el Rabal. Otro lugar de
esparcimiento relevante eran los cines, había dos, cada uno de los cuales
contaba con sendos locales: uno cerrado para invierno y otro al aire libre para
verano. El local cerrado era un simple salón con el patio de butacas ocupado
por hileras de sillas de enea y con un piso superior en el que había unos
bancos corridos de listones de madera. Se proyectaban películas los jueves y
sábados por la noche, los domingos había una sesión vespertina y otra nocturna.
Si alguna película tenía mucho éxito solían reponerla los lunes, algo que no
era frecuente.
Los locales de los cines de verano también
se utilizaban como pistas de baile los domingos por la tarde y durante las
fiestas. La pista era de cemento y a su alrededor se colocaban unas sillas
donde se sentaba el público. En la primera fila solían estar las jovencitas en
edad de merecer, en la última la gente mayor. En un lado de la pista había un
tablado de madera en el que tocaba la orquesta integrada por músicos de la banda municipal. En otro lateral estaba
instalado un largo mostrador, al que pomposamente llamaban barra americana, y
que era donde se servían las bebidas. Los chicos solían quedarse de pie entre pieza y pieza en
el centro de la pista o tomando copas. No era costumbre que un joven bailase
más de una vez seguida con una moza, eso solo lo hacían las parejas ya
prometidas.
El entretenimiento más esperado por los
senillenses, especialmente por los jóvenes, era las fiestas patronales de San
Bartolomé que se celebraban a partir del veinticuatro de agosto y cuya duración
estaba en función del presupuesto municipal. Los dos primeros días eran los
llamados de iglesia, luego venían las jornadas dedicadas a las tientas de toros
en el coso de carros que se construía en la plaza Mayor, al bailoteo y a algún
que otro acto festivo como la presencia de modestas compañías de zarzuela o de
variedades. También había fiestas en enero, por San Antonio, eran festejos que
cada año los celebraba una calle aunque participase todo el pueblo.
El
deporte era escaso, únicamente se jugaba al trinquete, la versión valenciana
del frontón, y al fútbol que era el deporte rey. Al trinquete se jugaba a mano y
curiosamente era un juego al que solo acudían hombres. El fútbol se practicaba
en un campo de tierra sin una mala brizna de hierba y en las que las líneas
reglamentarias se pintaban con cal el mismo día en que se jugaba un partido que
solía ser los domingos. Cuando al equipo local, que pertenecía a la última categoría
regional, le tocaba jugar en campo ajeno para el desplazamiento se utilizaba uno
de los camiones que hacían diariamente de recaderos entre el pueblo y Valencia.
Las relaciones entre los jóvenes estaban,
aparentemente, muy controladas por la familia, especialmente por las madres en
el caso de las jovencitas, los chicos tenían algo más de libertad. Cuando un
mozo pretendía a una chica primero tenía que abordarla en el Rabal. La primera
señal de que a la mocita le parecía bien el pretendiente era que se ponía en un
extremo del grupo de amigas que paseaban por la calle, así se le podía acercar
el aspirante, si la jovencita se quedaba en el centro mal asunto. Luego ya
paseaban acompañados por alguna amiga de ella o por otra pareja. En el baile de
los domingos el joven solo bailaba con su chica y ella, por supuesto,
únicamente lo hacía con él. Finalmente, cuando la cosa iba realmente en serio,
el chico tenía que ir a casa de su enamorada a “hablar con el padre”, a pedir
su permiso para poder “hablar” con la hija y a confirmarle que sus intenciones
eran serias. Una especie de pedida de mano a lo rural. Dado el consentimiento
paterno, todas las noches el joven iba a casa de la que ya era su novia a
charlar con ella y, si la vigilancia materna se descuidaba, a dar algún que
otro achuchón a la moza. De vez en cuando más de una pareja se propasaba en sus
arrumacos nocturnos y la cosa acababa teniendo que celebrarse la boda antes de
tiempo. Lo que en expresión cursilona y púdica de la época se denominaba “casarse
de penalti”.
No era tan infrecuente el hecho de que las
parejas se formasen tras la intervención de ambas familias, lo que se llamaba
un “arreglo”. En estos casos contaba
mucho lo que cada uno de los jóvenes aportaba al matrimonio. Se contabilizaban
las fincas y propiedades de todo tipo que cada uno iba a llevar al nuevo hogar.
Por eso estaban tan valorados los hijos únicos, puesto que no tendrían que
repartir nada al heredar.
Generalmente la gente se casaba joven, si la
pareja provenía de familia labradora tenía la vida resuelta: seguirían
trabajando en los campos familiares junto a sus padres. Si no se dedicaban al
campo tampoco tenían mucho qué esperar: tenderos, funcionarios, empleados,
gente de los oficios, todos se ganaban más o menos bien la vida. Era muy
corriente que una mayoría de parejas celebrasen sus esponsales al volver el
chico del ejército o mili, puesto que el
servicio militar era obligatorio.
Precisamente,
la estancia en el ejército era una de las etapas más trascendente para la mayoría
de los varones pues solía ser la primera vez que viajaban más allá de alguna
localidad cercana a su pueblo natal, y que además cambiaban de quehaceres y de
amigos. Se llamaba quintos a los jóvenes que al cumplir la
mayoría de edad se iban a hacer el servicio militar y quinta era el conjunto de
mozos que habían nacido en el mismo año. Un ejemplo de lo mucho que la etapa
militar les marcaba era que cuando a un hombre se le preguntaba la edad no se
decía ¿en qué año naciste?, sino ¿de qué quinta eres? A la mayoría los recuerdos de la mili les acompañaban toda su vida
y contarlos era uno de los motivos de conversación más manido entre los varones.
En
cuanto a la religiosidad era la propia del llamado nacionalcatolicismo, uno de los
ingredientes esenciales de la España franquista. La asistencia a los actos
religiosos era poco menos que obligatoria para aquellas personas que eran
alguien en el pueblo o que quisieran serlo. Era una religiosidad más
superficial que sentida, se trataba de que te vieran. En las escuelas había una
jornada dedicada a estudiar el evangelio que se leería el domingo en la
iglesia. Todos los niños acudían al denominado “rebañito”, que era la
preparación religiosa para tomar la primera comunión. La moralidad ligada a esa
manera de practicar la religión era rígida, sobre todo en lo tocante al sexto
mandamiento y ciertamente hipócrita.
Tal y como hemos descrito, a la vida social
de Senillar solo se la podía calificar como plana y hasta aburrida y en ella
era tan o más importante aparentar que ser.