"Los Carreño"

Este blog guarda cinco novelas cuyo autor es Zacarías Ramo Traver. Una trilogía sobre Torreblanca (Castellón): “Las dos guerras de Aurelio Ríos”, la guerra civil en ese pueblo mediterráneo. “La pertinaz sequía”, la vida de la posguerra. “Apartamento con vistas al mar”, el boom inmobiliario y la crisis del 2008. “El robo del Tesoro Quimbaya”, el hurto de unas joyas precolombinas del Museo de América. “Una playa aparentemente tranquila”, un encausado del caso ERE, huyendo de la justicia, se refugia en una recóndita playa (Torrenostra). Salvo la primera, las demás están en forma de episodios. Ahora está publicando otra novela en episodios, Los Carreño, que es la historia de dos generaciones de una familia real e irrepetible, entre 1889 y 1949, período en el que suceden hechos tan significativos como: el Desastre del 98, la I Guerra Mundial, la Revolución Rusa, la aparición del fascismo, la Guerra de África, la Dictablanda, la II República, la Guerra Civil y el franquismo.

viernes, 17 de octubre de 2014

***Clave V. El ambiente social

    En Senillar la vida cultural era pobre y sin demasiados alicientes. El principal foco de cultura se reducía a las escuelas nacionales de enseñanza primaria. Si alguna familia aspiraba a que sus retoños hiciesen el bachillerato, estos tenían que desplazarse a Albalat o a Gandía donde estaban los institutos de enseñanza media más cercanos. Por supuesto ocurría lo mismo para cursar estudios universitarios, había que salir fuera de la localidad.

   Al pueblo llegaba diariamente prensa para una docena de suscriptores y algunos organismos oficiales, la mayoría de diarios eran de Valencia, destacando Las Provincias y Levante, medio que formaba parte de la red de periódicos del Movimiento; también desde Madrid llegaba el ABC. Curiosamente, en el vetusto kiosco de madera existente en el centro del pueblo no se podían encontrar diarios, pero si se vendían revistas, novelas, tebeos y cuentos para la gente menuda. No había biblioteca, pero en cambio abundaban los cafés, bares, tabernas y también había una pensión de mala muerte.

   La radio era el principal medio de información de lo que pasaba por el mundo. En algunas de las casas en las que había un aparato muchas noches se reunían  amigos y vecinos, sobre todo para escuchar a las cupletistas de moda, alguna zarzuela o seguir los primeros seriales radiofónicos y, si se ponía a tiro, oír el “parte”, así se seguía denominando a los informativos; dicho apelativo era una secuela más de la reciente guerra civil. Algunos afortunados que poseían un aparato con onda corta se atrevían a sintonizar la emisora clandestina Radio España Independiente, más conocida como La Pirenaica, cuya audición estaba rigurosamente prohibida puesto que era una vía de información y propaganda del proscrito partido comunista. Otra fuente informativa era el NODO, el noticiario oficial que todas las salas de cine estaban obligadas a proyectar antes de la película de turno y en la que una de las informaciones más repetidas eran aquellas en las que aparecía el Caudillo inaugurando un pantano. Por eso los malintencionados le motejaban, siempre mirando antes quien estaba cerca, como Paco el Ranas.

   La distracción más popular y barata que tenían los jóvenes era pasear al atardecer por la calle mayor cuya denominación oficial era San Antonio, pero que todos conocían como el Rabal. Otro lugar de esparcimiento relevante eran los cines, había dos, cada uno de los cuales contaba con sendos locales: uno cerrado para invierno y otro al aire libre para verano. El local cerrado era un simple salón con el patio de butacas ocupado por hileras de sillas de enea y con un piso superior en el que había unos bancos corridos de listones de madera. Se proyectaban películas los jueves y sábados por la noche, los domingos había una sesión vespertina y otra nocturna. Si alguna película tenía mucho éxito solían reponerla los lunes, algo que no era frecuente.
   Los locales de los cines de verano también se utilizaban como pistas de baile los domingos por la tarde y durante las fiestas. La pista era de cemento y a su alrededor se colocaban unas sillas donde se sentaba el público. En la primera fila solían estar las jovencitas en edad de merecer, en la última la gente mayor. En un lado de la pista había un tablado de madera en el que tocaba la orquesta integrada por músicos  de la banda municipal. En otro lateral estaba instalado un largo mostrador, al que pomposamente llamaban barra americana, y que era donde se servían las bebidas. Los chicos solían quedarse de pie entre pieza y pieza en el centro de la pista o tomando copas. No era costumbre que un joven bailase más de una vez seguida con una moza, eso solo lo hacían las parejas ya prometidas.
   El entretenimiento más esperado por los senillenses, especialmente por los jóvenes, era las fiestas patronales de San Bartolomé que se celebraban a partir del veinticuatro de agosto y cuya duración estaba en función del presupuesto municipal. Los dos primeros días eran los llamados de iglesia, luego venían las jornadas dedicadas a las tientas de toros en el coso de carros que se construía en la plaza Mayor, al bailoteo y a algún que otro acto festivo como la presencia de modestas compañías de zarzuela o de variedades. También había fiestas en enero, por San Antonio, eran festejos que cada año los celebraba una calle aunque participase todo el pueblo.

   El deporte era escaso, únicamente se jugaba al trinquete, la versión valenciana del frontón, y al fútbol que era el deporte rey. Al trinquete se jugaba a mano y curiosamente era un juego al que solo acudían hombres. El fútbol se practicaba en un campo de tierra sin una mala brizna de hierba y en las que las líneas reglamentarias se pintaban con cal el mismo día en que se jugaba un partido que solía ser los domingos. Cuando al equipo local, que pertenecía a la última categoría regional, le tocaba jugar en campo ajeno para el desplazamiento se utilizaba uno de los camiones que hacían diariamente de recaderos entre el pueblo y Valencia.

   Las relaciones entre los jóvenes estaban, aparentemente, muy controladas por la familia, especialmente por las madres en el caso de las jovencitas, los chicos tenían algo más de libertad. Cuando un mozo pretendía a una chica primero tenía que abordarla en el Rabal. La primera señal de que a la mocita le parecía bien el pretendiente era que se ponía en un extremo del grupo de amigas que paseaban por la calle, así se le podía acercar el aspirante, si la jovencita se quedaba en el centro mal asunto. Luego ya paseaban acompañados por alguna amiga de ella o por otra pareja. En el baile de los domingos el joven solo bailaba con su chica y ella, por supuesto, únicamente lo hacía con él. Finalmente, cuando la cosa iba realmente en serio, el chico tenía que ir a casa de su enamorada a “hablar con el padre”, a pedir su permiso para poder “hablar” con la hija y a confirmarle que sus intenciones eran serias. Una especie de pedida de mano a lo rural. Dado el consentimiento paterno, todas las noches el joven iba a casa de la que ya era su novia a charlar con ella y, si la vigilancia materna se descuidaba, a dar algún que otro achuchón a la moza. De vez en cuando más de una pareja se propasaba en sus arrumacos nocturnos y la cosa acababa teniendo que celebrarse la boda antes de tiempo. Lo que en expresión cursilona y púdica de la época se denominaba “casarse de penalti”.

   No era tan infrecuente el hecho de que las parejas se formasen tras la intervención de ambas familias, lo que se llamaba un “arreglo”.  En estos casos contaba mucho lo que cada uno de los jóvenes aportaba al matrimonio. Se contabilizaban las fincas y propiedades de todo tipo que cada uno iba a llevar al nuevo hogar. Por eso estaban tan valorados los hijos únicos, puesto que no tendrían que repartir nada al heredar.
   Generalmente la gente se casaba joven, si la pareja provenía de familia labradora tenía la vida resuelta: seguirían trabajando en los campos familiares junto a sus padres. Si no se dedicaban al campo tampoco tenían mucho qué esperar: tenderos, funcionarios, empleados, gente de los oficios, todos se ganaban más o menos bien la vida. Era muy corriente que una mayoría de parejas celebrasen sus esponsales al volver el chico del ejército o  mili, puesto que el servicio militar era obligatorio.
   Precisamente, la estancia en el ejército era una de las etapas más trascendente para la mayoría de los varones pues solía ser la primera vez que viajaban más allá de alguna localidad cercana a su pueblo natal, y que además cambiaban de quehaceres y de amigos. Se llamaba quintos a los jóvenes que al cumplir la mayoría de edad se iban a hacer el servicio militar y quinta era el conjunto de mozos que habían nacido en el mismo año. Un ejemplo de lo mucho que la etapa militar les marcaba era que cuando a un hombre se le preguntaba la edad no se decía ¿en qué año naciste?, sino ¿de qué quinta eres? A la mayoría los recuerdos de la mili les acompañaban toda su vida y contarlos era uno de los motivos de conversación más manido entre los varones.

   En cuanto a la religiosidad era la propia del llamado nacionalcatolicismo, uno de los ingredientes esenciales de la España franquista. La asistencia a los actos religiosos era poco menos que obligatoria para aquellas personas que eran alguien en el pueblo o que quisieran serlo. Era una religiosidad más superficial que sentida, se trataba de que te vieran. En las escuelas había una jornada dedicada a estudiar el evangelio que se leería el domingo en la iglesia. Todos los niños acudían al denominado “rebañito”, que era la preparación religiosa para tomar la primera comunión. La moralidad ligada a esa manera de practicar la religión era rígida, sobre todo en lo tocante al sexto mandamiento y ciertamente hipócrita.

   Tal y como hemos descrito, a la vida social de Senillar solo se la podía calificar como plana y hasta aburrida y en ella era tan o más importante aparentar que ser.