Lolita terminó haciendo caso a su madre y a su amiga Fina, que no a sus
sentimientos, y le dijo que sí a José Vicente, que sería su novia y, pasado un
tiempo prudencial y si todo iba bien, se convertiría en su esposa. Muchos
cambios han ocurrido en su vida desde ese momento. Uno de ellos, hasta cierto
punto anecdótico pero que marca la transformación sufrida, es su mudanza de
nombre: ahora se llama Lola. Recuerda como fue lo de la desaparición del
diminutivo. Estuvo dudando mucho si debía de contarle o no su pasado. Ella no
era lo que se entiende por una mujer de pasado, salvo algunos episodios con
Rafael que no le gustaba recordar pero que habían sucedido. Tras muchas
vacilaciones resolvió que debía de contárselo todo. No se podía iniciar una
relación como aquella, abocada a un emparejamiento para toda la vida, con
mentiras o sin desvelar toda la verdad por desagradable que fuese. Una tarde en
que ambos habían estado especialmente cariñosos, derivó la conversación hacia
el tiempo transcurrido antes de conocerse y lo qué habían hecho o dejado de
hacer. Gimeno le contó que había salido con varias chicas, pero salvo una novia
que tuvo en Las Alquerías, cuando era poco más que un adolescente, ninguna
relación tuvo un tinte muy serio, hasta llegar a Senillar dónde tuvo la segunda
novia, Pepita Arnau, pero esa historia Lolita ya la conocía. En cuanto a lo de
Merceditas la Estanquera fue una relación que realmente murió antes de nacer.
Ella, a su vez, le contó que solo tuvo un novio, Rafael Blanquer, y que también
comenzaron a salir cuando los dos eran unos críos. Luego él se marchó fuera a
estudiar y ya fue un noviazgo más por correspondencia que otra cosa, aun así
tuvo tiempo suficiente para portarse mal y hacer cosas que una mujer…
- Lolita, perdóname
que te interrumpa – le corta José Vicente -. Mira, no tengo ningún interés en
saber qué hiciste o dejaste de hacer antes de conocerte. Lo que sí me interesa,
y mucho, es saber lo que vas a hacer a partir de ahora. Para mí eres una mujer
absolutamente nueva. Solo va a contar el pasado desde que te conocí. Es decir –
esboza una sonrisa para quitarle dramatismo a su declaración -, desde el famoso
día de las corbatas. Por eso voy a pedirte algo: si no te importa a partir de
ahora no voy a seguir llamándote Lolita. Ese nombre pertenece a tu pasado de
niña y de adolescente, a quiénes yo no conocí. De quien me enamoré es de toda
una mujer y prefiero llamarte por un nombre de mujer, no de jovencita. Me he
dado cuenta de que tu madre te suele llamar María Dolores, también he notado
que no te gusta demasiado que te llamen así. Por todo eso, y si no tienes
inconveniente, desde hoy para mí dejas de ser Lolita y te voy a llamar Lola.
- ¡Por fin, ya me
hice mayor! – exclama Lolita por toda respuesta.
- ¿Qué significa eso,
no te gusta que te llame Lola? – inquiere un tanto sorprendido José Vicente.
- Al contrario, me
encanta. Te voy a contar uno de mis secretos mejor guardados. Desde que dejé de
ser una adolescente, me reventaba que siguieran llamándome Lolita, pero es
complicado modificar las costumbres. A una abuela mía la llamaron Carmencita
hasta que murió con más de ochenta años. Yo me veía igual que mi abuela, hecha
un carcamal y todavía teniendo que responder por el diminutivo familiar. El que
tú me llames Lola espero que sirva para que el resto de la gente se olvide de
lo de Lolita. Ah, y te felicito, has atinado: me gusta lo de Lola, lo prefiero
a María Dolores, resulta como más llano y natural.
Luego, en los meses que ya llevan de pareja,
resulta que cuando están solos la suele llamar más veces cariño, cielo y vida
mía que Lola. A ella le sigue costando llamarle de otra forma que no sea por su
nombre. Los apelativos cariñosos no le salen con naturalidad. Curiosamente, el
hecho de que José Vicente haya empezado a llamarla Lola ha sido el detonante de
que el apelativo sea compartido por la mayoría de la gente. Solo algunas
personas mayores que la siguen viendo como la niña que fue siguen diciéndole
Lolita, salvo su madre que continúa llamándola María Dolores.
Lola
recuerda a menudo la etapa de su noviazgo con José Vicente, las imágenes se le
han quedado impresas en la mente como si se tratara de una película en blanco y
negro. Tras vencer el plazo que él
dio para pronunciarse, ella le dijo que sí, que aceptaba ser su novia, pero
quiso jugar limpio: le repitió que no le amaba, pero que desde ese mismo
momento tenía todo su respeto, amistad, cariño y lealtad. Era lo mejor que
podía ofrecerle sin estar enamorada. Recuerda que él se emocionó y le juró que
nunca se arrepentiría de la decisión tomada. Acordaron que el noviazgo durara
lo imprescindible para que se publicaran las amonestaciones sin excesivas prisas
y poder tomar las previsiones que una boda comporta. Todo transcurrió con
relativa normalidad. Eso sí, tuvo que soportar la felicitación de medio pueblo
por su próximo matrimonio, y le contaron que en los lavaderos públicos y en los
corrillos de las comadres hubo el natural chismorreo sobre su compromiso y,
especialmente, del porqué de un noviazgo tan corto. Ambos novios resolvieron no
dar pábulo a los cotilleos e hicieron oídos sordos a cuantos dimes y diretes circularon
aquellos días por los mentideros.
El
día de la boda fue emocionante, quizá más para las personas del entorno de la
pareja que para los propios contrayentes. Por fin, su madre pudo verla vestida
de blanco y cogida del brazo de su tío Ricardo que fue el padrino. La madrina
fue la madre de José Vicente que, con el resto de su familia, vinieron de Las
Alquerías del Niño Perdido para no perderse el acontecimiento. Todos los
miembros de su futura familia política rivalizaron en amabilidad y simpatía. Le
causaron una excelente impresión, incluida quién iba a ser su suegra. La que
más emocionada y nerviosa estaba era la señora Leo. Se cumplía uno de sus
sueños: ver a su hija camino del altar y salir del templo convertida en una
respetable esposa. Fue también quien más lloró, algo tendrían que ver también las
lágrimas con el hecho de que a la madre le molestó profundamente que decidieran
no vivir con ella. Realmente el decirlo en plural era inexacto, puesto que la
determinación la tomó Lola, su marido no se pronunció. Tuvo que recordarle a su
madre el dicho que tantas veces le había oído, siempre referido a otras
parejas: que el casado casa quiere. Piensa que el enfado se le terminará
pasando.
Tras
la boda una de las mayores sorpresas que se ha llevado Lola ha sido la pasión y
el deseo que provoca en su marido. Sorpresa que en su fuero más íntimo, donde
anidan los sentimientos más indelebles, la conmueve y… le gusta. Lo último ha
tardado en admitirlo, pero al final se ha rendido. Su marido muestra tal grado
de pasión que, ante su sorpresa inicial, su cuerpo la devuelve en la misma
medida. Quizá haya sido en las relaciones íntimas dónde mayor impacto le ha
causado José Vicente. Nunca imaginó que conjugase una virilidad tan recia con
una inagotable capacidad para la ternura y la delicadeza. Es una de las facetas
de su personalidad para la que no estaba preparada y que tuvo que descubrir la
misma noche de bodas, porque antes de la misma, su novio por aquel entonces, solo
se atrevió a besarla, eso sí con una pasión que le recordó otros tiempos y
otros besos. Y eso que ella estuvo dispuesta a entregársele durante el
noviazgo, pero él no hizo jamás el menor asomo de buscar algo más que sus besos
y alguna que otra caricia furtiva. Rememorando lo que habían sido sus
anteriores experiencias amorosas, llegó a la noche de bodas con una enorme
incertidumbre sobre lo que podía esperar en la cama. De ahí su estupor y, al
tiempo, su agradabilísima sorpresa. Incluso hay días en que ha de ser ella
quien refrene las caricias de su esposo para no terminar en la cama. Pero, con
todo, está orgullosa del varonil ímpetu que muestra su marido. Así se lo
trasluce a Fina cuando su amiga pregunta:
- ¿Qué tal tu pariente?, ¿se porta como Dios
manda o es un carámbano como aparenta?
Lola
sonríe y por toda respuesta se quita el fular que lleva en el cuello, las
huellas de unos mordiscos recientes son más elocuentes que mil palabras. Fina tampoco
dice nada, pero su boca se distiende con una maliciosa sonrisa.