"Los Carreño"

Este blog guarda cinco novelas cuyo autor es Zacarías Ramo Traver. Una trilogía sobre Torreblanca (Castellón): “Las dos guerras de Aurelio Ríos”, la guerra civil en ese pueblo mediterráneo. “La pertinaz sequía”, la vida de la posguerra. “Apartamento con vistas al mar”, el boom inmobiliario y la crisis del 2008. “El robo del Tesoro Quimbaya”, el hurto de unas joyas precolombinas del Museo de América. “Una playa aparentemente tranquila”, un encausado del caso ERE, huyendo de la justicia, se refugia en una recóndita playa (Torrenostra). Salvo la primera, las demás están en forma de episodios. Ahora está publicando otra novela en episodios, Los Carreño, que es la historia de dos generaciones de una familia real e irrepetible, entre 1889 y 1949, período en el que suceden hechos tan significativos como: el Desastre del 98, la I Guerra Mundial, la Revolución Rusa, la aparición del fascismo, la Guerra de África, la Dictablanda, la II República, la Guerra Civil y el franquismo.

viernes, 19 de febrero de 2016

02. Asalto al furgón blindado



   Sentado en un murete ante la entrada de las oficinas del Museo de América, el viejo está pensando que ese sol de finales de octubre no calienta demasiado, además hay unas nubes altas que, aunque no demasiado densas, se bastan para que el astro rey no luzca como suele hacerlo en el otoño madrileño, nubes que también logran desdibujar los contornos de la Sierra de Guadarrama que apenas se divisan en la lejanía.
   Unos escolares comienzan a salir del museo y esperan a que llegue el autobús que les devolverán a su colegio. Algunos de ellos se ponen a jugar deslizándose entre los veinticuatro desnudos mástiles que flanquean la acera del museo hasta que son reconducidos al grupo por una de las maestras que los vigilan. Deben ser alumnos de un centro privado porque van de uniforme y llevan un escudo ovalado en el jersey del que el anciano no es capaz de distinguir su leyenda. Tras unos minutos de espera, llega el autobús que estaba aparcado en el parking lateral del museo y los chavales formando parejas van subiendo al coche. Cuando el vehículo arranca, en la recoleta plazuela, si se le puede llamar así, solo quedan el viejo y su nieto, un grupo de cuatro hombres muy barbados, que por sus vestimentas y las cámaras que llevan posiblemente sean turistas, y un taxista, eso parece pues está apostado junto a un taxi que tiene apagada la luz verde de libre. Posiblemente esté esperando a unos clientes que deben estar visitando el museo, piensa el viejo que, como no tiene nada mejor que hacer, se fija en todos los detalles de cuanto ocurre a su alrededor.
   Una aparición poco frecuente rompe la paz de la plazuela, de hecho es la primera vez que ocurre desde que el viejo pasea por esos andurriales. Un furgón blindado, de matrícula francesa, se detiene delante de la puerta principal del museo. De su cabina desciende un guardia fuertemente armado que echa una mirada a su alrededor, solo ve al viejo junto al cochecito infantil, al grupito de turistas que siguen fumando y comentando algo entre risas y chanzas y al taxista apoyado en su vehículo. Hace una seña a los dos ocupantes que restan en la cabina. Un segundo hombre se apea y conversa con el guardia. Hay un tercer ocupante, el conductor, que sigue en la cabina hasta que ve salir del museo a dos mujeres de mediana edad vestidas con sendos guardapolvos blancos. Una de ellas lleva colgado en banderola una especie de contador de partículas, la otra lleva una tablilla portapapeles y un móvil. Se dirigen a los hombres del furgón quienes las saludan muy cortésmente. El guardia no participa en el encuentro, sigue atento a cuanto pasa en el entorno.
   De improviso, todo cambia en un abrir y cerrar de ojos. El aparente taxista, que paseando se ha acercado al furgón, empuña una pistola y conmina al guardia a tumbarse en el suelo al tiempo que le arrebata el arma. Los presuntos turistas, que también han sacado armas, rodean a los conductores del transporte y a las empleadas del museo al tiempo que les ordenan:
- Al suelo.
   No dicen mucho más, pero las pistolas que empuñan son suficientemente elocuentes. Todo está pasando a un ritmo vertiginoso, los asaltantes apenas han necesitado poco más de dos minutos para controlar la situación.
   Un testigo inesperado aparece en escena: el vigilante de seguridad de las oficinas, fumador impenitente, hace una de sus periódicas salidas para fumarse un pitillo. Inmediatamente se da cuenta de lo que ocurre. No va armado, pero lo que hace es pulsar su walkie-talkie para dar la alarma, aunque seguramente los vigilantes que están en la sala de pantallas de las cámaras de seguridad han tenido que verlo todo puesto que hay dos cámaras que enfocan la entrada del museo. Uno de los falsos turistas se aproxima al vigilante y le dispara al pecho, cae fulminado, la bala le ha destrozado el corazón.
   A excepción hecha de los asaltantes, solo queda en la plazuela una persona en posición vertical, el anciano que mira lo que está sucediendo con una mezcla de estupor y miedo. El atracador que ha disparado al vigilante dirige su pistola al abuelo quien aterrado se inclina sobre el cochecito de su nieto como queriendo protegerlo con su cuerpo. El asaltante parece que va a disparar, pero se limita a mirar fijamente al viejo y decirle sin alzar la voz:
- A callarse o… - al tiempo que hace el gesto de dispararle.
   El anciano se queda temblando como el azogue. Tal es el miedo pasado que se le se aflojan los esfínteres de la vejiga y en las perneras del pantalón aparecen unas delatoras manchas. Se ha orinado encima.
   Antes de que salga nadie del museo, cuyas puertas exteriores da la impresión de que han sido bloqueadas desde el interior, los atracadores se dividen, tres suben al furgón y el presunto taxista y el que ha disparado cogen el taxi. Ambos vehículos salen raudos arrollando las dos endebles barreras que interceptan el acceso al lugar, la del propio museo y la de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo, que es el edificio contiguo. Los vehículos de los ladrones toman la avenida de los Reyes Católicos, la única salida posible, siguen por la avenida del Arco de la Victoria y se pierden en dirección a la Ciudad Universitaria o quizá hacia la A-6, más conocida en los pagos de la villa y corte como la Carretera de la Coruña o A Coruña como se llama oficialmente ahora.
   Pasados unos minutos desde que se fueron los asaltantes, las puertas del museo se desbloquean y comienzan a salir los primeros funcionarios. Primero, los vigilantes de seguridad que se aprestan a socorrer a su compañero caído, no hay nada que hacer, enseguida comprueban que ha fallecido. Salen más funcionarios del museo y también personas que lo estaban visitando y a la entrada del edificio se forman corrillos en los que unos y otros se preguntan qué ha pasado realmente. Hasta que sale un individuo de mediana edad que pide tanto a los empleados como a los visitantes que vuelvan a entrar en el museo, consejo que le ha dado la policía por teléfono. Que fuera solo queden los vigilantes de seguridad.
   Apenas han pasado unos minutos cuando llega el primer auxilio, una uvi móvil del SAMUR. Casi al mismo tiempo llega un coche de la policía nacional y otro de la municipal. Poco después, aparece otro vehículo de la Comisaría de Moncloa/Aravaca, distrito en el que está ubicado el museo. En poco tiempo, la pequeña explanada se llena de coches oficiales: los vehículos  de los componentes de la comisión judicial con el juez, el secretario, el fiscal y el médico forense; la policía judicial llega en otro coche. Siguen apareciendo más fuerzas de seguridad: coches de la Jefatura Superior de Policía, de la Brigada Central de Investigación de la Delincuencia Especializada y de la Brigada de Patrimonio Histórico. Tal afluencia de vehículos produce un caos circulatorio en la vía de acceso al museo, que por otra parte no tiene salida. Un par de agentes de movilidad tratan en vano de poner algo de orden en el atasco que se ha formado. Los agentes están un tanto desconcertados ante la concentración de fuerzas de orden pues solo saben que han asesinado a un vigilante de seguridad y que han robado un furgón. Motivos ambos que no son tan excepcionales como para que se haya montado el circo que hay delante del museo. Lo que provoca que uno de ellos exclame:
- ¡Joder, ni que se hubieran cargado al mismísimo Rey!
   A lo que su compañero, quizá más leído o más imaginativo, apostilla con sorna:
- A lo mejor es que el furgón que han chorizado llevaba el Guernica de Picasso.