Sentado en un murete ante la
entrada de las oficinas del Museo de América, el viejo está pensando que ese
sol de finales de octubre no calienta demasiado, además hay unas nubes altas
que, aunque no demasiado densas, se bastan para que el astro rey no luzca como
suele hacerlo en el otoño madrileño, nubes que también logran desdibujar los
contornos de la Sierra de Guadarrama que apenas se divisan en la lejanía.
Unos escolares comienzan a salir del museo y
esperan a que llegue el autobús que les devolverán a su colegio. Algunos de
ellos se ponen a jugar deslizándose entre los veinticuatro desnudos mástiles
que flanquean la acera del museo hasta que son reconducidos al grupo por una de
las maestras que los vigilan. Deben ser alumnos de un centro privado porque van
de uniforme y llevan un escudo ovalado en el jersey del que el anciano no es
capaz de distinguir su leyenda. Tras unos minutos de espera, llega el autobús
que estaba aparcado en el parking lateral del museo y los chavales formando
parejas van subiendo al coche. Cuando el vehículo arranca, en la recoleta
plazuela, si se le puede llamar así, solo quedan el viejo y su nieto, un grupo
de cuatro hombres muy barbados, que por sus vestimentas y las cámaras que
llevan posiblemente sean turistas, y un taxista, eso parece pues está apostado
junto a un taxi que tiene apagada la luz verde de libre. Posiblemente esté
esperando a unos clientes que deben estar visitando el museo, piensa el viejo
que, como no tiene nada mejor que hacer, se fija en todos los detalles de
cuanto ocurre a su alrededor.
Una aparición poco frecuente rompe
la paz de la plazuela, de hecho es la primera vez que ocurre desde que el viejo
pasea por esos andurriales. Un furgón blindado, de matrícula francesa, se
detiene delante de la puerta principal del museo. De su cabina desciende un
guardia fuertemente armado que echa una mirada a su alrededor, solo ve al viejo
junto al cochecito infantil, al grupito de turistas que siguen fumando y comentando
algo entre risas y chanzas y al taxista apoyado en su vehículo. Hace una seña a
los dos ocupantes que restan en la cabina. Un segundo hombre se apea y conversa
con el guardia. Hay un tercer ocupante, el conductor, que sigue en la cabina
hasta que ve salir del museo a dos mujeres de mediana edad vestidas con sendos
guardapolvos blancos. Una de ellas lleva colgado en banderola una especie de
contador de partículas, la otra lleva una tablilla portapapeles y un móvil. Se
dirigen a los hombres del furgón quienes las saludan muy cortésmente. El
guardia no participa en el encuentro, sigue atento a cuanto pasa en el entorno.
De improviso, todo cambia en un
abrir y cerrar de ojos. El aparente taxista, que paseando se ha acercado al
furgón, empuña una pistola y conmina al guardia a tumbarse en el suelo al
tiempo que le arrebata el arma. Los presuntos turistas, que también han sacado
armas, rodean a los conductores del transporte y a las empleadas del museo al
tiempo que les ordenan:
- Al suelo.
No dicen mucho más, pero las
pistolas que empuñan son suficientemente elocuentes. Todo está pasando a un
ritmo vertiginoso, los asaltantes apenas han necesitado poco más de dos minutos
para controlar la situación.
Un testigo inesperado aparece en
escena: el vigilante de seguridad de las oficinas, fumador impenitente, hace
una de sus periódicas salidas para fumarse un pitillo. Inmediatamente se da
cuenta de lo que ocurre. No va armado, pero lo que hace es pulsar su
walkie-talkie para dar la alarma, aunque seguramente los vigilantes que están
en la sala de pantallas de las cámaras de seguridad han tenido que verlo todo
puesto que hay dos cámaras que enfocan la entrada del museo. Uno de los falsos
turistas se aproxima al vigilante y le dispara al pecho, cae fulminado, la bala
le ha destrozado el corazón.
A excepción hecha de los
asaltantes, solo queda en la plazuela una persona en posición vertical, el
anciano que mira lo que está sucediendo con una mezcla de estupor y miedo. El
atracador que ha disparado al vigilante dirige su pistola al abuelo quien
aterrado se inclina sobre el cochecito de su nieto como queriendo protegerlo
con su cuerpo. El asaltante parece que va a disparar, pero se limita a mirar
fijamente al viejo y decirle sin alzar la voz:
- A callarse o… - al tiempo que hace el gesto de dispararle.
El anciano se queda temblando como
el azogue. Tal es el miedo pasado que se le se aflojan los esfínteres de la
vejiga y en las perneras del pantalón aparecen unas delatoras manchas. Se ha
orinado encima.
Antes de que salga nadie del
museo, cuyas puertas exteriores da la impresión de que han sido bloqueadas desde
el interior, los atracadores se dividen, tres suben al furgón y el presunto
taxista y el que ha disparado cogen el taxi. Ambos vehículos salen raudos
arrollando las dos endebles barreras que interceptan el acceso al lugar, la del
propio museo y la de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el
Desarrollo, que es el edificio contiguo. Los vehículos de los ladrones toman la
avenida de los Reyes Católicos, la única salida posible, siguen por la avenida
del Arco de la Victoria y se pierden en dirección a la Ciudad Universitaria o
quizá hacia la A-6, más conocida en los pagos de la villa y corte como la
Carretera de la Coruña o A Coruña como se llama oficialmente ahora.
Pasados unos minutos desde que se
fueron los asaltantes, las puertas del museo se desbloquean y comienzan a salir
los primeros funcionarios. Primero, los vigilantes de seguridad que se aprestan
a socorrer a su compañero caído, no hay nada que hacer, enseguida comprueban
que ha fallecido. Salen más funcionarios del museo y también personas que lo
estaban visitando y a la entrada del edificio se forman corrillos en los que
unos y otros se preguntan qué ha pasado realmente. Hasta que sale un individuo
de mediana edad que pide tanto a los empleados como a los visitantes que
vuelvan a entrar en el museo, consejo que le ha dado la policía por teléfono.
Que fuera solo queden los vigilantes de seguridad.
Apenas han pasado unos minutos
cuando llega el primer auxilio, una uvi móvil del SAMUR. Casi al mismo tiempo
llega un coche de la policía nacional y otro de la municipal. Poco después,
aparece otro vehículo de la Comisaría de Moncloa/Aravaca, distrito en el que
está ubicado el museo. En poco tiempo, la pequeña explanada se llena de coches
oficiales: los vehículos de los
componentes de la comisión judicial con el juez, el secretario, el fiscal y el
médico forense; la policía judicial llega en otro coche. Siguen apareciendo más
fuerzas de seguridad: coches de la Jefatura Superior de Policía, de la Brigada
Central de Investigación de la Delincuencia Especializada y de la Brigada de
Patrimonio Histórico. Tal afluencia de vehículos produce un caos circulatorio
en la vía de acceso al museo, que por otra parte no tiene salida. Un par de
agentes de movilidad tratan en vano de poner algo de orden en el atasco que se
ha formado. Los agentes están un tanto desconcertados ante la concentración de
fuerzas de orden pues solo saben que han asesinado a un vigilante de seguridad
y que han robado un furgón. Motivos ambos que no son tan excepcionales como
para que se haya montado el circo que hay delante del museo. Lo que provoca que
uno de ellos exclame:
- ¡Joder, ni que se hubieran cargado al mismísimo Rey!
A lo que su compañero, quizá más
leído o más imaginativo, apostilla con sorna:
- A lo mejor es que el furgón que han chorizado llevaba el Guernica de
Picasso.