Anochece. El sol está en un tris de dejar a
Europa sumida en las sombras e iluminar otro día más allá del horizonte
atlántico. A su vez, el hombre de esta historia también dice adiós a una
jornada que, como tantas, se le ha hecho interminable. Desde que vive solo, y
va para cerca de dos años, cuando no hay gente a su alrededor tiene la
costumbre de hablar en voz alta como si de esa forma espantara su tediosa soledad.
-¡Vaya diita
y ensima s´a levantao el jodío poniente! Claro que peor hubiera sio si llega a
soplar el levante –La vida le ha llevado a tener que pronunciar el español de
forma correcta, pero cuando habla para sí le sale el acento y el seseo de su tierra
gaditana.
Piensa que lo mejor que puede hacer es dejar
la revista porno que está ojeando y darse un garbeo por los alrededores ahora
que Lorenzo ha dejado de apretar y los turistas habrán desaparecido de las
playas. Si anda lo suficiente para cansarse quizá, solo quizá, pueda coger el
sueño antes de lo que últimamente suele. Porque es que hasta duerme mal, ¡él,
que siempre dormía como un niño chico! Al final, se decide y se lanza por las
angostas calles de Tavira y luego por la playa. Anda varios kilómetros hasta
que el cansancio pone plomo en sus piernas. Es momento de volver al modesto
hotel en que se hospeda.
-Boa noite –le saluda el recepcionista y
factótum de la pousada que añade -. Acalmou o vento.
-Boa noite –responde el hombre, usando
una de las pocas frases en portugués que mejor pronuncia puesto que las demás solo
las chapurrea en el mejor de los casos.
Malditos tavirenses, piensa, más de la mitad
de las cosas que dicen no las entiendo y eso que desde la otra ribera del
Guadiana la lengua parecía fácil, pero con ese acento tan cerrado que tienen,
ni flores. Otro punto más, se dice, a favor de que tiene que buscar otro
escondite. Tendrá que estudiarlo con más cuidado que cuando buscó la opción de
Tavira. Cometer un tercer error sería demasiado.
Se echa en la cama e intenta dormir, casi ha
cogido el sueño cuando el batir de una ventana entreabierta lo despeja otra
vez. A falta de algo mejor, se pone a recordar. ¿Quién tiene la culpa de que me
vea metido en este agujero?, se pregunta. ¿Mi mal fario, el azar, la juez
Alaya, el cabrón que se volvió contra mí o la mala puta de mi mujer que para
vengarse se fue de la lengua? Analizando los posibles culpables de pronto, y
sin saber por qué, se acuerda de aquella frase que solía repetir su padre de
que entre todos la mataron y ella solo se murió. Algo parecido le ha pasado,
entre todos, cada uno a su modo y manera, lo convirtieron en lo que es hoy: un
prófugo de la justicia, un personaje solitario, un trabajador sin trabajo, un
sindicalista sin sindicato y un hombre de partido al que el suyo ha borrado de
sus registros. Curro, se dice, eres un fenómeno, te has convertido en un
fugitivo, como el de aquella serie de la tele de hace años. ¡Y encima has
terminado metido en este hoyo! Tengo que salir de aquí, no aguanto más. Y
vuelve a repetirse que no puede cometer un tercer error. Aunque hablando de
errores, monologa, la madre de todos los errores, como decía de las batallas el
bigotudo aquel de Irak que se cepillaron los yanquis, fue ignorar que una mujer
que se siente engañada tiene más peligro que un grupo de legionarios hartos de
vino. Por eso empezó todo en Sevilla, la ciudad que tiene un color especial
como cantaban Los del Río. Luego tuvo la fatalidad de tropezarse con una jueza
instructora como la Alaya. Lo demás vino rodado. También recuerda que cuando el
abogado que le defendía, y al que conocía desde sus días en la directiva del
Sindicato del Metal, se sinceró con él y le confesó que el suyo era un caso
chungo, la tierra pareció abrirse bajo sus pies.
-En el
proceso oral, como se tuerzan las cosas y tu mujer mantenga su testimonio, es
posible que el fiscal pida cárcel y una elevada pena pecuniaria. Pero esa no
será la última palabra, aún en el supuesto de que fueras condenado la sentencia
no será firme mientras no concluyan todas las apelaciones hasta llegar al
Supremo. Y si necesario fuera, en el bufete estamos preparados para llegar hasta
el tribunal de La Haya. O sea, Curro, que no te preocupes, tenemos mucho tiempo
por delante.
Pero el hombre llamado Curro pensaba en otra
película: se veía entrando y saliendo de los juzgados, sufriendo lo que ha dado
en llamarse la pena de los telediarios y abandonado, cuando no despreciado y
humillado, por todos aquellos que se decían sus amigos, sus conmilitones, sus
camaradas sindicales. ¡Menudo futuro por delante!
-Oye, ¿y eso
de la pena pecuniaria puede ser de mucho jurdó? –y antes de que el letrado
conteste prosigue -A la trena no quiero volver, ya he tenido bastante con los
dos años que me han tenido enjaulado con la provisional. ¿Y qué pasa si no me
presento a juicio?
-No te lo
aconsejo. Si no te presentas, el tribunal dictará una orden de busca y captura
por incomparecencia y la policía acudirá a tu domicilio para proceder a tu
detención.
-¿Y si ya no
estuviera en casa o no me encontraran?
-Te
declararán prófugo aunque no se haya celebrado el juicio oral ni dictado
sentencia firme. Y cuando la policía te eche el guante tendrás un delito más
que penar. Repito, no te lo aconsejo, pero… tú verás.
Lo de tú verás le llevó a una nueva consulta
fuera del cauce jurídico. No tenía muchas opciones para pedir consejo. Acabó
por preguntar a un viejo jubilado, conocido como Pepote el Salvaculos, que fue
jefe suyo en el sindicato, pero que seguía siendo un lince en esquivar toda
suerte de batallas legales, habilidad que le valió su remoquete. Su
recomendación, dicha con su seseante acento sevillano, fue tajante.
-Pueden
pasar tantas cosas que, si te vas, quisá cuando regreses haya dado la vuelta la
tortilla y los que ahora quieren llevarte al trullo acaben poniéndote una medalla.
Tú habrás guardao guita, ¿verdad? Pues entonses, coge unos buenos fajos de billetes
y desaparese de Sevilla y, si me apuras, de España. Ah, y no te despidas de nadie,
ni siquiera de la Rosío –El viejo zorro tocó la fibra que más le iba a doler,
al citar a su amante y compañera de chanchullos de los últimos años.
El Salvaculos se lo dejó claro, solo tenía
una salida: irse de najas, tomar las de Villadiego, darse el piro… largarse de
Sevilla y del país. En principio, pensó en dos posibles destinos: Cuba y Nueva
York. Ya se veía tomando el sol en Varadero al lado de una mulata de turgentes
pechos y prietas nalgas o paseando por la Quinta Avenida neoyorquina. En
cualquiera de ambos sitios, ¿quién iba a conocer a Francisco Salazar Jiménez?,
más conocido familiarmente por Curro, y que con el correr de los años había
formado parte del llamado Trío de los Conseguidores que eran los que manejaban
las subvenciones de la Junta de Andalucía para los falsos ERES que allí
proliferaban. Fue a una agencia de viajes a informarse sobre ambos destinos y
en algún momento de la charla la empleada que le atendía aludió a la cuestión
de los visados.
-¡Cómo!, ¿es
que hace falta visado para esos países? –preguntó Curro en una demostración
palmaria de lo poco viajado que estaba.
La muchacha se quedó mirando al potencial
cliente sin saber si lo preguntaba en serio o le estaba vacilando. Eligió la
primera opción.
-Naturalmente,
señor. El visado es el complemento indispensable del pasaporte. Los
norteamericanos son sumamente intransigentes en esa cuestión y los cubanos, por
aquello de la peculiar política de la isla, también hay veces que se ponen
quisquillosos.
En ese momento, el bueno de Curro se cayó
del guindo al darse cuenta de que no podía viajar a ninguno de ambos países por
mucho que le apeteciera, ni a ningún otro sitio donde necesitara exhibir el
pasaporte. Si le declaraban prófugo, como dijo el abogado, seguirle el rastro
sería cosa de coser y cantar. Le quedaban los países de la Unión Europea, donde
le bastaba el DNI, pero ir mostrando el documento nacional de identidad también
sería dejar una pista fácilmente detectable. Entonces fue cuando tuvo la idea
de un nuevo destino: se iría a Portugal, el único país extranjero que conocía y
en el que se encontró cómodo; la gente era amable, la vida barata, el clima
estupendo y su lengua creía que medio podía entenderla, al menos se veía capaz
de leer los periódicos.
Y esa fue la opción que escogió. No se
despediría de nadie, ni de los compañeros de partido que cuando se tropezaban
con él en la calle cambiaban de acera para no saludarle, ni de los camaradas
del sindicato que le tildaban de chivato, ni de su mujer e hijos a los que
había abandonado cuando comenzó a ganar tanto dinero que guardaba los billetes en
bolsas de basura, ni siquiera de Rocío. Se iría escaso de equipaje, pero
forrado de pasta. Si todo empezó en Sevilla, se dijo, en algún lugar de la
tierra lusitana iba a encontrar donde hacer un paréntesis en su nueva vida de
fugitivo. Ahora solo faltaba encontrar el sitio adecuado.
PD.- Hasta
el próximo viernes