"Los Carreño"

Este blog guarda cinco novelas cuyo autor es Zacarías Ramo Traver. Una trilogía sobre Torreblanca (Castellón): “Las dos guerras de Aurelio Ríos”, la guerra civil en ese pueblo mediterráneo. “La pertinaz sequía”, la vida de la posguerra. “Apartamento con vistas al mar”, el boom inmobiliario y la crisis del 2008. “El robo del Tesoro Quimbaya”, el hurto de unas joyas precolombinas del Museo de América. “Una playa aparentemente tranquila”, un encausado del caso ERE, huyendo de la justicia, se refugia en una recóndita playa (Torrenostra). Salvo la primera, las demás están en forma de episodios. Ahora está publicando otra novela en episodios, Los Carreño, que es la historia de dos generaciones de una familia real e irrepetible, entre 1889 y 1949, período en el que suceden hechos tan significativos como: el Desastre del 98, la I Guerra Mundial, la Revolución Rusa, la aparición del fascismo, la Guerra de África, la Dictablanda, la II República, la Guerra Civil y el franquismo.

viernes, 26 de julio de 2013

1.20. El prodigio del metro cuadrado

   Pascual Tormo está cansado de narrar a los reporteros las vicisitudes por las que pasó el desarrollo urbanístico de Senillar. No obstante, hace de tripas corazón y prosigue con sus explicaciones:
- Bien, sigo con el boom del ladrillo y sus antecedentes. Para que tengáis una idea más precisa tengo que remontarme a la década de los sesenta. Después de la etapa de hambruna tras la guerra civil, la explotación naranjera se convirtió en un negocio floreciente. Luego llegaron los tiempos de las vacas flacas, la agricultura en general y la naranja en particular cayó en picado. Hasta que hace un par de décadas, hacia principios de  los noventa, algún despabilado se fijó en el pueblo y descubrió que, posiblemente, era de los pocos parajes costeros de Valencia que seguía virgen pues apenas había sido invadido por el ladrillo.
- ¿Antes de esa época no había edificios en la playa?
- En la playa siempre hubo viviendas, pero en general eran casas modestas de una o dos alturas, algún chalé de medio pelo y poco más. Hasta que, de la noche a la mañana, se desató la fiebre constructora en Senillar. El pueblo, del que nadie había oído hablar, comenzó a aparecer en los medios, y se llenó de promotores e inversores que creyeron que esto podría ser, en pequeño, un nuevo Benidorm. De repente los propietarios de fincas, todas ellas con la calificación de terreno rústico, descubrieron el prodigio del metro cuadrado.
- ¿Cómo que el prodigio del metro cuadrado? - inquiere sorprendido el periodista.
- Os explico. Aquí la superficie de las fincas se midió siempre por fanegas y esa era la medida con la que se vendían y compraban. Antes del inicio del boom, una fanega de tierra de secano venía a costar unas doscientas cincuenta mil pesetas, la de regadío algo más. De pronto comenzaron a pulular corredores y agentes de la propiedad inmobiliaria que, ante el maravillado asombro de los labradores, querían comprar sus campos no por fanegas sino a tanto el metro cuadrado. La consecuencia fue que el precio de la tierra se disparó. Fincas abandonadas, que no valían cuatro reales, de la noche a la mañana se convirtieron en terrenos que se cotizaban a precio de oro. Imaginad al propietario de una finquita de secano de cuatro fanegas, al que si antes le daban un millón de pesetas por ella se daba con un canto en los dientes, y de pronto aparecía alguien que le ofrecía mil pesetas por metro cuadrado, que fue el precio inicial con el que se comenzó la loca carrera de la especulación del suelo.

   El fotógrafo interviene en el diálogo entre Tormo y su compañero preguntando:
- Oye, Pascual, la fanega, ¿cuántos metros cuadrados son?
- Una fanega aquí tiene ochocientos treinta y tres metros con treinta y tres centímetros, cuadrados naturalmente. Multiplicad. La finca de cuatro fanegas se convertía en algo más de tres mil trescientos metros, lo que a mil pesetas el metro suponía más de tres millones, el triple que antes. Aquello no fue más que el principio de la locura porque de las mil se pasó diez, luego a veinte, después a treinta y siguieron subiendo los precios en una escalada que parecía no tener fin. ¿Ya me diréis si no se puede calificar al metro cuadrado de prodigioso?
- Desde luego, se merece el calificativo. Imagino que con esos precios la gente estaba loca por vender.
- En general, sí, pero con excepciones. Cuando se produce un fenómeno similar al que ocurrió aquí de que un bien, en este caso la tierra, se encarece más y más a medida que pasan los días, cada propietario ha de sostener una lucha interna entre el sentido común y la codicia.
- Explícate, Pascual – solicita el periodista.
- Os pongo un ejemplo: mis padres tenían una pequeña finca, aquí casi todas lo son, en la partida del Torreón. Desde el primer día se la quisieron comprar a mil pesetas el metro y el corredor afirmaba que era como robar el dinero. Yo mismo les aconsejé que no vendieran porque suponía que los precios se iban a disparar. Cuando otro agente inmobiliario llegó a casa con la oferta de diez mil el metro pensé que ya era un precio imbatible y les dije que era el momento de vender. Mi madre dudaba, pero mi padre vaticinó que el valor subiría, tenía razón. Los precios siguieron su escalada hasta que parecieron estabilizarse cuando alcanzaron la cota de las treinta mil pesetas metro, momento en que volvieron a querer comprárnosla.

   Tormo hace una pausa en su explicación que provoca la inmediata y concisa interpelación del reportero:
- ¿Y?
- Hubo una reunión familiar, la más tensa que recuerdo. Mi madre sostenía que jamás podíamos haber imaginado conseguir tanto dinero por un campo de secano plantado de almendros. En su opinión había que vender. En cambio mi padre mostró una faceta insospechada de su carácter, la codicia. Razonaba que, sí en algo más de tres años se había pasado de mil a treinta, si esperábamos, seguro que el precio llegaría a las sesenta. Por tanto, de vender, nada. Tuvieron una pelea de lo más penoso. Para dirimir la pugna pidieron mi opinión, pese a que ya la conocían. Volví a insistir que lo más sensato era aceptar la oferta.
- ¿No argumentaste tu opinión? – quiere saber el reportero.
- Por supuesto. Les hablé de que, como decía Antonio Machado, es de necios  confundir valor y precio. Eché mano del refranero con lo de que más vale un pájaro en mano que ciento volando. En fin, traté de apuntalar la opción de venta con todos los razonamientos que se me ocurrieron – remata el profesor su explicación.

   Como Tormo parece que no tiene más que decir, el periodista, con una sonrisa en la boca, pregunta:
- Pascual, eres un maestro del suspense, no dejes la narración sin final, dinos como terminó la historia.
- Pues que mi padre no dio su brazo a torcer hasta que mi madre se puso a llorar como una Magdalena. Fue demasiado para él. Accedió a vender. Por cierto que el tiempo le dio la razón, unos años después el precio subió hasta las sesenta mil pesetas metro. Estuvo todo ese tiempo repitiendo una y otra vez lo de ya lo dije y que por nuestra culpa habíamos perdido un dineral.
- Y tenía razón – comenta el periodista.
- Hasta cierto punto sí, exactamente la tuvo hasta el fatídico dos mil ocho. Entonces, de un día para otro los precios se desplomaron y es llegado el día en que siguen sin recuperarse. En este momento no sé a cómo está el metro, pero lo que sí sé es que ni siquiera debe haber mercado porque en los solares ya urbanizados los carteles con lo de se vende terminan cayéndose de viejos. Ahora sí que es el fin de la historia – concluye Tormo y agrega -. No sé si sería un buen titular el de: Los metros cuadrados siguen, pero el dinero ha volado.
- Como titular es demasiado largo, uno más periodístico sería: Fin del prodigio del metro cuadrado –remacha el reportero.