Jaime Sierra, aunque le repugna ser un
chivato por cuestión de principios, hace de tripas corazón y decide responder
con la verdad a la pregunta de la instructora sobre si conoce a otras personas que
visitaron a Salazar. Y lo hace porque si le pillan en un renuncio puede
acarrearle problemas.
-Sí, conozco
a varias, señoría. Precisamente, al día siguiente que le pegaron a Salazar la
paliza, nos juntamos un grupo de personas esperando su vuelta de Castellón para
saber qué le habían dicho los médicos. De ese grupo conocía a todos salvo a
uno. Allí estaban: Alfonso Pacheco, el hijo mayor del difunto Francisco José,
Rocío Molina su antigua novia y la persona que conocí en ese momento, Carlos
Espinosa.
-Explíqueme
de qué les conocía.
-A Pacheco
le conozco desde hace muchos años, ambos hemos trabajado para la Junta de
Andalucía y además somos compañeros de partido. A Francisco José le conocía al
ser hijo de Curro pero muy superficialmente. A Rocío la conocía como novia del
fallecido, pero que al igual que con su hijo mis contactos con ella fueron
escasos y superficiales. En cuanto a Espinosa, como he dicho, no le conocí
hasta aquel día.
-¿Sabe usted
si alguno de ellos podía sentir aversión hacia Salazar o tener algún motivo
como para causarle la muerte?
-No lo creo,
señoría, aunque mis contactos con todos ellos eran muy someros salvo con
Pacheco y este no solo no sentía ninguna animadversión hacia Salazar sino que
fue quien le salvó de que siguieran golpeándole y quien al día siguiente le
llevó a Castellón a que le reconocieran. Los demás no sé si sentían alguna
aversión hacia Curro. De Espinosa, que como acabo de declarar le conocí en ese
momento, no puedo decir nada –A Sierra no le importa desviar las sospechas
hacia el malagueño, piensa que es mejor que haya un cabeza de turco.
-Volvamos
atrás. La causa que ha declarado de su estancia en la provincia la considero
bastante inconsistente. Podría explicarla de la forma más convincente posible.
Sierra, que hasta ahora ha estado a la
defensiva, decide pasar al ataque.
-Tengo poco
más que añadir, señoría, pero si tiene en cuenta que soy soltero, que estoy en
el paro y que por muy conocidas me aburren un tanto las playas andaluzas,
comprenderá que no es tan inconsistente que decidiera pasar unos días con un
amigo en la Costa de Azahar que no conocía, exactamente en una de las playas
más publicitadas, Marina d´Or, y en cuyo mismo municipio también se encontraba
un viejo amigo, Alfonso Pacheco. Usted, señoría, puede calificar que todos esos
motivos son inconsistentes, si me lo permite yo los adjetivaría de otro modo:
habituales, comunes, ordinarios o naturales –Sierra tira de sinónimos para
hacerle ver a la jueza que no está tratando con un palurdo iletrado.
-¿Por qué se
marchó el mismo día del fallecimiento de Salazar? –la instructora cambia de
tema.
Sierra procura ser lo más convincente
posible porque es consciente de que ese puede ser uno de los puntos débiles de
su declaración. Es una respuesta que también la ha pactado con Pacheco.
-Al fallarme
el amigo con el que había organizado el viaje, me aburría de estar solo y estaba
pensando en marcharme. Solo faltó que Alfonso, me refiero al señor Pacheco, me
dijera que se volvían a Sevilla porque le habían llamado del trabajo. Fue lo
que acabó de decidirme y como dicen en esta tierra, pensat i fet, lo pensé y lo hice al instante. Empaqué mi espartano
equipaje, cogí el coche y me puse en carretera. Si hubiera sabido lo que le
estaba pasando a Salazar no me hubiese ido, habría ido a echar una mano en lo
que pudiera.
-¿Tiene algo
más que declarar?
-No,
señoría.
La jueza da por terminada la declaración del
testigo con lo que han concluido las declaraciones de los tres testigos citados
para el día de la fecha. Ha llegado la hora de dictar resoluciones. La
instructora vuelve a releer detenidamente las manifestaciones de los
declarantes y acaba ciñéndose a la declaración de Carlos Espinosa pues es la
que más interrogantes encierra. Se dice que el motivo de la estancia en
Castellón del malagueño, un presunto negocio con el fallecido, no parece muy sólido,
pero es el suceso de la botella de coñac y que se la diera a beber a un hombre
que, según afirman los testigos, se encontraba muy enfermo lo que más sospechoso
resulta. Tras meditarlo detenidamente y consultar el Código Penal, resuelve
dejarle libre pero con cargos, el de la omisión del deber de socorro. En cuanto
a Alfonso Pacheco, al no estar en la habitación 16 la tarde de autos, le deja
libre sin cargos. Por el mismo motivo, deja libre sin cargos a Jaime Sierra,
aunque se queda con dudas pues la motivación que ha dado de su estancia en la
Costa de Azahar hace aguas por todas partes. Finalmente, en la resolución se
les advierte a los tres que estén localizables por si es necesario volver a
interrogarles o someterles a algún careo.
En el entretanto, Grandal ha enviado a
Castellón al trío formado por Álvarez, Ballarín y Ponte para que, a través del
reconocimiento de las matrículas de los coches de los que vienen a declarar
desde Andalucía, traten de localizar y, en su caso, fotografiar a Espinosa,
Pacheco y Sierra. Si lo consiguen enseñarán sus fotos a los empleados del
hostal los Prados para ver si reconocen a alguno. El trio de ayudantes recorre
a bordo del Seat de Álvarez los alrededores de los hoteles de más de tres
estrellas de la ciudad para ver si dan con alguna de las matrículas. El
resultado es decepcionante, no descubren nada.
-Esto no es
tan fácil como el negrero de Jacinto había pensado –se queja Álvarez.
-Tened en
cuenta que muchos de estos hoteles deben de tener garaje. Si han metido los
coches en ellos no los descubriremos –comenta Ballarín.
-Igual están
en algún hotel de El Grao o de Benicàssim que están muy cerca de la ciudad
–apunta Ponte para que sus amigos no se desfonden.
-Solo nos
queda mirar en los alrededores de la Audiencia –sugiere Álvarez.
Tras debatirlo, optan por aparcar el coche y
se van andando a la Audiencia Provincial, ubicada en el Bulevar Blasco Ibáñez,
s/n, como si fueran tres viejos que están pasando la mañana. El edificio judicial
no está tan protegido como suponían, solo ven a un vigilante de una empresa
privada de seguridad, lo que les tranquiliza. Pese a todo siguen sin descubrir
ninguno de los vehículos que buscan. Pasa el tiempo y el desánimo va cundiendo
entre los vejetes.
-¿Jacinto
estaba seguro de que esos fulanos iban a declarar hoy? –pregunta Ballarín.
-Segurísimo,
se lo sopló el sargento de Torreblanca y ese lo tiene que saber bien –responde
Álvarez.
-Chicos, mis
pies han dicho basta, si no me siento un ratito vais a tener una baja –se
lamenta Ponte que al ser el más viejo es quien primero flojea.
-Vamos a
tomarnos algo en ese bar de la esquina y descansas un rato –propone Álvarez
haciendo caso de la queja de su amigo.
El bar tiene una nutrida clientela entre la
que hay muchos funcionarios de la cercana Audiencia. El trio se queda de pie en
la barra hasta que Ponte, que es el que más lo necesita, ve levantarse de una
mesa a unos abogados que todavía visten la toga obligatoria cuando se presentan
ante los tribunales. Se da prisa por ocupar la mesa antes de que otros se la
birlen. Cogen las consumiciones de la barra y las llevan hasta la mesa:
Ballarín un descafeinado con edulcorante, Ponte un café con leche y Álvarez una
cerveza. En la mesilla de al lado hay dos hombres jóvenes y bien trajeados que
hablan un andaluz de manual. Aunque procuran no elevar mucho el tono no les
queda más remedio que hacerlo pues el nivel sonoro en el establecimiento tiene
tantos decibelios que solo hablando alto se puede entender la gente. Por lo que
comentan ambos andaluces, en ocasiones acaloradamente, al trio de jubilados les
cuesta poco tiempo comprender que sus vecinos deben de ser dos de los que han
declarado en el caso Pradera. Ballarín, recordando lo que hicieron durante la
investigación del robo del Tesoro Quimbaya (*) en una ocasión parecida, dispone
la trama. Saca con toda parsimonia, y sin esconderla, su cámara y se retira
unos pasos como si fuera a fotografiar a sus dos amigos que se ponen sonrientes
en pose. Además de a sus amigos ha sacado un par de instantáneas a ambos
andaluces que ni siquiera se han molestado en mirarles. El exferretero hasta se
excede en su virtuosismo de espía aficionado pues haciendo gala de una notable
sangre fría le pide a uno de sus vecinos si es tan amable de hacerles una foto
a él y a sus amigos.
-Faltaría
más –acepta Pacheco que es a quien se lo ha pedido.
La diosa Fortuna parece sonreír al trio pues
cuando están a punto de levantarse un hombre elegantemente vestido que acaba de
entrar es llamado por los andaluces. El trio de viejos se queda en la mesa,
igual se enteran de más cosas. A quien han llamado Pacheco y Sierra, pues
efectivamente de ellos se trata, es a Carlos Espinosa que está tan moreno como
pálido, tiene motivos: la jueza hace diez minutos que le ha dejado en libertad
pero con cargos. La rabia que le invade es mayúscula. Maldice el momento en que
aceptó el encargo de negociar con Salazar y maldice más la estupidez que cometió
al tratar de envenenarle. “Menos mal –se dice- que parece que no han
descubierto el raticida en la autopsia que han debido hacerle”. Su cabreo
aumenta cuando Pacheco y Sierra le informan que a ellos no les han imputado
ningún cargo. Oyendo esa charla es como el trio averigua que inopinadamente
acaban de descubrir al último de los testigos que buscaban. Ballarín vuelve a
hacer la pantomima de fotografiar a sus dos compañeros de mesa y al tiempo
retrata asimismo a los testigos. Misión cumplida.
“¡Esto es como si nos hubiese tocado el bote
de euromillones!” se dice Ballarín al pensar en la fortuna que han tenido al
poder cazar a los tres testigos de una tacada.
PD.- Hasta
el próximo viernes que publicaré el capítulo 22, episodio 92. “A ver si descubrimos
el filón”.
(*) La
novela “El robo del tesoro Quimbaya” puede leerse en este blog.