"Los Carreño"

Este blog guarda cinco novelas cuyo autor es Zacarías Ramo Traver. Una trilogía sobre Torreblanca (Castellón): “Las dos guerras de Aurelio Ríos”, la guerra civil en ese pueblo mediterráneo. “La pertinaz sequía”, la vida de la posguerra. “Apartamento con vistas al mar”, el boom inmobiliario y la crisis del 2008. “El robo del Tesoro Quimbaya”, el hurto de unas joyas precolombinas del Museo de América. “Una playa aparentemente tranquila”, un encausado del caso ERE, huyendo de la justicia, se refugia en una recóndita playa (Torrenostra). Salvo la primera, las demás están en forma de episodios. Ahora está publicando otra novela en episodios, Los Carreño, que es la historia de dos generaciones de una familia real e irrepetible, entre 1889 y 1949, período en el que suceden hechos tan significativos como: el Desastre del 98, la I Guerra Mundial, la Revolución Rusa, la aparición del fascismo, la Guerra de África, la Dictablanda, la II República, la Guerra Civil y el franquismo.

viernes, 15 de febrero de 2019

91. ¡Como si nos hubiese tocado el bote de euromillones!


   Jaime Sierra, aunque le repugna ser un chivato por cuestión de principios, hace de tripas corazón y decide responder con la verdad a la pregunta de la instructora sobre si conoce a otras personas que visitaron a Salazar. Y lo hace porque si le pillan en un renuncio puede acarrearle problemas.
-Sí, conozco a varias, señoría. Precisamente, al día siguiente que le pegaron a Salazar la paliza, nos juntamos un grupo de personas esperando su vuelta de Castellón para saber qué le habían dicho los médicos. De ese grupo conocía a todos salvo a uno. Allí estaban: Alfonso Pacheco, el hijo mayor del difunto Francisco José, Rocío Molina su antigua novia y la persona que conocí en ese momento, Carlos Espinosa.
-Explíqueme de qué les conocía.
-A Pacheco le conozco desde hace muchos años, ambos hemos trabajado para la Junta de Andalucía y además somos compañeros de partido. A Francisco José le conocía al ser hijo de Curro pero muy superficialmente. A Rocío la conocía como novia del fallecido, pero que al igual que con su hijo mis contactos con ella fueron escasos y superficiales. En cuanto a Espinosa, como he dicho, no le conocí hasta aquel día.
-¿Sabe usted si alguno de ellos podía sentir aversión hacia Salazar o tener algún motivo como para causarle la muerte?
-No lo creo, señoría, aunque mis contactos con todos ellos eran muy someros salvo con Pacheco y este no solo no sentía ninguna animadversión hacia Salazar sino que fue quien le salvó de que siguieran golpeándole y quien al día siguiente le llevó a Castellón a que le reconocieran. Los demás no sé si sentían alguna aversión hacia Curro. De Espinosa, que como acabo de declarar le conocí en ese momento, no puedo decir nada –A Sierra no le importa desviar las sospechas hacia el malagueño, piensa que es mejor que haya un cabeza de turco.
-Volvamos atrás. La causa que ha declarado de su estancia en la provincia la considero bastante inconsistente. Podría explicarla de la forma más convincente posible.
   Sierra, que hasta ahora ha estado a la defensiva, decide pasar al ataque.
-Tengo poco más que añadir, señoría, pero si tiene en cuenta que soy soltero, que estoy en el paro y que por muy conocidas me aburren un tanto las playas andaluzas, comprenderá que no es tan inconsistente que decidiera pasar unos días con un amigo en la Costa de Azahar que no conocía, exactamente en una de las playas más publicitadas, Marina d´Or, y en cuyo mismo municipio también se encontraba un viejo amigo, Alfonso Pacheco. Usted, señoría, puede calificar que todos esos motivos son inconsistentes, si me lo permite yo los adjetivaría de otro modo: habituales, comunes, ordinarios o naturales –Sierra tira de sinónimos para hacerle ver a la jueza que no está tratando con un palurdo iletrado.
-¿Por qué se marchó el mismo día del fallecimiento de Salazar? –la instructora cambia de tema.
   Sierra procura ser lo más convincente posible porque es consciente de que ese puede ser uno de los puntos débiles de su declaración. Es una respuesta que también la ha pactado con Pacheco.
-Al fallarme el amigo con el que había organizado el viaje, me aburría de estar solo y estaba pensando en marcharme. Solo faltó que Alfonso, me refiero al señor Pacheco, me dijera que se volvían a Sevilla porque le habían llamado del trabajo. Fue lo que acabó de decidirme y como dicen en esta tierra, pensat i fet, lo pensé y lo hice al instante. Empaqué mi espartano equipaje, cogí el coche y me puse en carretera. Si hubiera sabido lo que le estaba pasando a Salazar no me hubiese ido, habría ido a echar una mano en lo que pudiera.
-¿Tiene algo más que declarar?
-No, señoría.
   La jueza da por terminada la declaración del testigo con lo que han concluido las declaraciones de los tres testigos citados para el día de la fecha. Ha llegado la hora de dictar resoluciones. La instructora vuelve a releer detenidamente las manifestaciones de los declarantes y acaba ciñéndose a la declaración de Carlos Espinosa pues es la que más interrogantes encierra. Se dice que el motivo de la estancia en Castellón del malagueño, un presunto negocio con el fallecido, no parece muy sólido, pero es el suceso de la botella de coñac y que se la diera a beber a un hombre que, según afirman los testigos, se encontraba muy enfermo lo que más sospechoso resulta. Tras meditarlo detenidamente y consultar el Código Penal, resuelve dejarle libre pero con cargos, el de la omisión del deber de socorro. En cuanto a Alfonso Pacheco, al no estar en la habitación 16 la tarde de autos, le deja libre sin cargos. Por el mismo motivo, deja libre sin cargos a Jaime Sierra, aunque se queda con dudas pues la motivación que ha dado de su estancia en la Costa de Azahar hace aguas por todas partes. Finalmente, en la resolución se les advierte a los tres que estén localizables por si es necesario volver a interrogarles o someterles a algún careo.
   En el entretanto, Grandal ha enviado a Castellón al trío formado por Álvarez, Ballarín y Ponte para que, a través del reconocimiento de las matrículas de los coches de los que vienen a declarar desde Andalucía, traten de localizar y, en su caso, fotografiar a Espinosa, Pacheco y Sierra. Si lo consiguen enseñarán sus fotos a los empleados del hostal los Prados para ver si reconocen a alguno. El trio de ayudantes recorre a bordo del Seat de Álvarez los alrededores de los hoteles de más de tres estrellas de la ciudad para ver si dan con alguna de las matrículas. El resultado es decepcionante, no descubren nada.
-Esto no es tan fácil como el negrero de Jacinto había pensado –se queja Álvarez.
-Tened en cuenta que muchos de estos hoteles deben de tener garaje. Si han metido los coches en ellos no los descubriremos –comenta Ballarín.
-Igual están en algún hotel de El Grao o de Benicàssim que están muy cerca de la ciudad –apunta Ponte para que sus amigos no se desfonden.
-Solo nos queda mirar en los alrededores de la Audiencia –sugiere Álvarez.
   Tras debatirlo, optan por aparcar el coche y se van andando a la Audiencia Provincial, ubicada en el Bulevar Blasco Ibáñez, s/n, como si fueran tres viejos que están pasando la mañana. El edificio judicial no está tan protegido como suponían, solo ven a un vigilante de una empresa privada de seguridad, lo que les tranquiliza. Pese a todo siguen sin descubrir ninguno de los vehículos que buscan. Pasa el tiempo y el desánimo va cundiendo entre los vejetes.
-¿Jacinto estaba seguro de que esos fulanos iban a declarar hoy? –pregunta Ballarín.
-Segurísimo, se lo sopló el sargento de Torreblanca y ese lo tiene que saber bien –responde Álvarez.
-Chicos, mis pies han dicho basta, si no me siento un ratito vais a tener una baja –se lamenta Ponte que al ser el más viejo es quien primero flojea.
-Vamos a tomarnos algo en ese bar de la esquina y descansas un rato –propone Álvarez haciendo caso de la queja de su amigo.
   El bar tiene una nutrida clientela entre la que hay muchos funcionarios de la cercana Audiencia. El trio se queda de pie en la barra hasta que Ponte, que es el que más lo necesita, ve levantarse de una mesa a unos abogados que todavía visten la toga obligatoria cuando se presentan ante los tribunales. Se da prisa por ocupar la mesa antes de que otros se la birlen. Cogen las consumiciones de la barra y las llevan hasta la mesa: Ballarín un descafeinado con edulcorante, Ponte un café con leche y Álvarez una cerveza. En la mesilla de al lado hay dos hombres jóvenes y bien trajeados que hablan un andaluz de manual. Aunque procuran no elevar mucho el tono no les queda más remedio que hacerlo pues el nivel sonoro en el establecimiento tiene tantos decibelios que solo hablando alto se puede entender la gente. Por lo que comentan ambos andaluces, en ocasiones acaloradamente, al trio de jubilados les cuesta poco tiempo comprender que sus vecinos deben de ser dos de los que han declarado en el caso Pradera. Ballarín, recordando lo que hicieron durante la investigación del robo del Tesoro Quimbaya (*) en una ocasión parecida, dispone la trama. Saca con toda parsimonia, y sin esconderla, su cámara y se retira unos pasos como si fuera a fotografiar a sus dos amigos que se ponen sonrientes en pose. Además de a sus amigos ha sacado un par de instantáneas a ambos andaluces que ni siquiera se han molestado en mirarles. El exferretero hasta se excede en su virtuosismo de espía aficionado pues haciendo gala de una notable sangre fría le pide a uno de sus vecinos si es tan amable de hacerles una foto a él y a sus amigos.
-Faltaría más –acepta Pacheco que es a quien se lo ha pedido.
   La diosa Fortuna parece sonreír al trio pues cuando están a punto de levantarse un hombre elegantemente vestido que acaba de entrar es llamado por los andaluces. El trio de viejos se queda en la mesa, igual se enteran de más cosas. A quien han llamado Pacheco y Sierra, pues efectivamente de ellos se trata, es a Carlos Espinosa que está tan moreno como pálido, tiene motivos: la jueza hace diez minutos que le ha dejado en libertad pero con cargos. La rabia que le invade es mayúscula. Maldice el momento en que aceptó el encargo de negociar con Salazar y maldice más la estupidez que cometió al tratar de envenenarle. “Menos mal –se dice- que parece que no han descubierto el raticida en la autopsia que han debido hacerle”. Su cabreo aumenta cuando Pacheco y Sierra le informan que a ellos no les han imputado ningún cargo. Oyendo esa charla es como el trio averigua que inopinadamente acaban de descubrir al último de los testigos que buscaban. Ballarín vuelve a hacer la pantomima de fotografiar a sus dos compañeros de mesa y al tiempo retrata asimismo a los testigos. Misión cumplida.
   “¡Esto es como si nos hubiese tocado el bote de euromillones!” se dice Ballarín al pensar en la fortuna que han tenido al poder cazar a los tres testigos de una tacada.

PD.- Hasta el próximo viernes que publicaré el capítulo 22, episodio 92. “A ver si descubrimos el filón”.
(*) La novela “El robo del tesoro Quimbaya” puede leerse en este blog.