Ha llegado el momento de la siega del arroz.
Julio Bosch está pendiente de que no le falte nada a la cuadrilla de segadores,
al tiempo que su hijo Julito hace de aguador. El chaval chapotea en el limo del
arrozal, mientras va detrás de la cuadrilla, llevando el botijo del que los
segadores echan sus buenos tragos, aunque alguno prefiere reservarse para darle
un tiento a su bota de vino. Aunque es final de septiembre, el sol sigue
apretando y el trabajo de la siega no es precisamente leve, hay que doblar bien
la espalda y meter los riñones para segar el arroz con la hoz e ir
depositándolo en los montones que cada segador deja tras sí hasta que forma una
gavilla. Los hombres, unos maduros y otros jovencitos casi imberbes, van
descalzos y los pies se hunden ligeramente en el suelo fangoso del arrozal.
Muchos van cubiertos con sombreros de paja para resguardarse la cabeza, son más
de diez horas diarias bajo el sol y nadie está exento de coger una insolación,
ni siquiera los atezados segadores.
- ¡Chico, el botijo!
– grita un cuadrillero.
Allá va corriendo el chaval. Su padre le
mira y piensa: en un par de años ya estará listo para segar, me ahorraré un
jornal. Y ojalá inventen pronto una máquina segadora como las del trigo, se
dice.
- ¡Agua! – pide un
segador.
Allá va Julito sin darse demasiada prisa. Su
padre vuelve a echarle otro vistazo. Le gustaría que el chico fuese más rápido
y fuerte pero, bueno, es lo que es.
- ¡A ver, Argimiro,
que te estás atrasando! – grita el cabeza de cuadrilla.
Bosch y su mujer están echando cuentas de lo
que van a sacar del cosechón de arroz que se está secando en los campos. Y
también en qué van a invertir el dinero que obtengan.
- Entonces, ¿lo del
cupo no hay forma de camuflarlo?
- Qué cosas
preguntas, mujer. Cómo si en la cooperativa no tuvieran el cálculo aproximado
de cuantos kilos por hectárea dará esta campaña.
- Pero no lo pueden
saber con exactitud.
- Naturalmente, y ahí
es donde podemos escamotear un buen montón de kilos para venderlo de
estraperlo.
- Bueno, ¿y ya tienes
claro qué hacer con el dinero?
- Primero pagar las
deudas. Por fin quedaremos a cero. Para ser exacto, solo faltará por saldar una
pequeña cantidad con el Instituto Nacional de Colonización, el plazo que vence
el año que viene, pero es poca cosa. Y si sobra algo podemos plantearnos hacer
obras en la casa.
- Bastante le recé a
la Purísima para que llegara este día.
- Pues lo que es yo,
la de noches que he pasado pensando en qué haríamos si las cosas salían mal. A
Dios gracias, podemos olvidarnos de esas preocupaciones.
El fuerte calor del final de septiembre ha calentado
el agua del Mediterráneo casi un par de grados por encima de la temperatura
habitual en esas fechas, el resultado es que la evaporación también se
incrementa y la aparición de densos cúmulos se convierte en un fenómeno
habitual la mayoría de las tardes. Las tormentas son aparatosas, pero
generalmente inocuas, caprichosos relámpagos, retumbantes truenos, algún
chaparrón, pero poco más. Lo peligroso podría ser una granizada, pero ese
meteoro es poco frecuente en la zona y además existe un seguro contra el
pedrisco. El único problema que han generado los dos o tres chubascos que han
caído es que han retardado algo el secado de las gavillas que todavía están los
campos, por lo demás todo marcha según lo previsto. Bosch ha sacado del banco
el remanente de dinero que le quedaba en cuenta para pagar a la cuadrilla de
segadores y ha apalabrado con el dueño de la trilladora que le pagará la trilla
cuando cobre de la cooperativa arrocera.
La noche del veintiocho al veintinueve de
septiembre los cumulonimbos han ido creciendo espectacularmente en la comarca y
desde el anochecer parecen darse cita en la llanura senillense. Antes de que se
haga noche cerrada comienza a llover, al principio da la impresión de que es el
clásico aguacero, corto pero intenso, propio de las tormentas septembrinas,
pero a medida que trascurren las primeras horas de oscuridad la lluvia arrecia
por doquier. Llega un momento en que la tierra, empapada, se niega a recibir
más líquido y todas las vaguadas se transforman en impetuosos torrentes que
vierten mares de agua en la llanura. Poco después de la medianoche, comienzan a
inundarse las casas del pueblo que están ubicadas en las zonas más bajas y las
calles y caminos se convierten en cauces que encaminan el agua hacia las cotas
más bajas del término municipal: los campos al este de la vía férrea, la
marjalería y el humedal de la Marina, precisamente donde están los arrozales.
Bosch ha estado colocando cubos y palanganas
para recoger el agua de algunas goteras que han aparecido en el tejado de la
casa. Mira a través de la ventana la manta de lluvia que cae y con deje
preocupado comenta a su esposa:
- Solo faltaba esta
maldita lluvia. Las gavillas, que ya estaban secas, quedarán otra vez empapadas
y tendremos que retrasar la trilla.
- Mientras sea solo
un retraso – musita la mujer un tanto inquieta.
- No te preocupes –
la tranquiliza Julio -, con el agua que cae no hay peligro de pedrisco que es
lo único que podría hacer daño.
La conversación queda interrumpida con la
llegada de uno de sus cuñados que viene a avisarles que en su casa hay más de
un metro de agua y que necesita ayuda. Bosch se pone las botas de goma, coge una
pala y se va rápido a echar una mano. Encuentra a la familia del cuñado tratando
de poner fuera del alcance del agua los muebles, enseres y objetos que flotan
por las habitaciones y que terminan engullidos por el remolino que se forma en
la puerta trasera que está en la cota más baja de la casa. Antes de que
aparezcan las primeras luces del alba deja de llover. Cuando comienza a
clarear, tanto Bosch como su cuñado y los vecinos que han venido a echarles una
mano se percatan del desastre que ha causado la inundación: el agua ha ido
saliendo poco a poco, pero la casa está llena de lodo, los muebles y enseres
que se han salvado están embarrados y parece como si por allí hubiese pasado un
torrente. De alguna manera, así ha sido. Un conocido les dice que la inundación
ha llegado hasta el mar y que se ha llevado varios tramos del terraplén del
ferrocarril. Cuando Bosch lo oye el corazón le da un vuelco. Se despide
apresuradamente:
- Me voy a ver cómo
está el arrozal. Tengo un mal presentimiento.
- No vayas solo – le
dice su mujer -, que te acompañe Julito.
Padre e hijo cogen la bicicleta y se dirigen
al coto arrocero. En el camino de la marjalería, antes de llegar a la vía férrea,
se cruzan con un convecino que, con tono desabrido y gesto de jódete, les dice:
- No queda ni una
gavilla. Han parado todas al mar.
El pobre Julio se queda lívido y no es capaz
de decir nada. Al llegar al paso a nivel del ferrocarril, Bosch contempla con
dolorido asombro que a la altura del Torreón hay más de un centenar de metros
de tendido ferroviario donde la riada se ha llevado el terraplén y los raíles
han quedado colgando en el vacío. Poco después es otro vecino, que también
tiene un campo de arroz, el que con gesto y voz compungida solo es capaz de
decirles:
- Disgusto, disgusto…
- y cabizbajo y entristecido no añade más.
Tienen que dejar las bicicletas porque es
tanto el espesor del lodo que las ruedas se hunden y no hay forma humana de
desatascarlas. Al llegar al motor del arroz, encuentran al motorista sacando
objetos llenos de fango de la caseta del motor. Interrumpe el trabajo y se
dirige a Bosch:
-
Lo siento de todo corazón, Julio, pero no queda una puñetera gavilla en toda la
Marina. La riada ha arramblado con todo lo que ha encontrado por delante y toda
la cosecha debe de estar en el fondo del mar. Me jode un montón ser yo quien te
dé la noticia, de verdad, pero ya lo verás con tus propios ojos
Bosch se tambalea y la sangre parece que
haya abandonado su rostro. Padre e hijo chapotean en medio del cenagal en que
se han convertido los caminos de la zona hasta que llegan a la finca. En
silencio miran lo que era un espléndido campo motejado cada varios pasos por
las gavillas de arroz puestas a secar, no queda nada. El campo, que el día
anterior estaba seco, ahora es una lámina de agua que oculta hasta los
caballones que sirven de márgenes entre parcela y parcela. Ni rastro de arroz
ni de nada, solo una laguna de agua sucia que se confunde con la del mar porque
éste ha perdido su tono azulado y presenta un desagradable color terroso. Por
encima de la lámina de agua de la Marina solo sobresalen los plumeros de los
carrizos, toda la demás vegetación está anegada. La riada, así la llamarán
siempre los senillenses aunque por allí no haya ningún río, se lo ha llevado
todo por delante. Julio se echa las manos a la cara y no puede evitar un
sollozo. Unos lagrimones gordos como garbanzos se le escurren por las mejillas.
Su hijo le mira entre el asombro y la tristeza, es la primera vez que ve llorar
a su padre. Por el momento, a los Bosch les ha cambiado la vida. La bonanza
económica que vislumbraban se ha desvanecido como si de un espejismo se hubiese
tratado.
Días después, cuando Gimeno le cuenta a su
mujer el desastre económico que ha supuesto la riada para los arroceros
locales, Lola condensa en una frase la mayor consecuencia del fenómeno
climático:
- La maldita gota
fría ha destruido muchas ilusiones.