La falta de tacto que ha supuesto
la pregunta de Blanchard sobre si el oro de los Quimbayas era el que robaban
los españoles ha encolerizado a Bernal. Atienza, que empieza a conocer a su
compañero, ve como a éste se le hincha una vena en el cuello y antes de que
salte el primer chispazo se adelanta, aunque decide que el galo se merece al
menos una banderilla de fuego.
- Ya sabes lo que pasa con los tópicos de los países, Michel, falsos en la
mayoría de ocasiones. Por ejemplo: que los españoles somos ladrones y los
franceses cornudos. Digo yo que habrá compatriotas honrados y que todos los
tuyos no llevan necesariamente cuernos. Aclarado esto, creo que debemos
centrarnos en el caso. Como decía, en cuanto a la orfebrería sus obras eran un
prodigio de estética y de finos acabados. Hasta tal punto que el nombre
quimbaya se ha convertido en un término genérico para referirse a otras piezas
y objetos encontrados en las zonas a que me he referido antes. La técnica que
usaban para fundir el oro y lograr el grado exacto de pureza para alearlo con el
cobre todavía no ha sido descubierta y sigue siendo un misterio sobre el qué
arqueólogos y expertos metalúrgicos siguen discutiendo en nuestros días.
- ¿Y dónde radica el misterio de esa técnica de aleación? – pregunta
Blanchard que se ha dado cuenta de lo incorrecto de su pregunta y trata de
congraciarse con sus colegas.
- Pues que para lograr el nivel exacto de oro y cobre, como el que ellos
consiguieron, hubiesen tenido que emplear hornos que tendrían que alcanzar los
mil grados de temperatura para fundir las piezas. Y eso, con los conocimientos
genéricos de las culturas precolombinas se antoja como imposible. Quizá
emplearon otra tecnología distinta, pero desconocemos cual. Ahí está el
misterio, uno de los muchos de esta etnia.
- ¡Vaya con los quimbayas! – exclama el francés -. Son una caja de
sorpresas.
- Y uno de los objetos culminantes de su orfebrería son los famosos poporos
– prosigue Atienza –. El poporo es una especie de pucherillo cuyo uso principal
fue servir de recipiente en un ceremonial religioso en el que la principal
sustancia usada era el mambe.
Atienza parece dar por descontado
que todo el mundo sabe lo que es el mambe y no se le ve en disposición de dar
mayores explicaciones. Su compañero Bernal es la primera vez que escucha tal
término, pero le importa un comino la vida de unos indios que pasaron a la
historia. Blanchard está en el mismo caso, pero sigue empeñado en corregir su
yerro.
- ¿Qué es el mambe?
- Es una mixtura que nace de la combinación de la hoja de coca tostada y
hecha polvo con la ceniza de las hojas del yarumo. Y para evitarte otra
pregunta, el yarumo o guarumbo es un árbol que se da en varias zonas de América
y que vive en climas cálidos, aunque puede crecer a alturas de más de dos mil
metros. Los colombianos creen que este árbol, sus frutos, hojas, corteza,
etcétera, tiene tantas propiedades farmacológicas que un solo ejemplar vale por
toda una farmacia. La ceniza de este árbol tiene como función liberar el
alcaloide de la hoja de coca para dejar al descubierto sus propiedades. Una vez
que obtenían el mambe lo combinaban con una pasta de tabaco llamada ambil. Esta
mezcla era utilizada como medicina y en los rituales religiosos.
- O sea, que lo que hacían era colocarse – afirma Blanchard -, al igual que
hacen ahora tres de cada cuatro garçons.
La expresión que ha usado el
policía francés, propia del argot juvenil, hace sonreír a Atienza que precisa:
- No, no se colocaban. Se drogaban, sí, pero en un sentido muy diferente al
actual. Para los quimbayas, como para casi todos los pueblos indígenas
sudamericanos, la coca es una planta sagrada que da vida, no la quita, es una
medicina que cura cuerpo y espíritu y dentro de esta concepción era como la
trataban y utilizaban.
Bernal, que empieza a conocer la
pasión indigenista de su compañero, sabe que cuando Atienza se lanza a explicar
lo mucho que conoce sobre las culturas precolombinas el tiempo se le pasa sin
darse cuenta. Decide intervenir.
- Caballeros, es la hora de hacer un receso, como diría un sudaca, y
tomarse unas birras o lo que toméis los parisinos antes del almuerzo. Por tanto,
vamos a cerrar la barraca.
Cerrar la barraca, repite el
francés, ¿a qué barraca se referirá?
Los policías españoles llevan a su colega galo a una
taberna cercana a la Dirección General de la Policía donde se toman unas cañas.
El francés pide un perroquet. Como el
barman confiesa su ignorancia, Blanchard le explica que es una mezcla de pastís con jarabe de menta y agua. El
camarero lo lamenta, lo único francés que tiene es pernod, se tendrá que conformar con ello. La pareja española ha
pedido algo para acompañar las cervezas: un plato de encurtidos, unos
mejillones en salsa picante y unas cazuelitas de callos a la madrileña que al
gabacho le pican como demonios. El francés piensa que en asuntos de mesa sus
colegas tienen mucho que aprender, pero recuerda el viejo proverbio de en Roma
como los romanos y se abstiene de formular objeciones, no es cuestión de volver
a meter la pata. Cuando terminan el aperitivo, Blanchard se pone en plan castizo
y exclama:
- Y ahora que hemos comido, vuelta al curro. ¿No es así como lo decís? – El
francés ha querido demostrar a sus colegas hispanos que también conoce términos
del argot español. Lo que sus paisanos llamarían boulot.
Atienza y Bernal no pueden por
menos que sonreír ante la ingenuidad del francés.
- Lo que hemos tomado no ha sido más que para abrir boca. Comer, lo que se
dice comer es lo que vamos a hacer en Casa Nicomedes – le explica Bernal.
Blanchard no sabe si sus colegas
están hablando en serio o en broma, pero enseguida lo descubre cuando llegan al
restaurante del tal Nicomedes. El restorán no está nada mal para ser español,
piensa el galo; es un luminoso chalé con cristaleras, tiene un cierto aire
colonial y una terraza-jardín en la que, en el templado otoño madrileño, se
debe estar de maravilla. Pero lo que deja touché
al galo es el menú elegido por sus anfitriones, puesto que le han dicho que,
dado que es su primer día, la cuenta corre a cargo de la Dirección General. De
entrantes toman un tartar de salmón con mango, luego unas anchoas de Santoña
con helado de tomate y twister de
langostino con salsa agridulce. Como plato fuerte unos raviolis de rabo de toro
con muselina trufada de patata violeta. Todo ello regado con un Somontano que
lleva al francés a tomar nota de la etiqueta de la botella. Y de postre tarta
de manzana con crema de Idiazábal y helado de pacharán. El francés ha de
reconocer que el menú no ha estado mal, desde luego a mil leguas del aperitivo, aunque como buen gourmet
opina que los raviolis de rabo de toro no han estado a la altura del resto del
almuerzo.
- Pues no se come tan mal en España – admite el galo.
- ¡Nos ha jodido mayo! – replica Bernal -. Lo que pasa es que hoy los
barandas se han estirado algo más que de costumbre. Con las dietas que cobramos
estos comederos los vemos solo de lejos. Ya verás, ya verás en los próximos
días las cafeterías de menús baratos a las que te vamos a llevar.
Lo que ahora tiene un tanto
preocupado al francés es cómo va a poder trabajar mientras sus jugos gástricos
luchan para hacerse con los nutrientes del colmado almuerzo. Bueno, piensa, me
dejaré llevar y a ver como este par de…, no sabe cómo calificarlos, de
excéntricos llevan la sesión de la tarde. Para justificar su posible merma de
rendimiento en la segunda parte de la jornada prefiere ponerse la venda antes
que la herida:
- Os confesaré algo, no sé si después de un almuerzo tan completo me
quedarán arrestos esta tarde para seguir trabajando – confiesa Blanchard.
- ¿Y por qué crees que aquí se inventó la siesta? – pregunta un risueño
Bernal a quien el ágape ha puesto de buen humor.