En la estación de Malpartida de repente la
locomotora del convoy militar suelta un largo y agudo pitido y lentamente las
ruedas comienzan a desemperezarse, como si les costara ponerse en camino. Momento
en que todas las ventanillas se pueblan otra vez de mozos que, con medio torso
fuera, agitan las manos y gritan despidiéndose de sus familiares. Julio intenta
decirle adiós a Argimiro, pero no encuentra una sola ventanilla que no esté ocupada.
Desiste y vuelve a dedicar su atención a los ocupantes de los dos bancos
enfrentados que forman el compartimento abierto en el que ha encontrado sitio. Piensa
que por su vestimenta y forma de expresarse posiblemente la mayoría de ellos
sean gañanes o peones de trabajos y oficios propios de la agricultura y la
ganadería.
En cuanto el tren deja atrás la estación, las
ventanillas se despueblan y las cierran porque el acre humo y la carbonilla que
echa la locomotora se cuelan por ellas. Los mozos que están con Julio parece que
no se conocen entre sí, por lo que se miran con desconfianza. Y es al mañego a
quien más observan de reojo, al que enseguida tildan mentalmente de señorito.
Uno de los consejos que el profesor Hernández le dio sobre cómo romper el hielo
en una situación así es invitar a fumar. Paradójicamente, el mañego no fuma
desde que, siendo un adolescente y cuando comenzaba a liar sus primeros pitillos,
tuvo un brote de asma. El médico le recomendó que se olvidara del tabaco. Cuando
se curó, mitad por inercia mitad por miedo a que le repitiera el ataque, no volvió
a fumar. Pese a ello, y siguiendo el consejo de Hernández, suele llevar medio
cuarterón de picadura del país que es más barata aunque de peor calidad que la
que se vende en los estancos. Para completar el avío lleva un librillo de papel
de fumar de Alcoy, la ciudad alicantina con bien ganada fama de ser productora
del mejor papel de fumar del país.
-¿Alguien quiere un pito? –ofrece Julio
sacando la petaca.
Las presuntas suspicacias que pudieran
sentir hacia él los demás ocupantes del compartimento desaparecen como por
encanto en cuanto los mozos ven el cuarterón y el librillo de papel que pasan
rápidamente de mano en mano y, unos con más pericia que otros, todos acaban
liando su cigarro.
-Oye, ¿y tú no fumas? –pregunta uno al ver
que el mañego no ha liado el correspondiente cigarrillo.
Julio les cuenta el asma que padeció de
pequeño y que desde entonces no fuma por prescripción médica. Lo de la
prescripción deja en ayunas a más de uno, es la primera vez que escuchan tal
palabreja. El mañego lo intuye y se dice que, si quiere hacer amigos en la
mili, tendrá que usar un lenguaje más coloquial. Lo que hace es desviar la
atención hacia él formulando una pregunta que todos pueden contestar.
-¿Y dónde os ha tocado hacer la puta mili?
La pregunta vuelve a barrer las suspicacias
de sus ocasionales compañeros de viaje y uno tras otro van contando los
destinos que les deparó el sorteo. Al oír que a Julio le tocó Mallorca,
lamentan su mala suerte porque, aunque pocos de ellos podrían situar a la isla
en el mapa, saben que los destinos del sorteo son para la península y las Baleares,
por lo que suponen que las islas deben estar muy, muy lejos.
-¿Y tienes que ir en barco? –pregunta uno.
-Sí, claro, no hay otra forma de ir.
-¿Y tendrás que pasar el mar? –inquiere
otro.
Es hablar del mar y las preguntas se
generalizan. Resulta que ninguno de ellos ha visto el mar y cuando Julio les
cuenta que, cuando era un crío, sus padres le llevaron unos días a la onubense
playa de La Antilla todos quieren saber cómo es el océano. Julio les describe
el salado sabor del agua, su azulado color, el vaivén de las olas y como rompen
en la arena de las playas o en las rocas de los acantilados…, pero sobre todo
trata de que comprendan su inmensidad.
-¿Asina qué la tierra es solo una cuarta
parte del mundo? –pregunta, incrédulo, otro.
-Más o menos.
El escepticismo se pinta nítidamente en los
rostros de los jóvenes que la mayor extensión de agua que deben haber visto en
su vida debe ser la charca de Brozas o el lago de Jaraíz de la Vera. Tras
diversas preguntas cuestionando la grandiosidad del mar, Julio lo deja por
imposible.
-Y tú, ¿de dónde eres? –le pregunta otro.
-De San Martín de Trevejo, en el Valle de
Jálama.
-¡Mecagondié!, ¿de dónde hablan tan raro?
-Sí, allí hablan la fala que es un lenguaje medio gallego, medio portugués.
-Pero tú hablas como mu redicho, ¿es qué has
estudiao?
-Un poco -Y antes de que continúen
preguntándole, el mañego revierte la situación al formular otra pregunta que atañe a todos.
-¿Y vosotros de dónde sois?
Resulta que salvo dos que son de Trujillo,
todos los demás son de pueblos de las zonas oeste y sur de Cáceres, ciudad en
la que la mayoría ha accedido al convoy. Al llegar a la estación de Casatejada las
ruedas chirrían estrepitosamente al aplicarles los frenos.
-¡Mecagondié!, ¿este cacharro no se va a
salir de las vías con tantos frenazos? –se pregunta uno de los mozos.
Habiendo sacado a colación la cuestión del
tren, uno de los quintos pregunta dirigiéndose a Julio.
-Oye, chacho, tú que paece que ties letras,
¿qué clase de motor lleva este tren?
El mañego explica, procurando usar palabras
que todos puedan entender, que el convoy es arrastrado por una locomotora de
vapor y describe su funcionamiento. Puesto que necesariamente ha debido usar
palabras como pistones o bielas, la explicación es confusa para la mayoría.
-Vamos a pasar por Talavera de la Reina,
¿verdad? –pregunta uno que, sin esperar respuesta, explica-. Allí hacen
ladrillos, tejas y cacharros de barro de lo mejorcito. Bien lo sé yo que soy
peón de albañil y he trabajao con ese material.
-Oye, chacho, ¿y el viaje dónde acaba, en el
destino de ca uno? –Una pregunta más de otro quinto.
-No lo sé cierto, pero algo oí de que este tren
tiene su última pará en Madrid –Julio está tratando de acomodar su lenguaje al
de sus circunstanciales compañeros.
-¡La hostia, Madrí!, allí es donde voy
destinao –cuenta uno.
-Tú habrás estao en Madrí, ¿qué nos pues
contar?
Julio solo ha estado dos veces en Madrid y
les cuenta algunas de las cosas que recuerda de la capital del reino.
-M´imagino que la estación de Madrí debe ser
más grande que la de Cáceres –supone uno que, dirigiéndose a Julio, inquiere-,
¿a qué sí?
-Pues no lo sé porque en Madrid hay varias
estaciones. Yo solo recuerdo la estación del Norte y la de Delicias, y hace
poco leí en los papeles que se está construyendo una nueva que se llamará la
estación de Atocha.
-Oye, profesor -¡Mierda!, exclama
mentalmente Julio, ya me han bautizado-, Madrí estará lleno de mozas, ¿no?
-Hombre, es una ciudad que tiene más de
medio millón de habitantes, por tanto mozas debe haberlas a porrillo.
-Y putas también debe de haber muchas –añade
alguien.
-Seguro que sí, pero deben ser de las caras
–contesta otro que pregunta al mañego-. Profesor, ¿tú sabes cómo andan los
precios?, me refiero a las putas.
-No, eso no lo sé.
-¿No me digas que has estao en Madrí y no te
has dao una vuelta por alguna mancebía? –La pregunta está cargada de
suspicacia.
-Es que cuando estuve era un crío e iba con
mi madre –se justifica Julio.
El convoy hace una parada más prolongada en la
estación de Talavera, en la que recorren los andenes unas mujerucas vendiendo
vituallas y portando botijos con agua para refrescar el gaznate, pero ninguno
de los quintos del compartimento compra nada. En cuanto el tren vuelve a
ponerse en marcha, como si la vista de las vendedoras de comida hubiese
despertado un apetito hasta ahora adormilado, la mayoría saca de entre sus
equipajes algún atadijo en el que guardan viandas. Casi siempre se trata de
algún tipo de embutido o de matanza de cerdo, también una hogaza de pan, y
algunos sacan una bota con vino de la tierra. Julio, aunque no tiene hambre,
opta por hacer lo mismo y abre el saquito que le ha preparado Consuelo. Cuando
el mañego abre la navajita que lleva para cortar unas rodajas de salchichón
recibe la rechifla general al comparar su cortaplumas con las navajas, algunas
de ellas cabriteras y otras de carrraca, que se gastan los demás. Bueno, se
dice Julio, mucho tendré que cambiar para que me acepten como a su igual, entre
otras cosas debo comprarme otra navaja más recia.
Después de la merendola y de haber hecho
enflaquecer los pellejos de vino, la cordialidad y las ganas de cháchara vuelve
a enseñorearse del grupo. Y, como no podía ser de otro modo, la charla se
centra en lo que les espera en la puta mili, adjetivo que todos usan. En cuanto
comienzan a compartir algunos de los consejos que los amigos veteranos que ya
hicieron la mili les han dado, Julio comprueba que la mayoría de
recomendaciones son las mismas que le dio el cabo Montero: que si ojito con los
chusqueros, que nada de presentarse voluntario, que hay que hacerse amigacho
del furriel… Es oír eso y uno que no debe haber tenido a nadie que le aconseje
pregunta:
-¿Quién es el furriel?
-Profesor, tú ties mejores palabras,
explícale al pobrino quien es el furriel.
-Por lo que me han contao un furriel es un
cabo que tiene a su cargo la distribución de suministros de algunas unidades y
el nombramiento del personal destinao al servicio de la
tropa –explica Julio que está modificando su forma de expresarse.
-Yo sabía lo del furriel,
pero no sé quiénes son los chusqueros –dice otro.
Nadie dice nada, pero todos miran a Julio.
-Un oficial chusquero es
aquel que ha conseguido su graduación ascendiendo desde soldao raso sin haber pasao por una academia militar –vuelve a explicar el
mañego.
Antes de que los quintos
sigan con su cháchara una oleada nerviosa recorre el vagón, están entrando en
el complejo viario antesala de la estación término. Sin darse cuenta han
llegado a Madrid. Al instante, todos se arraciman en las ventanillas.
-¿Esto es Madrí?, me lo
figuraba de otra manera.
-Si es que no se ven más que
vías.
-Es que esto es la estación
de Delicias –explica alguien.
-Profesor, ¿y de aquí adónde
nos llevarán?
PD.- Hasta
el próximo viernes en que, dentro del Libro I de la novela Los Carreño, publicaré el episodio 15. El regimiento de Húsares