Rafael Blanquer ha llegado a una especie de pacto consigo mismo. Seguirá
siendo novio de Lolita, a la que solo escribe un par de cartas al mes con la
excusa de que ha de estudiar mucho, y cuando llegue el verano volverá con ella,
pero mientras tanto sale con todas las chicas que puede. Es joven y está en
edad de divertirse, tiempo habrá para ponerse en plan formal y dedicarse a
cosas mucho más aburridas. Sus escarceos amorosos van viento en popa, pero con
alguna que otra dificultad, la principal es que cada jovencita es una especie
de fuerte de los que salen en las películas del oeste, es complicadísimo
tomarlo. Se ha tenido que conformar con sobeteos, pero hasta ahora no ha
logrado alcanzar el paraíso, solo lo consiguió en una ocasión y la cosa no fue
mucho más allá, le queda mucho por aprender. Ahora está explorando nuevos
cazaderos. Últimamente ha ido varias veces al bar de la Universidad Central a
tantear las niñas de Filosofía y Letras, a ver si son más lanzadas que las
vendedoras, empleadas, chachas y oficinistas a las que frecuenta.
En
cuanto a los estudios ha decidido concederse un año sabático. Sus padres se van
a poner como hienas, pero ¿qué le van a hacer? Van a tener que aguantarse. Su
padre le echará una bronca de mil pares de narices, le dirá que en adelante no
le dará ni un duro y que le va a poner a trabajar; su madre cogerá un berrinche
y le recriminará durante varios días en medio de llantos y lamentos. Todo ello
para que en cuanto pase una semana vuelvan las aguas a su cauce, que para eso
es hijo único. Su padre no le exigirá que busque trabajo y su madre, a
escondidas, terminará dándole dinero para vicios. Al fin y al cabo, qué más da
que un curso de la jodida carrera cueste completarlo uno o más años. Solo se es
joven una vez y no va a malgastar la juventud enterrándose en medio de libros y
apuntes que son un rollo. ¿Y Lolita qué hará?, se pregunta, sabe que es una
formulación retórica porque no hay, no puede haber, más que una respuesta: le
guardará la ausencia y esperará su regreso. No hay otra.
Lolita
tiene menos alternativas que su novio. En un pueblo las posibilidades son mucho
más limitadas y lo de simultanear un noviazgo serio y tontear con otros chicos
es poco menos que imposible, se sabría en un minuto. Esa es una de las causas
por las que ha aparentado no enterarse de las torpes insinuaciones del secretario
de la cooperativa. Hay que optar: o se flirtea o se guarda la ausencia, no hay
término medio. Como la muchacha sigue queriendo desesperadamente a Rafael ni se
plantea lo de echar por la borda su relación, aunque día a día y gota a gota el
vaso de su paciencia se va colmando. En uno de los momentos de depresión, que
frecuentemente la asaltan, se sincera con su madre.
- Se te ve tristona, hija. ¿Te pasa algo?,
¿no te encuentras bien?
- Estoy bien, mamá,… Pasarme me pasa lo de
siempre. Rafa tarda cada vez más en escribirme y eso me trae martirizada.
- Bueno, los estudios absorben mucho – la
señora Leo trata de quitar hierro – y le debe de quedar poco tiempo.
- ¡Ojalá fueran los estudios!, pero no parece
que los tiros vayan por ahí. Su madre está muy disgustada, me cuenta que Rafa
estudia muy poco, el año pasado no aprobó casi ninguna asignatura y este curso
tampoco parece que las cosas le vayan mucho mejor.
- En cualquier caso, a un estudiante el
tiempo se le va como el agua.
- No, mamá, tampoco es un problema de tiempo.
Las causas deben de ser otras, igual se ha juntado con malas compañías, ha
debido de conocer a otra mujer… o ha dejado de quererme – la última frase le
sale con un hilo de voz.
La
señora Leo no sabe qué decir. A bote pronto ha estado tentada de minimizar el
problema y recurrir a los tópicos de siempre: que no debe de preocuparse, que
esas cosas pasan, que son nubes pasajeras…, pero percibe que su hija está
afrontando el problema con una entereza y un coraje que se merece algo más que
consolarla con unos cuantos lugares comunes.
- ¿Qué vas a hacer?
- Lo he de pensar, mamá. De momento, no haré
nada. Me voy a dar de plazo hasta el verano y cuando venga de vacaciones voy a
plantearle que así no podemos seguir. ¿Qué te parece?
- Me parece una decisión prudente, María
Dolores – su madre es la única que la llama por su nombre de pila completo -.
Sabes que Rafael siempre me ha caído bien. Me parece un chico simpático,
educado y buena persona, pero lo que no debes de consentir es que juegue con
tus sentimientos.
- Solamente hay un pero en todo esto, mamá.
Sigo queriéndole con toda mi alma. Solo de pensar en que podemos terminar se me
abren las carnes…, aunque desde que se marchó ha cambiado tanto que temo que
llegará un día en que no podré seguir soportándolo.
La madre
vacila, pero finalmente se decide y lanza la pregunta que le está quemando en los
labios:
- ¿En alguna ocasión habéis hablado de boda?
- Muchas veces, pero… eso es una muestra más
de lo que ha cambiado. Habíamos imaginado mil proyectos sobre las cosas que
haríamos cuando nos casáramos, pero hace casi dos años que esos planes han
desaparecido de nuestras conversaciones. Ahora cuando tocamos, generalmente de
refilón, algo relacionado con nuestro futuro siempre se refiere a lo mismo: que
la carrera de Industriales es muy dura, que si le va a costar seis o siete años
terminarla, que cuando acabe tendrá que colocarse o preparar una oposición…
Total, que según las cuentas que echa tenemos por delante ocho o nueve años de
noviazgo. Me puedo poner en la treintena y todavía estar de novia. Y ahí, Rafa
se equivoca. No sé si voy a ser capaz de aguantar tanto.
- Has de tener paciencia, hija. Las cosas
pueden cambiar.
- Ya la tengo, mamá, pero todo tiene un
límite. ¿Tú me ves con treinta años esperando a que Rafael Blanquer me lleve al
altar? ¿Crees que vale la pena que se me pase la juventud esperando a un novio
al que solo veo un par de meses al año?
La
señora Leo piensa que su hija lleva razón. Esa especie de sequía de afecto a la
que la condena la prolongada ausencia de su amado no puede ser agradable ni de
ahí salir nada bueno.
*
Otra
clase de sequía, la climatológica, esquilma las resecas tierras ibéricas. Uno
de los efectos de esa pertinaz sequía, una de las muletillas predilectas en los
discursos del Caudillo, es la menguante producción hidroeléctrica que da lugar
a restricciones en todo el país. Senillar no es una excepción. Al llegar la
medianoche, Anselmo Piñana, el encargado de la compañía suministradora de
electricidad en el pueblo, desconecta el interruptor de la subestación
transformadora y no restablece la corriente hasta las siete de la madrugada, de
acuerdo con las instrucciones de la empresa. La gente soporta penosamente los
apagones, son muchas horas sin suministro eléctrico y haber tenido que
desempolvar de los desvanes candiles, velas y carburos se lleva francamente
mal. En un pueblo sin industria la medida parecía que no podría incidir mucho
en la economía local, pero eso ha dejado de ser del todo cierto. El pujante
comercio agrícola, favorecido por el estraperlo, ha propiciado que se hayan
abierto varios almacenes en los que se recogen y envasan las cosechas hasta
altas horas de la noche. Quedarse sin luz a las doce dificulta y hace más
penoso el trabajo, sobre todo en las largas noches invernales. Los comerciantes
intentan paliar la situación como buenamente pueden.
Tratar
de remediar los efectos de las restricciones fue lo que provocó la agarrada que
tuvo Paco Vives, antes de ser nombrado alcalde, con el encargado de la luz. Una
tarde al llegar a casa el electricista encontró una garrafa de aceite en la
encimera de la cocina.
- ¿Y esta garrafa? – su tono era de viva
sorpresa.
- La dejaron de parte de Paco Vives – le
informó su mujer.
- ¿Quién la trajo?
- Uno que trabaja en su almacén. Dijo que su
jefe vendrá luego a verte.
- Algo querrá a cambio, mujer, nadie va por
ahí regalando cosas porque sí. No tendrías que haberla cogido.
- ¿Pero tú sabes lo que cuestan veinte litros
de aceite de oliva? ¡Cómo se nota que no vas a la compra!