El
joven quinto, una vez compuesto, sale en busca de Carolina, la amiga que lleva
y trae mensajitos entre la pareja. La joven al verle muestra un cierto
desconcierto. Julio, que está un pelín nervioso, todavía se intranquiliza más al
ver la actitud de Carolina.
-Carol, ¿pasa algo?, ¿es referido a Consuelo?
–pregunta, receloso, el joven.
-¡Anda, ya!, ¿qué va a pasar?, ¿por qué lo
dices?
-Porque me da la impresión de que estás una
mijina de los nervios.
Cuanto más se empeña el quinto en preguntar,
más reservas tiene la joven que, ante la insistencia de Julio, al final
explota.
-Mira, chacho, te lo voy a contar, pero me
has de jurar por la Virgen de la Luz que no le dirás a Consuelo ni papa de lo
que te diga.
Carolina le cuenta lo que se chismorrea por
el pueblo. Al parecer, la madre de Consuelo no ve con buenos ojos que su hija mayor
ande viéndose sin su consentimiento con un mañego que no tiene oficio ni
beneficio. Es hijo de una maestra de primeras letras, y es sabido lo que se dice
de esa profesión: pasas más hambre que un maestro de escuela. Según cuentan las
chismosas, la chica de los Manzano cuanto más se opone su madre a su relación
con el mañego más se emperra en seguir viéndole, y no atiende los
requerimientos maternos que quiere para ella un novio de una familia con
fanegas y muchos duros. Al haber estado Julio ausente del pueblo, el rumor se
ha afianzado y las vecindonas comentan que la señora Soledad se ha salido con
la suya, y que la rotura entre la pareja es un hecho. Julio acusa las malas
nuevas, pero se rehace y piensa que por ahora solo son rumores. Conoce bien lo
dada que es la gente de los pueblos pequeños a inventarse toda clase de bulos.
-Eso es lo que se cuenta en los mentideros,
pero lo que importa es lo que sienta y diga Consuelo. ¿Has hablado hace poco
con ella?
-Antiayer, que nos encontramos en la fuente
de la Plaza Nueva.
-¿Y te dijo algo del rumor?
-Ni papa. Le pregunté por ti y me dijo que
te esperaba un día de estos.
El joven resopla, si Consuelo le esperaba, lo
que cuentan las chafarderas no es más que un bulo como un campanario. Carolina
le tranquiliza al asegurarle que no debe preocuparse, que se va a pasar por
casa de los Manzano a decirle a Consuelo que ha llegado, y que al atardecer
saldrán a pasear. Por mucho que Carolina ha intentado quitarle hierro al rumor,
lo que le ha contado ha dejado a Julio hecho un mar de temores. Que la madre de
Consuelo le esté buscando novio que sea de una familia adinerada puede ser un
bulo, pero también puede ser cierto. El joven ha tratado de consolarse pensando
en el dicho popular que suele escucharse en San Martín: no creas nada de lo que oigas, ni la mitad de lo que
veas. Ello no es suficiente para que se le calmen los nervios.
Llegado el
atardecer, parece que el tiempo se ha estancado y por mucho que Julio mire y
remire el reloj de bolsillo las manecillas giran con lentitud desesperante, la
lengua se le pega al paladar y tiene la boca seca como después de una noche de
farra. En un momento de lucidez se da cuenta de algo: que ha dejado de pensar
en la mala fortuna del sorteo. La idea de tener que viajar a Palma de Mallorca
no se le ha vuelto a pasar por la cabeza.
-Bueno –musita-,
vaya una cosa por la otra. Razón tiene madre cuando dice que un mal mayor te
hace olvidar otro menor -Su ensimismamiento se trunca cuando alguien vocea su
nombre.
-¡Julio, chacho!,
¿qué haces ahí parao como un farol? –Es uno de sus conocidos del pueblo.
-Puedes
figurarte, Fernando, esperando a la moza.
-Espabila y ándate
con cuidao que te la pueden madrugar –le previene el mozo que ni siquiera se ha
detenido.
Lo que le faltaba para acrecentar sus
sospechas y desasosiego. Todos sus temores y angustias desaparecen como por
encanto cuando ve aparecer por un extremo de la Travesía Real, en dirección a
la Plaza Mayor, a un trío de mozuelas y, ¡bendita sea la Virgen de Guadalupe!,
una de ellas es el amor de su vida. El corazón comienza a latirle con tan tanto
brío que parece que de un momento a otro se le va a salir por la boca. No sabe
si esperar a que las jóvenes lleguen a su altura o adelantarse a su encuentro, al
fin eso es lo que hace. La cara con que le recibe Consuelo borra de sopetón
todas sus dudas y temores. No, su moza no ha cambiado, esos ojos son incapaces
de mentir, esa mirada es la de una mujer enamorada, esa sonrisa es la de una mujer
feliz al reencontrarse con su amado. Su madre podrá buscarle todos los novios
ricos que quiera, pero el corazón de Consuelo late al unísono del suyo. Al
producirse el encuentro ninguno de los enamorados dice nada, solo son capaces
de mirarse como si fueran años que no se hubiesen visto, cuando han sido días.
El silencio se contagia a las dos jóvenes que acompañan a Consuelo, que a duras
penas pueden aguantar una risilla nerviosa. Ese silencio repentino, en el que
todo el grupo se ha callado a la vez, lo quiebra Carolina que para romper el
hielo exclama:
-¡Chachos,
parece que ha pasao un ángel!
La tópica frase
sirve para que todos estallen en alegres risas. Julio ha de contenerse para no
tocar a su enamorada. En el pueblo lo de besarse en público, aunque sea en las
mejillas, no está bien visto, ni siquiera entre los parientes y mucho menos
entre novios. Y lo de estrecharse las manos tampoco es una práctica muy usual.
Por eso, el quinto se conforma con mirarla como si la viera por primera vez. Consuelo
tiene un rostro agradable, ojos tirando a marrones, nariz algo roma y labios
gordezuelos. Es de mediana talla, el resto de su figura es imposible adivinarla
pues lleva un abrigo que oculta sus formas.
-Chacho, vaya
chambergo que gastas –dice Carolina, en su afán porque la situación se
normalice, señalando la cazadora de pana con que se abriga el quinto.
-Lo acabo de
estrenar, lo compré ayer mismo en una tienda de Plasencia –explica el joven.
-¿Y no has
esperao al domingo de Ramos pa estrenarlo? –pregunta con ingenuidad la otra
amiga llamada Maritina, aludiendo al adagio popular: el domingo de Ramos, quien
no estrena no tiene manos.
-Es que para mí
hoy es el domingo de Ramos, el de Pascua y el día de Navidad todo junto
–improvisa Julio sin apartar la mirada de su enamorada que al oír esas palabras
se pone colorada como un tomate, aunque la respuesta no vaya con ella.
-Como se nota
los que tenéis letras, sois más redichos que los comediantes que vienen pa la
feria de julio –apunta Maritina.
-Bueno, ya está
bien de cháchara, si seguimos parados y con la rasca que hace nos vamos a
congelar –dice Consuelo que está deseando poder hablar a solas con su novio.
Tiene mucho que contarle y preguntarle.
-Y a todo esto,
¿dónde te tocó en el sorteo? –pregunta Maritina.
-Le tocó en
Mallorca –indica Consuelo antes de que Julio pueda decir nada.
¿Cómo se habrá
enterado?, se pregunta el joven, admirado de que su enamorada sepa su destino
cuando él ni siquiera le ha escrito contándoselo. El hecho le confirma aún más
que la joven sigue teniendo los mismos sentimientos que antes, lo que
definitivamente le pone de buen humor.
-Como ha dicho Consuelo
–En el pueblo la llaman Consuelin por aquello del habla extremeña de terminar
los diminutivos en in, ino, ina, pero el joven quinto la ha llamado Consuelo desde
el primer día que la conoció-, me ha tocado el destino más alejado de aquí,
pero no hay mal que por bien no venga, me han dado las señas de un profesor de
allí que me podrá enseñar lo que me falta por aprender de contabilidad.
-¿Estás
estudiando pa saber llevar cuentas?, ¡qué bien!, así podrás encontrar un buen
empleo –se alegra Carolina.
-Lo tengo todo planeado
–alardea el quinto-. Si en el ejército consigo un buen destino que me deje
tiempo libre, seguiré estudiando contabilidad con un amigo del profesor Hernández,
que es el que me da clases en Plasencia. Y así, cuando vuelva de la mili podré
encontrar un empleo llevando las cuentas de algún comercio o de una empresa y,
a lo mejor, hasta puedo colocarme en un banco.
-¡Huy, un
banco!, esa sí que sería buena. Trabajar en un banco es como si lo hicieras pa
el gobierno –asegura Maritina.
Como han estado
andando al tiempo que hablaban, llegan a la calle de Nuestra Señora de la Luz
donde las últimas casas del pueblo. Allí, las amigas se apartan un poco de los
novios para darles la oportunidad de que puedan hablar de sus cosas a solas.
Para eso están las amigas, para cubrir a la pareja, pues no sería decoroso que
pasearan sin compañía. Los enamorados se quedan solos, pero lo único que hacen
es seguir mirándose como si nunca se hubiesen visto. Los ojos de la muchacha brillan
ilusionados y su cuerpo, tenso hasta ahora, se va relajando. El chico la mira
entre absorto y maravillado. Consuelo se libra de la prisión de las manos del
joven quien, creyendo que ha apretado demasiado, se apresura a disculparse.
-Lo siento, amor
mío, a veces no mido mi fuerza.
La muchacha no
contesta, se limita a mirarlo con más intensidad si cabe y esboza una media
sonrisa. Hasta ahora ha tenido los guantes de lana puestos ya que el relente se
deja sentir. Lentamente comienza a quitárselos. Cuando sus manos quedan libres
coge las manos del chico y entrelaza sus dedos con los de él oprimiéndolos. El
roce con la piel de la muchacha le produce al mozo un estremecimiento que
recorre todas sus terminales nerviosas como si fuera un calambrazo eléctrico. Es
todo el contacto físico que se permiten, enlazar sus manos. Él quisiera más,
mucho más, pero no se atreve a pedirlo ni siquiera a insinuarlo, por nada del
mundo pondría en peligro romper lo que existe entre ambos. A ella su cuerpo
también le pide más, pero la han educado para mantenerse intacta hasta que
algún afortunado la lleve al altar y es consecuente con ello. Tienen mucho que
contarse y preguntarse, pero todo ha pasado a ser irrelevante, sin importancia
ni urgencia. Lo único que vale es reafirmar su amor, aunque Julio, al pensar en
las intentonas de la madre de Consuelo de buscarle un novio rico, se pregunta
temeroso:
-¿Y si lo
encuentra y a ella le gusta?
PD.- Hasta el próximo viernes en que, dentro del
Libro I, Un mañego enamorado, publicaré el episodio 7. Una suegra de armas
tomar