En
su atípica declaración de amor, José Vicente ha de hacer una pausa porque tiene
la boca absolutamente seca, los labios casi se le pegan al vocalizar, ha de
beber un sorbo de agua para poder continuar. Mientras tanto, Lolita, como le ha
prometido, permanece silenciosa.
- Ahora – prosigue Gimeno- la pelota está en
tu tejado. Te agradezco de corazón la paciencia que has tenido para aguantar el
discurso que acabo de soltarte, pero tenía que hacerlo. No podía demorarlo ni
un día más. Era un sinvivir. Una vez que te lo he contado estoy más tranquilo. Bueno
– y esboza una forzada sonrisa para quitarle gravedad a su exposición -, una
tranquilidad relativa, la del encausado que espera que el juez le absuelva o condene.
Lolita no sabe qué decir. Lo que acaba de oír ha supuesto una tremenda
sorpresa para ella. Había percibido que su compañero estaba últimamente como
más cariñoso, más atento, con más ganas de agradar, pero lo achacaba a que su
grado de intimidad había subido muchos enteros desde que comenzaron a planear
juntos los combates políticos en su pugna con el alcalde. Pero aquello no se lo
esperaba. Si ha de ser honesta consigo misma, ha de reconocer que el discurso
de José Vicente le ha impactado, la sinceridad con la que habla, la pasión
contenida que se desprende de sus palabras, el desgarro y el dramatismo con el
que ha terminado… Intuye que cuanto le ha dicho le ha salido directamente del
corazón, aunque haya pretendido formularlo con una cierta asepsia. Ahora, como
ha dicho el hombre, la pelota está en su tejado, el problema es que no sabe qué
hacer con ella.
José
Vicente parece intuir lo que pasa por la cabeza de Lolita. Presiente que la
respuesta puede ser negativa y juega su última baza:
- Lolita, puesto a pedirte favores, hazme
otro: no me contestes ahora, tómate un tiempo para pensarlo. Digamos que
veinticuatro horas; no, mejor setenta y dos. En tres días no nos hablaremos, ni
nos veremos siquiera. Y mientras tanto te lo piensas, lo consultas con la
almohada. Y si lo crees oportuno lo hablas con quien quieras, con tu madre, con
tu confesor, con una amiga, con quien prefieras. ¿Estás de acuerdo? Bien, pues
entonces, el fallo se aplaza y el encausado – y lo dice con una sonrisa – queda
a su disposición, señoría, hasta dentro de setenta y dos horas.
Lolita
tiene mucho qué meditar. Desde el momento que dejó la jefatura, tras escuchar
asombrada la inesperada declaración de José Vicente, no ha dejado de pensar en
ella. No se le va de la cabeza. Está como ida. En la tienda no da una a
derechas y en casa su madre ya le ha preguntado un par de veces si le pasa
algo. Claro que le pasa: ha de tomar una decisión que quizá sea la más crucial
de su vida. La situación le ha puesto tremendamente nerviosa. Desde que,
sobreponiéndose a sus sentimientos, resolvió romper con Rafael no recordaba una
tensión semejante. Trata de serenarse y de centrarse en la respuesta que ha de
darle a su… ¿enamorado? Que rara le suena esa palabra aplicada a José Vicente.
Es incapaz de pensar con claridad, el cóctel de sentimientos, de recuerdos, de
deseos y temores se mezclan y agitan en su mente y lo que consigue es un
molesto dolor de cabeza que la lleva a tomarse una aspirina y a acostarse. Lo
consultará con la almohada como le recomendó José Vicente. A la mañana
siguiente la neuralgia se le ha pasado, pero sigue sin saber qué partido tomar.
¿Unirse a un hombre del que no está enamorada?, ¿casarse para no terminar
siendo una solterona?, ¿utilizar a este inesperado pretendiente para darle en
la cabeza a Rafa?, ¿dejar de ser la señorita Sales, dicho con el retintín que
tanto le molesta, para convertirse en la señora de Gimeno?... Muchas de las
preguntas que se formula le incomodan, pero los interrogantes se suceden uno
tras otro. Las que no aparecen por ningún lado son las respuestas. Con
frecuencia queda tan absorta en sus pensamientos que apenas se da cuenta de
cuanto ocurre a su alrededor. Afortunadamente, apenas media docena de clientas
han entrado en la tienda porque la atención que les ha prestado ha sido
deplorable. Su madre vuelve a preguntarle si le ocurre algo. Le dice que no;
bueno, que tiene algo de migraña, pero nada más. Entre un torbellino de
sentimientos y emociones encontradas, con una avalancha de ideas confusas y un
rimero de preguntas sin respuestas transcurre el primero de los tres días que
José Vicente le dio de plazo. Acaba la jornada y, además de que no ha
encontrado la solución al problema, la realidad es que está todavía mucho más
desorientada que el día anterior. Vuelve a tomarse una aspirina porque nota los
primeros síntomas de una previsible jaqueca y se acuesta sin saber qué camino
tomar.
Se
despierta. En el dormitorio hace frío. Es lo natural en febrero. Se queda en la
cama pensando, ya han transcurrido veinticuatro horas y todavía no ha decidido
qué va a responder a José Vicente. Algo tendré que hacer, se dice, aunque solo
sea por lo caballeroso y lo sincero que ha sido merece una respuesta. Termina
haciendo lo que tantas veces hizo en anteriores ocasiones: pidiendo la opinión
a su más leal consejera, su madre. Aprovecha el desayuno para plantearle el
dilema. Le cuenta la conversación que sostuvo con José Vicente y cómo quedó en
darle una respuesta. La señora Leo le escucha con suma atención, presiente que
su hija puede estar jugándose su futuro.
- Y la verdad, mamá, a estas alturas, y
después de casi dos días calentándome los
cascos, no sé qué contestarle. ¿Qué me aconsejas?
- Verás, María Dolores – la señora Leo trata
de ganar tiempo para ordenar sus ideas porque la confesión le ha sorprendido -,
no es fácil aconsejar en estos casos, pero soy tu madre y tengo el deber y
hasta el derecho de hacerlo. Voy a serte muy sincera – duda de si hablar de
Rafael, pero ¿para qué?, sabe perfectamente cuanto le amaba su hija y, quizá,
le siga amando, pero es un asunto cerrado -. Me hice ilusiones de que terminaras
arreglándote con el sobrino de don José Sanchís, pero por lo que sea aquello no
cuajó. Ahora parece que te ha salido un nuevo pretendiente. Al chico éste le
conozco poco, casi todo lo que sé de él me lo has contado tú. Me has dicho que
es buena persona y que tiene mucho porvenir político, pero solo me hablaste de
él como alguien con quien colaborabas y que en los últimos meses habías llegado
a considerar un amigo.
- Y así es, mamá. Nunca pensé en José Vicente
más que como un jefe al principio de nuestra relación y como un amigo después.
- Ahora resulta que pretende ser algo más que
eso. Y tú ¿qué quieres? Me lo has dicho antes, no lo sabes. En ningún momento
has hablado de amor, deduzco que eso quiere decir que no estás enamorada de él.
¿Lo está él de ti?
- Dice que sí, mamá, y le creo. También sabe
que no comparto sus sentimientos.
- ¿Te lo ha dicho así?
- Como suena, mamá. Me dijo que está
dispuesto a casarse conmigo a sabiendas de que no le amo.
- Mucho coraje hay que tener para eso. Y debe
de quererte mucho, hija. Un hombre que demuestra ese valor es merecedor si no
de tu cariño, sí de tu respeto.
- Y lo tiene. Ya lo tenía antes, pero ahora
mucho más.
- Si le dices que no, puede pasar que no
vuelvas a tener otro pretendiente como éste. Conociéndote sé que eso ya lo has
pensado. Te digo otra cosa con el corazón en la mano: no me gustaría que
terminaras siendo una solterona. Por ley natural algún día te quedarás sola,
¿has pensado qué clase de vida llevarás? Eres inteligente y todas esas
preguntas me imagino que te las has planteado mil veces, pero quiero que
escuches, de labios de la persona que más te quiere en el mundo, lo que pienso.
Si la existencia de una viuda ya es dura, la de una solterona puede serlo aún
más. Estos pueblos no están preparados para mujeres sin pareja y las que, por
las circunstancias que fueren, no llegan al altar son como una pieza de un
rompecabezas que no encaja. Ya sé, ya sé lo que vas a decir – se adelanta a su
hija -, estar casada tampoco es una garantía de felicidad ni mucho menos. Lo sé
por experiencia, pero compartir, aunque no sea con el hombre ideal, es casi
siempre menos penoso que vivir y dormir sola. Hay algo importante a lo que no
te has referido en ningún momento. Dices que no estás enamorada de él, pero
como hombre ¿acaso te repugna al pensar que pueda tocarte?
Lolita no tiene que pensar la respuesta porque en el plano físico su
relación con José Vicente ha sufrido un cambio radical.
- No, mamá. No me repugna ni me da asco ni
nada por el estilo. Ya te he dicho que es muy agradable y cuando estoy con él
la verdad es que se me pasa el tiempo sin sentirlo.
- O sea que todo estriba en que no estás
enamorada, ¿no es así? Me encantaría que te casaras por amor. El problema es
que esperando al príncipe azul puede suceder que nunca aparezca. Con este chico
tienes algunas bazas que has de valorar. No te desagrada físicamente y eso es
muy importante. Las noches de invierno pueden hacerse muy largas con un hombre
al lado que ni siquiera te atraiga como tal. También dices que es encantador y
hasta divertido. Eso supone que a su lado te encuentras a gusto. Y le calificas
como un excelente amigo. María Dolores, te diré algo que quizá ignores: la
mayoría de las esposas que conozco, en el pueblo y más allá, no pueden decir
tanto de sus maridos. Solo con las virtudes que has enumerado creo que deberías
decirle que sí.
- ¿Así de rotundo, mamá?