El sábado a primera hora, llega a casa de
los Manzano la tía María que le da a Consuelo la lista de viandas que tiene que
comprar en el mercado, aunque la mayoría de ingredientes ya los tienen en casa.
María prepara un menú netamente extremeño: de entrada, croquetas hechas con una
de las joyas de la cocina regional, la Torta del Casar, el más famoso queso
extremeño. Luego, bacalao al estilo de Yuste. El plato fuerte es la chanfaina
preparada a base de asadurilla y carne de cordero. Y como postre biscuit de
higo.
Poco después de mediodía aparecen los
invitados. Ni Consuelo ni ninguno de sus hermanos los conocen. Se trata de un
matrimonio, ya entrado en años, y el que al parecer es su único hijo. El padre
explica durante la comida que son dueños de una vaquería con fama de tener la
mejor leche que se vende en Plasencia. Y que cuando ellos falten todo va a ser
para su único hijo, de nombre Luis, que es un mozo de veintipocos años y que no
tiene mala pinta. En cuanto oye la explicación, Consuelo no necesita más
referencias: aquí está el enésimo pretendiente que me quiere encasquetar madre,
se dice. A pesar de las sospechas de la joven, la comida transcurre con normalidad
y ni su madre ni el matrimonio placentino dicen una sola palabra de noviazgo,
ni siquiera de futuro cortejo. Cuando acaba el almuerzo, la señora Soledad se
dirige a su primogénita.
-Consuelín, ¿por qué no te encargas de
enseñarle el pueblo a Luis?, me ha dicho que lo conoce pero solo de paso. Ah, y
no te olvides de llevarle a visitar la ermita de la Virgen de la Luz –Es oír
eso y Consuelo piensa: ya enseñó la patita madre, pues el paseo hasta la ermita
es uno de los recorridos preferidos de las parejitas de tórtolos.
Ante la sorpresa de Consuelo, el heredero
del negocio lácteo no resulta ser ni engreído ni un patán. Es un joven sencillo,
bastante educado y jovial. Tal es así que, antes de llegar a la ermita,
Consuelo se ve enfrascada en una distendida conversación con el placentino, el
cual sigue sin decir una palabra ni hacer un gesto que pueda incomodar a la
muchacha. Luis le cuenta que tiene grandes planes para cuando algún día tome
las riendas del negocio familiar. Lo primero que piensa hacer es ofrecer nuevos
productos y no solamente leche, tiene pensado elaborar mantequilla, queso y
nata. Cuando al atardecer ambos jóvenes se despiden, el joven da la primera y
única muestra de que tiene más planes que pasear por los arrabales.
-¿Te importa que el próximo domingo venga a
verte?
Para Consuelo la pregunta no puede ser más
embarazosa. La primera respuesta que asoma a sus labios es la de siempre: no,
pero sorprendentemente dice algo diferente.
-Como quieras.
En cuanto Consuelo contesta afirmativamente
se arrepiente de inmediato, pero se dice que lo dicho, dicho está. Esa noche,
la muchacha no puede dormirse hasta las tantas. No hace más que darle vueltas de
por qué ha respondido como lo ha hecho a la pregunta del joven vaquerizo.
Piensa que eso supone no guardar la ausencia de Julio. Aunque se justifica: ¿qué
hay de malo en hablar, solo hablar, con un chico que ha mostrado ser correcto,
educado y amable? Piensa y piensa, y se le ocurren tantas razones positivas
como negativas para el dilema que ella misma se ha creado. Llega un momento en
que, cansada y aburrida de no encontrar respuesta, se duerme. Al día siguiente,
en cuanto despierta, sigue sin hallar solución a la disyuntiva de si mantener
su palabra o decirle al joven vaquero que se vuelva por donde ha venido.
Cansada de tantos interrogantes y tan pocas respuestas, se dice que hasta el
próximo domingo va a tener tiempo de sobra para encontrar una solución al
desasosegante problema.
En Palma, a Julio le pasa algo similar a lo
que le ocurre a su novia. Se debate entre la duda de aceptar la invitación de Agustín
para acompañarle, junto a su novia y la amiga de esta, a la merienda que organizan
los domingos o darle definitivamente carpetazo. Curiosamente, se plantea
preguntas análogas a las que se ha formulado Consuelo. ¿Qué hay de malo en ir a
merendar con Agustín y las chicas? No se trata de cortejar a la Dolors ni nada
por el estilo, solo es hacerle un favor a un amigo, ¿y eso qué tiene de malo?,
sigue preguntándose. Al contrario, echar una mano a un amigo, en algo que no
tiene nada de reprochable, solo puede ser calificado como una acción correcta y
hasta encomiable. Tras rizar el rizo de argumentaciones de ese tipo, termina
convenciéndose de que debe ayudar a un amigo que le necesita. El siguiente
domingo irá a la merienda, eso sí, dejando sentado desde el minuto uno que no
va a echarle los tejos ni a la Dolors ni a cualquier otra moza que acompañe a
la Roser para hacer de carabina. El alegrón de Agustín es mayúsculo cuando
Julio le dice que puede contar con él. Le abraza, le palmotea la espalda y le
dice emocionado:
-Chacho, sabía que no ibas a dejarme tirao.
Un paisano siempre es un paisano y si, en esta tierra de polacos, no nos
apoyamos unos paisanos a otros, ¿quién va hacerlo?
-Una cosa quiero que te quede clara: voy
para entretener a la Dolors, de esa forma la Roser y tú podréis tener más
tiempo para vosotros, pero eso no quiere decir que vaya a cortejar a la moza ni
nada por el estilo. ¿De acuerdo?
Agustín, por toda respuesta, extiende una
mano que Julio estrecha con firmeza.
-Paisano, se hará lo que tú digas, faltaría
más.
Aquella noche, en el cuarto de la calle
Deanato, Julio vuelve a plantearse otra de las preguntas que le inquietan: ¿se
lo cuento a Consuelo o no se lo cuento? Sin imaginárselo, le pasa algo parecido
a lo que le ocurre a su novia, no es capaz de darse una respuesta concluyente.
Termina diciéndose que hasta el próximo domingo tiene muchos días para pensar
qué hacer, mientras dejará de calentarse la cabeza.
En Malpartida ha llegado el domingo y
Consuelo sigue sin tener claro qué hacer con el mozo que viene de Plasencia.
Como sigue sin respuestas claras, opta por darle tiempo al tiempo y esperar a
ver qué pasa. La joven los domingos prefiere ir a misa de ocho pues al ser
rezada es más breve que las que son cantadas y con sermón incluido. Cuando ya
tiene la mantilla en la mano para salir de casa, su madre le advierte que
quiere que hoy la acompañe a misa de doce.
-Y si voy a misa de doce, ¿quién preparará
la comida?
-No te preocupes por la comia, se va a
encargar la tía María.
A Consuelo le extraña que su tía prepare la
comida del domingo, pues es algo que solo hace en las fiestas, pero no le da
más vueltas y se pliega a la petición materna. Madre e hija, vestidas de
domingo -que es como se dice en el pueblo cuando alguien se emperifolla más que
de costumbre-, asisten a misa de doce que es a la que van las familias pudientes
del pueblo. Al salir, y cuando Consuelo va a coger el agua bendita para
santiguarse, encuentra la respuesta del porqué de la petición materna: una mano
le ofrece el agua, es Luis, el vaquero de Plasencia. El joven también va
vestido de domingo y está como para echar el verso. Consuelo acepta el agua bendita
y va más allá, esboza un gesto amable. En cuanto salen de la iglesia, el joven
placentino da los buenos días a madre e hija y pide permiso a la señora Soledad
para acompañarlas hasta casa. Permiso que le es concedido de buena gana. El
chico va charlando con ambas mujeres y su conversación parece un modelo de
buenas maneras.
-¿Dónde va a comer usted? –La señora Soledad
trata ceremoniosamente al placentino.
-Me he informao y parece que en el mesón de
la Olla Vieja se come como pa echar regüeldos.
A Consuelo el vaquero ya no le parece tan
educado como lo había calificado. Lo de los regüeldos ha sido toda una señal de
su formación y maneras. Parece que el mozo está enseñando la patita. Igual no
es lo que parecía.
-No se fíe de lo que le han contao –le
contradice Soledad-. Yo he oío lo contrario, que la carne no vale na, el
puchero suele estar pasao y el pan tirando a duro. Véngase a comer a casa, que
hoy tenemos una caldereta de cabrito que resucitaría a un muerto.
-Muchas gracias, señora Soledad, pero no
quisiera estorbar. Las comidas de los domingos son pa estar con la familia, los
forasteros no pintamos na en ellas.
-No me diga que no que me va a dar un
disgusto, y además usté no es un forastero pa nosotros. Ya verá que caldereta
tan rica, y no es por presumir de hija pero la ha preparao Consuelín que tiene
unas manos pa la cocina que son un primor.
Una sonrisa casi imperceptible anima el
rostro de Consuelo que en ningún momento ha participado en la charla. Su madre
miente como una bellaca, la caldereta la ha guisado la tía María. Entre sus
muchas virtudes no figura la de ser una buena cocinera. Mi señora madre vuelve
donde solía, piensa Consuelo. Otra vez estamos con el juego del pretendiente de
una familia con posibles. Y en ese preciso momento encuentra la respuesta que
buscaba. Se va a poner en plan borde y el vaquero se va a enterar de lo que es
una mujer que dice: por ahí no paso. En el fondo lo siente por el joven pues no
parece mal chico, pero no va a ser ella quien le dé falsas esperanzas. Y aunque
pueda parecer un contrasentido, también lo siente por su madre y su incapacidad
para entender que el amor no sabe de componendas.
La comida dominical discurre sin ninguna
clase de contratiempo y Luis el vaquero, como le tilda Consuelo, se muestra
simpático, dicharachero y respetuoso. Quizá por eso cuando su madre le indica
que porque no enseña al placentino el resto del pueblo que no tuvo ocasión de
visitar el anterior domingo, Consuelo acepta la propuesta sin rechistar. En el
recorrido por las calles de la localidad, la muchacha percibe que hay gente que
mira a la pareja con curiosidad y que tras pasar ellos algunas comadres
cuchichean entre sí. En la plaza de Pozo Alto se tropiezan de cara con una
pareja muy amartelada, Carolina y Argimiro. Consuelo pretende evitarlos, pero
es imposible, los novios están frente a ellos.
-Huy, Consuelín, ¿dónde vas tan bien
acompañá? –pregunta, curiosa, Carolina.
PD.- Hasta
el próximo viernes en que, dentro del Libro I de Los Carreño, publicaré el episodio
27. Lo mejor
es contarlo sin rodeos