Lolita le ha dado una y mil vueltas a lo que le dijo Fina sobre
agradecer el detalle que tuvo con su madre el boticario, aunque realmente no se
le oculta que lo que hizo fue por ella. Tampoco es que sea una cuestión de
vital importancia, pero en una vida tan plana y monótona como la que lleva
cualquier incidencia, por pequeña que sea, se convierte en algo a lo que
prestar atención. Después de días de pensar en ello y valorarlo, termina
dándole la razón a su amiga: un favor, aún pequeño, solo se paga con otro.
Piensa qué puede hacer para devolver al farmacéutico su gentileza y no se le
ocurre nada. Tendría que ser un detalle que no fuera pretencioso, pero que
tampoco fuese una horterada. Acaba contándole a su madre, a la que no había
dicho nada, el gesto del novato boticario y le pide consejo.
- Hija, no me habías dicho nada. Que
caballeroso, venir a traer la medicina y encima no querer cobrarla. Tenemos que
corresponderle. Tu padre, que en gloria esté, siempre repetía que de bien
nacido es ser agradecido. Ya se me ocurrirá algo, déjalo de mi cuenta.
Un
par de días después, la señora Leo le comenta a su hija que, tras pensarlo
mucho, lo que se le ha ocurrido que pueden hacer para corresponder es regalar
al farmacéutico una docena de pañuelos con sus iniciales bordadas.
- ¿No te parece excesivo, mamá? No sé lo que
podía costar la pomada, pero unos pañuelos y encima bordados me parece que es
pasarse.
- En estos casos, María Dolores, es
preferible pecar por exceso que por defecto. Y no se trata de si los pañuelos
puedan costar más o menos que la medicina, por encima de todo hay que quedar
bien con un chico que no nos conoce y tuvo un detallazo. He dudado de si
bordarle algo, por ejemplo sus iniciales en unas camisas o en la bata blanca
que, según me han dicho, suele llevar en la farmacia, pero eso es complicado.
No vamos a pedirle sus camisas o su guardapolvo. Creo que lo de los pañuelos es
lo más sencillo.
- ¿Crees que no a va a tener pañuelos a
docenas?
- Naturalmente, pero en este caso lo que
personaliza el regalo y le da valor es el bordado. Y más cuando le cuentes que
lo has hecho tú.
- ¡Ah, no! Una cosa es que tengamos un
detalle con el Peloplancha y otra muy distinta que tenga que ser yo quien le
borde los pañuelos. Se lo encargamos a la señora Laura.
- ¿Quién es el Peloplancha?
- El boticario, es el mote que le han sacado
en el pueblo. Como se tapa la calva con el pelo de los lados, y parece que lo
lleve planchado, le llaman así.
- En este pueblo lo que hay es mucho
envidioso y con la lengua muy suelta. A ver quién hay aquí que, sin ser un
viejales, ya tenga la carrera terminada y un porvenir asegurado, pues solo ese
joven y el nuevo veterinario.
- No quiero discutir más mamá. Acepto lo de
los pañuelos y, además, le voy a bordar sus iniciales, pero no cuentes con que
se los vaya a llevar, eso de ninguna manera, me moriría de vergüenza.
- Bueno, hija, tampoco vamos a pelearnos por
eso. Ya se los haré llegar por alguien.
- Y a todo esto, ¿sabes cuáles son las
iniciales del don floripondio ese?
- Se lo preguntaré a la Carletina.
A la señora Leo no
le ha pasado desapercibido el tono hiriente y despreciativo que utiliza su hija
al referirse al joven boticario. Piensa que, por lo que sea, a María Dolores no
le cae bien el pobre chico. Ni ese ni ningún otro, se dice. Está segura de que
su intuición de mujer y madre no la engaña: su hija continúa enamorada de
Rafael Blanquer y todos los demás hombres le siguen pareciendo unos peleles.
Teme que, como no cambie, se va a quedar soltera. Ella, que enviudó joven, sabe
mejor que nadie lo difícil que resulta en un pueblo de labriegos encontrar
alguien que no lo sea con quien poder emparejarse. La mayor parte de hombres
buscan a una mujer que no solo lleve la casa sino que también les ayude en el
trabajo del campo. Y no ha criado a su hija para eso. A María Dolores le
convendría un hombre como… el farmacéutico, por ejemplo.
Han
pasado más de dos semanas. Lolita se planta ante su madre que está haciendo
ganchillo. El gesto de la joven revela que está contrariada.
- Mamá, ¿puedes salir? En la tienda está el
Peloplancha que quiere darte las gracias por los pañuelos.
- No le llames así – sisea la madre bajando
la voz -. Te puede oír. Y dile que pase a la salita que le voy a recibir allí.
- Siéntese, por favor, mamá llega ahora
mismo.
- Gracias, señorita… – el hombre vacila, pero
al final pregunta - ¿Puedo llamarla María Dolores?
¿Este hombre de dónde habrá salido?, se pregunta la joven. Es más
antiguo que las pastillas Juanola. Me pide permiso para llamarme por mi nombre.
Desde luego, es todo un personaje de cartón piedra.
- Mis amigos me llaman Lolita, pero puede
llamarme como quiera.
- Ese diminutivo... Lo habitual es que a las
Dolores las llamen Lolas o las distintas variantes del que, junto con Carmen,
posiblemente sea el más español de los nombres femeninos.
- Pues como le digo, me han llamado Lolita
desde niña. Solo mi madre me sigue llamando María Dolores.
- Si no le importa yo también la llamaré
María Dolores. Todavía no tengo la suficiente confianza como para llamarla por
su apelativo familiar.
- Como le plazca.
- Hablando de su nombre, ¿conoce la poesía
“La Lola se va a los puertos” de
Manuel Machado?
- Sí.
- ¿Le gusta?
- No.
- ¿Acaso no le gusta la poesía?
- Sí.
- ¿Pero no Machado?
- Un hermano sí, el otro menos.
La
charla discurre por idénticos derroteros. El pobre boticario intentando buscar
motivos de conversación y la muchacha contestando con monosílabos. Lolita está
ese día especialmente borde, tiene motivos. Alguien le ha ido con el soplo de
que Rafael lleva una vida de perdulario en Valencia y que sus padres están muy
disgustados. A todo eso, la señora Leo no aparece por ninguna parte.
Guerrero decide cambiar de tema a ver si le arranca a la joven algo más
que síes y noes.
- Me gustaron mucho los pañuelos, pero sobre
todo el anagrama con mis iniciales. No entiendo nada de bordados, pero me ha
parecido un trabajo muy artístico. ¿Lo hizo usted?
- No, mamá.
- ¿Usted no sabe bordar?
- Sí.
- Tiene que ser muy complicado confeccionar
esas letras tan pequeñas y además que queden tan bien conjuntadas.
- Depende.
- Depende, ¿de qué?, ¿del tipo de letra?,
¿acaso de su tamaño? – el joven boticario se coge al depende como a un clavo
ardiendo. A ver si consigue sacarle algo más que monosílabos.
- Depende del patrón.
- ¿Qué es el patrón?
No
hay respuesta porque aparece en escena la señora Leo. Se ha cambiado de
vestido, se ha puesto medias y zapatos y hasta un poco de colorete. Lolita le
presenta al visitante:
- Mamá, don Enrique, el sobrino de don José.
Ha venido a darte las gracias por los pañuelos.
- A sus pies, señora. Ante todo: ¿cómo sigue
su eccema? Confío que con el preparado que le recetó el doctor Lapuerta se le
haya curado.
- Fue mano de santo, lo tengo mucho mejor.
Pero vuelva a sentarse, se lo ruego. María Dolores, hija, ¿has olvidado tus
buenos modales? Tenemos aquí un distinguido visitante y no veo que le hayas
puesto una copita o una taza de café. ¿Qué prefiere tomar?
- No. Muchas gracias. No quiero tomar nada. Solo
voy a estar un momento. Únicamente vine a darle las gracias por los pañuelos,
me han gustado mucho, sobre todo el detalle de las iniciales.
- Las bordó María Dolores. No es porque sea
mi hija, pero tiene muy buena mano y mejor gusto.
Lolita
fulmina a su madre con la mirada. Es cierto que las bordó ella, pero no ha
querido decírselo al pasmado del farmacéutico, no vaya a creerse lo que no es.
Enrique, demostrando que de psicología femenina anda verde, se vuelve a la
muchacha:
- Entonces también tengo que darle las
gracias a usted, María Dolores. Ha hecho un trabajo primoroso.
La
muchacha prefiere no contestar. Diría alguna inconveniencia y opta por
callarse. En cuanto al Peloplancha le parece más muermo que nunca. La señora
Leo insiste en que Enrique no puede marcharse sin tomar algo, pero el boticario
que, por fin, se ha dado cuenta de la palpable irritación de la joven responde
que quizá otro día, pero que ahora tiene que irse.
Cuando se quedan solas, Lolita estalla:
- ¡Mamá, eres imposible! Me has puesto en
ridículo. Hacía años que no me sentía tan violenta. ¿Por qué tuviste que
decirle al membrillo ese que los pañuelos los bordé yo?
- ¿Y por qué iba a decirle otra cosa que no
fuera la verdad?
- Porque le dije que los habías bordado tú.
Me has hecho quedar como una mentirosa.
- Lo siento, hija, no lo sabía, pero es que
has mentido.
- Bueno, vamos a dejarlo, pero que conste que
es la primera y última vez que hago algo para, para… - no sabe que calificativo
aplicarle – el Peloplancha.