En su viaje al barrio de
Cuatro Caminos en pos del empleado del museo sospechoso de ser cómplice de los ladrones del Tesoro Quimbaya y
cuyo domicilio les falta por localizar, Álvarez y Ballarín han visto como su
objetivo entra en el número 2 de la calle General Orgaz. Ya conocen donde vive,
ahora solo falta recabar más datos sobre la presa. En la vuelta al metro,
Ballarín está pensando en cómo cambiará el callejero de esa parte del barrio si
algún día aplican a sus calles la Ley de Memoria Histórica. Como ha dicho lo
que pensaba en voz alta, Álvarez le pregunta de qué va lo de ligar la Ley de Memoria
Histórica y los nombres de las calles.
- Nada, una tontería, pero disimula, Luis, uno de los que está sentado
delante de ese portal ¿no es nuestro objetivo? – pregunta Ballarín señalando
discretamente a un grupito formado por dos adultos y dos niños sentados en
sendas sillitas delante del portal del número 2 de General Orgaz, en una
estampa que fue familiar hace años en determinados barrios madrileños, pero que
en el siglo XXI, prácticamente, ha desaparecido.
- El mismo en carne mortal – ratifica Álvarez -. ¿Y qué coño hace ahí
sentado?
A todo esto, como han seguido
andando por Perón en dirección al metro de Estrecho, han pasado la vertical de
la bocacalle de General Orgaz por lo que quedan fuera del campo de visión del
grupo. Ballarín se para y mira a su compañero, se le acaba de ocurrir algo.
- Luis, la ocasión la pintan calva. Como a mí ese fulano no creo que me
haya visto nunca, voy a acercarme y preguntaré cualquier chorrada a ver si saco
algo en claro.
Y dicho y hecho, Ballarín, en
actitud de alguien que no sabe muy bien dónde está, se planta delante del
grupito y muy cortés les saluda:
- Buenas tardes y perdonen, ¿serían ustedes tan amables de decirme si
aquí viven los señores… Cruzdemalta?
- ¿Cruz de Malta? – inquiere la mujer sentada junto al empleado del
museo.
- Sí, Cruzdemalta, como la conocida cerveza, pero todo junto.
- No, aquí no vive nadie con ese apellido – responde la mujer muy
segura de lo que afirma.
- Perdón, pero ¿esta parte de calle es el final de Don Quijote o el
principio de General Orgaz? -El cambio del nombre de ese tramo de calle lo ha
descubierto Ballarín en una web sobre historia de las calles madrileñas.
- Algo de razón lleva usted – afirma el hombre que acompaña a la mujer y
los niños -. Hasta mediados de los años setenta este trozo de calle fue el
final de Don Quijote. De hecho, este edificio era el número 98 de Don Quijote,
pero luego el Ayuntamiento hizo cambios en el callejero y desde entonces es el
comienzo de General Orgaz, concretamente el número 2.
- Entonces, si es el 2 tienen que vivir aquí los señores Cruzdemalta –
insiste Ballarín.
- Y yo le digo que no – contesta tajante la mujer.
- Disculpe, pero ¿cómo está usted tan segura?
- Porque soy la portera.
- Ah, perdone – Ballarín, en una interpretación que con menos años le
hubiese llevado al Teatro Español, pone cara de descubrir que acaba de meter la
pata -. Le pido disculpas, señora. Supongo que me han dado mal la dirección.
- No se preocupe, un error lo tiene cualquiera, pero como acaba de
decirle mi señora en la casa no vive nadie con ese apellido – corrobora el
hombre que añade -. Lo que puede hacer es cruzar Perón y acercarse al último
tramo de Don Quijote y preguntar por allí.
- Muchas gracias, muy amables. No les molesto más. Que tengan una buena
tarde; bueno, casi mejor sería decir una buena noche.
Ballarín desanda lo andado
hasta reencontrarse con Álvarez.
- El fulano al que seguíamos es nada menos que el marido de la portera.
- Bueno, otro dato más al zurrón que, además, me huele que nos puede reportar
buenos dividendos informativos – asegura Álvarez.
- ¿Por qué? – quiere saber Ballarín.
- Porque a partir de ahora, en lugar de preguntar por el objetivo
preguntaremos sobre su mujer. Las porteras suelen ser una fuente inagotable de
información, sobre todo de chismorreos y rumores. Saber si ese fulano lleva una
vida por encima de las posibilidades de un empleado de tres al cuarto nos va a
resultar más fácil indagando sobre su mujer.
- Sabes, Luis, me parece una excelente idea – le adula Ballarín -.
¿Volvemos mañana a por más harina?
- Amadeo, mañana es la jornada de reflexión – le recuerda Álvarez.
- No me jodas, Luis, a estas alturas de la película, ¿tienes que
reflexionar sobre a quién vas a votar? – pregunta Ballarín con evidente sorna.
- Pues tenía mis dudas sobre si votar al de la coleta o a los del
capullo, pero creo que al final votaré a los míos. Más vale malo conocido que
bueno por conocer – admite Álvarez -. Supongo que tú también votarás al PP,
¿no?
- Todavía me lo tengo que pensar. Han incumplido más de la mitad de las
promesas que hicieron hace cuatro años. Y si han faltado a su palabra, ¿quién
nos asegura que no puedan volver a hacerlo?
- Eso es cierto, ¡pero no irás a votar a los rojos! – le recrimina
Álvarez.
- Ya casi nadie dice rojos, Luis. Solo cuatro vejestorios como
nosotros. Ahora se les llama progresistas.
- ¡Nos ha jodido mayo, menuda gilipollez! ¿Es qué a los demás no nos
gusta progresar? Esos fulanos con tal de no llamarse como lo que verdaderamente
son; es decir, comunistas, son capaces de ponerse cualquier nombre. Pero no me
has contestado, si no votas al PP, ¿vas a votas a los ro…, a los progresistas?
- Ya te he dicho que lo tengo que pensar. Lo mismo voto a Ciudadanos.
El chico ese, Rivera, parece un tío majo y sobre todo sensato. La mayor parte
de las cosas que dice están llenas de sentido común – confiesa Ballarín.
- Lo de votar a Ciudadanos es pan para hoy y hambre para mañana. Esos
tipos, que están como en tierra de nadie, tanto se pueden aliar con el PSOE
como con el PP. Creo que no son gente de fiar – replica Álvarez.
- Mira, Luis, dejémoslo ahí, no vamos a ponernos ahora a discutir sobre
a quién votar – concluye Ballarín -. En definitiva, ¿qué hacemos, volvemos
mañana o qué?
Al final, ambos amigos
acuerdan pasar de cualquier reflexión y regresar al día siguiente al barrio a
ver qué pueden averiguar del marido de la portera de General Orgaz. Resuelven
que, en lugar de frecuentar bares y cafeterías como han hecho hasta ahora,
tienen que inventar alguna treta para poder preguntar en las porterías de los
edificios del barrio sin levantar sospechas. Después de desechar una tras otra,
las tramas que se les van ocurriendo se quedan con una que propone Álvarez, que
no es ninguna maravilla, pero que puede resultar algo más creíble que
cualquiera de las demás. Se trata de presentarse como representantes de una
asociación de jubilados - decir que aún están en edad laboral no colaría - que
está llevando a cabo un estudio. La finalidad del mismo sería elevar al
Ministerio de Hacienda la propuesta de que fuera compatible cobrar la
correspondiente pensión de jubilación con el trabajo en una portería hasta los
setenta años. Ello supondría alargar la vida laboral de los porteros cinco años
sin dejar de percibir la prestación ordinaria de jubilación. Antes de elevar
tal petición a las autoridades, la asociación está llevando a cabo una encuesta
para conocer la opinión de los actuales porteros. Como la asociación no dispone
de muchos fondos, en vez de encargar la encuesta a una empresa dedicada a tales
actividades, ha movilizado a sus asociados para que sean ellos los que la
realicen. Pese a la endeble consistencia del subterfugio, el pretexto no solo
funciona sino que se revela como una fuente inagotable de información sobre la
vida y milagros de los porteros del barrio en general y de la portera de
General Orgaz en particular. El anzuelo que echa la pareja de jubilados es
siempre el mismo:
- No sabe cuánto me alegro de que usted piense así – Siempre dicen lo
mismo, piense lo que sea el interlocutor de turno -. Y lo digo porque hay otros
colegas que piensan todo lo contrario. Sin ir más lejos, la portera del 2 de
General Orgaz es de la opinión que…
Y como el interpelado en
cuestión conozca a la aludida portera, le falta tiempo para contar los mil y un
detalles no solo de la actividad profesional de la mencionada sino también de
su vida, de la de su marido e hijos y hasta de la parentela. La cantidad de
cotilleos, dimes y diretes que se enteran los polis aficionados son como para
llenar el suplemento dominical de El País. Tras un primer análisis de tanto
cotilleo, llegan a la conclusión de que el marido de la portera no vive en
absoluto por encima de sus posibilidades. El único dispendio reconocido, si se
le puede calificar así, es que es un merengue a muerte que no se pierde un
partido de los que el Real Madrid juega en el cercano Estadio Santiago Bernabéu.
Todo lo demás, chismes.