Mientras Curro Salazar, abandonado por
todos, está postrado en la cama sin que nadie parezca haberse apercibido de su
extrema gravedad, Vicentín se está peleando con el maletín metálico que Rocío y
Anca han tomado del equipaje del gaditano con la creencia de que en él guarda
el exsindicalista sus dineros. Las cerraduras de la valija deben estar
reforzadas o bien el joven torreblanquí es un desmañado porque no hay manera de
abrirlo. Hasta que Rocío se harta de los vanos intentos del joven y en un
arranque de genio le quita el maletín al tiempo que grita:
-¡Déjamelo,
capullo, que a este paso nos van a dar las dose uvas! –y cogiendo el martillo
que se han traído del cuarto de la limpieza comienza a dar martillazos al
inexpugnable maletín. El resultado que consigue es que deja abollada la valija,
pero sin lograr abrirla.
-Así no vas
a conseguir nada. El tío Letancio decía que para abrir una cerradura más vale
maña que fuerza –le aconseja Vicentín-. ¡Hombre, hablando del tío Letancio!, se
me ocurre que podíamos llevar el maletín a la herrería de Bellés y allí podrán
abrirlo aunque tengan que cargarse las cerraduras.
-De eso na,
er maletín no lo puede abrir cuarquiera. Dios sabe qué papeles comprometíos puede
guardar ahí mi novio. Solo puede abrirlo arguien que gose de su confiansa
–objeta Rocío.
-Pero que
confianza ni que niño muerto. Si el Martínez no está para enterarse de nada. Si
está más para allá que para acá –replica Vicentín que insiste-. Lo mejor es que
lo llevemos a la herrería de Bellés y allí lo abrirán, seguro.
-Mira,
quillo, mi novio ha tenío puestos de mucha responsabilidá y ha estao metío en
muchos
fregaos y mu
gordos con montones de parné por medio y en er maletín puede guardar documentos
que le harían la santísima a mucha gente de Sevilla. ¡Que digo de Sevilla, de
medía Andalusía!
Anca
intermedia en la disputa planteando otra posibilidad.
-Vicente –la
rumana es una de las escasas personas en el pueblo que no le llama por su diminutivo-,
en vuestro almacén he visto a tu padre manejar un taladro eléctrico, ¿crees que
podríamos abrirlo con él?
-Pues no sé,
pero ya que lo dices podríamos intentarlo.
Rocío, tras una breve duda, acepta la
proposición:
-No se hable
más, vamos p´allá.
-¿No tendría
que quedarse aquí alguien? A Martínez lo veo muy jodido. Al menos, hasta que
venga el médico y la ambulancia –sugiere Anca que es la única a la que todavía
parece preocuparle algo el estado en que se encuentra el exsindicalista.
-Ea, pues quédate
tú, chochete. Yo me voy con tu noviete y er maletín –dice Rocío.
-Yo, si no
viene Anca, no voy a ninguna parte –contrapone Vicentín-. Si me presto a todo
esto es por ella. Lo que le pueda pasar a ese fulano y a lo que contenga esta
mierda de maletín me la suda.
Tras una breve vacilación, otra vez puede
más la codicia que el cariño, y Anca decide irse con Rocío y Vicentín; incluso
tiene la sangre fría, recordando lo que canta la aparatosa valija, para coger
la toalla más grande del cuarto de baño y envolverla. Ninguno vuelve a recordar
que pasa con el médico y con la supuesta ambulancia que debería llegar de un
momento a otro.
Poco después de que el trío del maletín haya
abandonado la habitación 16, Curro recobra una cierta consciencia y ve que está
solo. Se encuentra mal, apenas si puede respirar, le duele todo el cuerpo y
piensa que se puede morir si alguien no lo socorre. En la mesita auxiliar que
hay en un extremo de la habitación ve su móvil. Hace un supremo esfuerzo para
levantarse y pedir ayuda por teléfono. Sacando fuerzas de no sabe dónde se
acerca al borde de la cama y se deja caer, aunque la altura no es grande el
golpe acaba de descomponerlo. Tiene un resto de lucidez como para saber que no
será capaz de llegar hasta la mesilla. El esfuerzo le ha dejado exhausto. Se
queda tendido en el suelo y cierra los ojos, incapaz de seguir luchando.
Curro lleva ya un rato tendido inerte en el
suelo de la habitación, cuando una vez más se abre la puerta. En esta ocasión
el visitante es su hijo que encuentra a su padre tirado en el piso y en estado
de aparente coma. Francisco José se queda mirando al autor de sus días con gesto
incrédulo, allí está el hombre que tantas lágrimas ha hecho derramar a su madre
y que tan desamparados los dejó cuando más lo necesitaban. No acaba de creerse
lo que está viendo porque da toda la impresión de que el cuerpo que yace en el
suelo está más muerto que vivo: no se mueve, muestra una palidez cadavérica,
tiene los ojos cerrados y solo un débil y silbante estertor sale de su boca. “No
sé na de medisina, pero juraría que er grandísimo hijo de puta está en las
úrtimas”, piensa. Le habla a su padre, pero no obtiene ninguna respuesta. Trata
de subirlo a la cama, pero no tiene suficientes fuerzas. El joven no sabe qué
hacer, si avisar de la situación en que se encuentra su padre o dejar las cosas
como están y que pase lo que tenga que pasar. Como no se decide, se toma un
respiro para reflexionarlo mejor. Sale a la pequeña terraza y se fuma un
pitillo mientras piensa en el hombre que apenas a tres metros parece estar
debatiéndose entre la vida y la muerte. Recuerda lo que tantas veces le ha oído
contar a su mama: que era buena gente hasta que la codicia lo corrompió. Cuando
comenzó a ganar tanto dinero que lo tenía que guardar en grandes bolsas de
basura se convirtió en otra persona: soberbio, prepotente, mujeriego,
quisquilloso, inaguantable. Se aficionó a todos los placeres que el mucho
dinero puede ofrecer. Cada vez paraba menos en casa y sus ausencias fueron
dilatándose más cada vez hasta que un mal día no volvió. No dio ninguna
explicación, simplemente desapareció de sus vidas. El único rastro que dejó es
que mensualmente un antiguo compañero del Sindicato del Metal hacía llegar a su
madre un sobre con dinero, el suficiente para vivir modestamente, pero nada
más. En los primeros tiempos del abandono, su madre justificaba la desaparición
del padre contándoles a sus hermanos chicos que Curro vivía más en Madrid que
en Sevilla por su trabajo en los sindicatos. A él, que ya era un mozuelo, no se
atrevió a contarle una mentira tan burda y tuvo que decirle la verdad. Más
tarde se enteraron por una vecina de que se había arrejuntao con la empleada de
una peluquería de barrio que era bastante más joven que él. Rocío Molina se
llamaba la indina, la que ahora sigue hablando de su padre como si continuara
siendo su novia. Sospecha que su mama sigue queriéndole, buena prueba es que le
ha mandado hasta este agujero para avisarle de que pueden trincarlo. “¿Tú que
harías, mama, le dejarías que estirara la pata o llamarías a un dotor?”,
pregunta a su madre mentalmente.
El
joven sevillano mira el reloj y se sorprende de lo tarde que es, son algo más
de las nueve lo que le lleva a recordar que la camarera que atiende la
habitación, y de la que sospecha que pueda estar liada con su padre, ya tendría
que haberle subido la cena. Vuelve a entrar y torna a mirar a su padre. Sigue
igual o… quizá peor, ya no se oye ni el estertor de antes, tampoco se mueve. Al
final se decide. Baja y busca a Anca, no la encuentra, pregunta por ella a otra
camarera.
-¿Anca?, ni
flores. Si la encuentras dile que como no tenga una buena excusa la patrona la
va a poner de patitas en la calle. Tenemos el comedor a tope y no aparece por
ninguna parte.
-Oye, mi
papa está mu chungo, tendríais que llamar a un médico.
-Habla con
la jefa que yo no estoy para esos menesteres –es la desabrida respuesta de la
empleada.
El joven busca a la patrona, la encuentra
tras la caja registradora cobrando a unos clientes, parece sofocada por el
mucho trabajo.
-Señora, que
mi papa está mu chungo.
-¿Qué está
mal? Lo que me faltaba. Y la puñetera Anca sin aparecer. Ya ves como estoy de
faena. ¿Qué es lo que le pasa exactamente?
-No lo sé,
no soy un entendío, pero no habla, no se mueve, no hase na.
-¿Cómo que
no hace nada? No me fastidies, no será tanto. En cuanto acabe estas cuentas
llamo al centro de salud.
La patrona retorna a sus números y el joven
sevillano se queda otra vez sin saber qué hacer. De pronto recuerda que en la
playa funciona una caseta de socorristas y primeros auxilios, piensa que a lo
mejor ellos pueden hacer algo. Hacia ella se dirige. La encuentra cerrada,
pregunta a unos rezagados bañistas que están jugando al voleibol y uno de los
jugadores le dice que cierran a las ocho. El joven retorna al hostal. Sube a
ver cómo está su padre. Sigue igual: tirado en el suelo y sin movimiento
ninguno, tampoco responde a sus llamadas. Baja al comedor y vuelve a acercarse
a la patrona.
-¿Han llamao
ar médico?
-¡Jesús,
María y José! Con tanto follón me he olvidado de tu padre. Ahora mismo llamo.
-¿En er entretanto
podría ayudarme arguien a subirlo a la cama?, es que está tirao en er suelo.
-¿Cómo que
está tirado en el suelo?, haberlo dicho –y dirigiéndose a uno de los barman le
pide que los acompañe.
La patrona se queda de un aire cuando ve a
su huésped. Entre los tres acomodan a Curro en la cama y la señora Eulalia, con
un punto de aprensión, le toma el pulso, no lo encuentra. Aplica el oído al
pecho y no escucha ningún latido. Compungida se vuelve al joven.
-Creo…, creo
que está muerto.
Mucho tiempo después de que terminara esta
historia, cuando trascendieron al público los distintos avatares que ocurrieron
en la misma, un rapero chungón de los que tanto abundan a ambas orillas del
Guadalquivir compuso un rap que, plagiando el famoso corrido mexicano de Rosita
Álvarez, decía: El día que se murió/el Curro estaba de suerte/, pues seis
ataques sufrió/ y solo fue uno de muerte.
PD.- Hasta
el próximo viernes.