Como
conté en mi post del pasado domingo de vez en cuando acompaño a mis nietos a la
playa. Puesto que soy un tanto alérgico a baños pronunciados, sean de sol o de
agua, paso más tiempo resguardado bajo el parasol que bronceándome en una
esterilla, paseando por la arena o remojándome en el Mediterráneo. Por eso
tengo mucho tiempo para observar. Y hoy mi observación versa sobre los lectores
de playa.
Estos
especímenes de lectores se dividen en dos grandes grupos: los que leen la
prensa, sean periódicos o revistas, y los lectores de libros. Aquellos lectores
playeros que leen periódicos tengo la impresión de que ejercen esta práctica
durante todo el año. Y, posiblemente, forman parte de algunas de las últimas
generaciones que compran prensa en soporte de papel. Hasta un octogenario como
yo hace casi una década que dejé de acudir a los quioscos y llevo años leyendo,
más bien ojeando, varios de los rotativos en español en su versión digital. Estos
lectores de prensa en la playa son los que permanecen fieles a una costumbre
social que ha formado parte esencial de la cultura occidental en el último
siglo y que hoy está en trance de desaparecer en su viejo soporte. Internet lo
está matando día tras día. Por cierto, la prensa que más suelen leer es la
regional, supongo que para seguir en contacto con los avatares de la comunidad
en la que viven. Tengo que preguntar en el único punto de venta de prensa de la
playa cuales son los periódicos que más se venden y cuál es la media de edad de
los compradores para ver si mi observación es cierta o errónea.
Luego
están los lectores playeros de libros. Estos son otra historia. Mantengo la
opinión, posiblemente equivocada, de que la mayoría de este grupo veraniego son
lectores ocasionales, con la naturales excepciones naturalmente. Lo digo porque
básicamente veo que leen novelas y cuanto más gordas mejor. No me pega que en
el resto del año lean habitualmente volúmenes con tantas páginas. Además,
llevarse un libro a la playa con el engorro de que la arena se meta entre las
páginas o tocarlo con las manos pringadas de esos productos oleaginosos con los
que la gente se embadurna para protegerse del sol, ponerse moreno o vaya usted
a saber para qué, supone no mostrar un gran respeto por el invento que, desde
Gutenberg a nuestros días, ha sido el más sólido pilar de una determinada forma
de vida.
Cualquiera
pensaría que me molesta que se lean libros en la playa. Ni mucho menos, pese a
lo que he dicho antes, me parece una saludable costumbre. Más aún dado el
pobrísimo índice de lectura entre mis paisanos, índice que las cifras del
Instituto Nacional de Estadística denuncian año tras año, por lo que digo que
bienvenidos sean esos lectores, aunque sean playeros.