Después
del baile organizado por el Ayuntamiento con motivo de la colecta del Día del
Domund, Lola se ha quedado hecha un verdadero lío, no acaba de creerse todo lo
que Rafael le contó, pero piensa que lo dijo con tanta convicción que a lo
mejor hasta es verdad. El resultado es que una oleada de encontrados
sentimientos la han invadido como una marea incontenible que nada ni nadie puede
detener.
José
Vicente no sabe nada de los sentimientos que zarandean a su mujer, pese a ello
está preocupado. Tiene una idea fija que cada día le atormenta más: ¿será
posible que Lola le engañe? La mera sospecha de que su esposa pueda serle
infiel le enferma. No ha encontrado indicios de la posible infidelidad de su
mujer, pero la sola presunción hace que los vientos de los celos se transformen
en huracanes. De pronto, se convierte en un marido suspicaz, receloso y
malhumorado que se pasa el día espiando a su mujer, cronometrando el tiempo que
pasa fuera del hogar, haciendo el recuento de cuantas visitas realiza a sus
amigas, echando cuentas de cuánto gasta, analizando lo que dice, tratando de
desentrañar sus silencios, sus miradas y hasta sus poses. José Vicente piensa
que empieza a comprender la literaria expresión del infierno de los celos pues
éstos tienen la diabólica capacidad de transformar cualquier pequeño e
insignificante gesto, palabra o hecho en un amargo sinvivir. Sus recelos sufren
un inusitado acelerón cuando comienza a percibir pequeños detalles que uno a
uno son irrelevantes, pero juntos le asemejan una montaña. Y un buen ejemplo de
ellos es el motivo por el que ahora están discutiendo: Lola le ha pedido que le
firme un permiso para abrir una cuenta corriente a su nombre.
- ¿Y para qué quieres una cuenta a tu nombre?
Ya tenemos una.
- Ya lo sé, pero tú eres el único titular y
yo no puedo manejarla. Quiero una a mi nombre para la administración de la
tienda. Así, cada vez que tenga que hacer un pago no tendré que molestar a mamá
pidiéndole que extienda un cheque.
- No creo que haya en el pueblo una sola
mujer casada que tenga una cuenta a su nombre.
- Alguna tendrá que ser la primera. ¿Y por
qué no la tuya? Ya soy mayorcita y puedo manejar un talonario yo sola.
Aunque el motivo que argumenta su mujer parece lógico, el hombre no está
por la labor de darle la razón, pero antes de que pueda seguir refutándola la
llegada de Fina pone fin a la discusión.
- Seguiremos hablando – dice José Vicente en
un tono que no augura un buen final para la petición de su mujer.
- Por favor, José Vicente, no te vayas. Volveré
otro día – ofrece Fina al darse cuenta de que ha llegado en un mal momento.
- Puedes quedarte, Fina. Me tenía que ir de
todas formas.
- Me parece que no he llegado en el momento
más oportuno – se lamenta Fina después de que José Vicente salga por la puerta -.
Venía a ver a mi ahijada – se justifica.
- Está en la cuna… ¿Me puedes hacer un favor,
te puedes quedar con ella un par de horitas? Laurita no está y quiero ir a ver
a la señora Fuensanta, que lleva tiempo enferma y le prometí a Inesín que les
haría una visita. O si te viene mejor espera aquí una media hora, le das el
biberón de las seis y luego te la llevas a casa. Ya pasaré a recogerla.
Tras
asegurarse de que la niña sigue dormida y mientras espera que llegue la hora de
la toma, Fina se pone a fisgar en el armario ropero de su amiga. Hace un
pequeño descubrimiento que la sorprende: Lola ha cambiado buena parte de su lencería,
ahora gasta ropa mucho más atrevida. Y otro detalle, más sorprendente aún,
tiene varios conjuntos de color negro que enseñan más que ocultan. A su amiga
nunca le gustó la ropa interior negra, siempre afirmó que era propia de mujeres
de la vida. ¿Por qué ese cambio? Fina se queda mirando las braguitas caladas
que tiene en las manos mientras una mueca de maliciosa complicidad se dibuja en
su cara.
A
Fina se le olvidan sus sospechas cuando oye el tañido de las campanas, tocan a
muertos. Cuando se escucha el toque de difuntos la pregunta es obligada:
- ¿Quién ha muerto? - Aunque la forma más
usual de preguntar no es esa sino - ¿Quién ha faltado? - Se elude citar la
palabra muerte y se opta por el eufemismo de faltar. Y siempre hay alguien que
conoce la respuesta a esa pregunta.
- Benjamín Arbós.
- ¿Benjamín? No es posible, ni siquiera sabía
que estuviese enfermo.
- Faltó ayer. Parece que fue repentino, algo
del corazón. Por la mañana fue a ver cómo iba la coloración de la naranja en
uno de sus huertos. Se sintió mal y volvió a casa, allí le dio un patatús y
cuando llamaron al médico solo pudo certificar su muerte.
- No somos nadie. Muchos años que nos lleve
por delante.
La
iglesia está abarrotada. Nadie quiere que se le eche en falta en el funeral de
cuerpo presente por el patriarca de los Arbós. El clan sigue siendo poderoso o,
al menos, eso cree la gente. Frente al altar mayor está el féretro rodeado por
seis humeantes hachones. Como es costumbre, los primeros bancos están ocupados
por la familia del finado. Hombres y mujeres visten la ropa de los domingos. El
color predominante es el negro. Cuando los tres sacerdotes, que concelebran el
oficio fúnebre, terminan el responso final se acercan a presentar sus respetos
a los familiares. Inmediatamente se forma una larga fila en el pasillo central
de los que van a dar el pésame. Una y otra vez se repiten las mismas
expresiones:
- Os acompaño el sentimiento. Que gran pena.
Era una buena persona. Nunca le olvidaremos…
Quienes no dan el pésame en la iglesia, los
amigos de la familia o los que quieren hacerse notar, esperan darlo en el
camposanto. El acto resulta interminable, pero la gente aguanta a pie firme. Al
acabar, cuatro amigos de la familia se echan a hombros el ataúd y enfilan el
camino del cementerio precedidos por el párroco y los monaguillos y seguidos
por los varones de la parentela, amigos y conocidos. Al llegar al final del
pueblo trasladan el féretro al carruaje mortuorio que está aguardando. Mientras
el cortejo ha discurrido por las calles de la población, al paso del féretro
los hombres se destocan y las mujeres se persignan. En el camposanto está
abierto el mausoleo, propiedad de la familia, en el que depositan el ataúd
después del postrer responso del capellán. Otra vez, vuelve a formarse una
larga cola para expresar las condolencias a los familiares. Mientras esperan
turno, Bonet, Lapuerta y Ballesta hablan en voz queda.
- ¿Quién creen que va a coger el relevo del
pobre Benjamín? – pregunta Ballesta.
- Posiblemente, Antonino que es el hermano
mayor – apunta Bonet.
- Le gustaría, pero aunque es el mayor dudo
mucho que tenga el suficiente carisma para imponerse. Yo más bien apostaría por
Rodrigo – especula el médico.
- No cabe duda de que es más político que el
resto de hermanos, pero me da la impresión de que no está muy allá de salud.
Bueno, eso debe de saberlo usted mejor que nadie – comenta Bonet.
- En todo caso – prosigue el médico sin
aceptar el envite de hablar de sus pacientes -, tengo la sospecha de que nada
volverá a ser lo mismo. Me refiero para los Arbós.
- ¿Cree que van a perder fuerza política? –
inquiere Ballesta.
- Ya han perdido mucha. Gimeno se ha
encargado de limarles las garras y solo les ha faltado el óbito de Benjamín.
Intuyo que esto puede ser el principio del fin de su poder. Sin embargo, pese a
esa corazonada no apostaría ni un duro pues igual lo perdía. Aquí, como en
otros lares, sigue habiendo gente que parece necesitar que alguien pastoree el
rebaño – concluye el médico.
Otra
pareja que espera turno para dar su pésame, Marín y Gimeno, intercambian
parecidos comentarios.
- ¿Quién dirigirá ahora a la familia?
- Rodrigo – afirma tajante Gimeno.
- Pues se le ve mala cara. No sé si es por el
golpe que acaba de sufrir o porque no está muy católico, pero no le veo
físicamente muy bien.
- Sí, no tiene buena pinta, pero es que no
tienen otro. Antonino es un pobre hombre y Gonzalo únicamente está interesado
en sus negocios y trapicheos – sentencia Gimeno que añade – Si en la generación
joven hubiera hijos, pero...todas son chicas.
- Quizá algún sobrino – sugiere Marín.
- Es posible, pero no conozco ninguno que
parezca interesado en la política.
- Hombre, Leoncio es presidente de la
Hermandad.
- No es mala persona, pero es más corto que
la noche de San Juan – remacha Gimeno.