Ha
transcurrido más de un año del fin de la guerra civil y, aunque las heridas
siguen abiertas, la realidad impone su
cotidiano pragmatismo. Es muy difícil vivir mirando siempre el pasado y más aún
si fue doloroso. El flujo de la cainita y sangrienta contienda que durante
cerca de treinta y dos meses anegó España comienza a remitir. En la ciudad y en
el campo, en las zonas que antaño fueron republicanas o nacionales se inicia
una tímida y fragmentaria recuperación. Uno de los primeros efectos de ese
reflujo es la migración de familias enteras, de unas a otras regiones, en busca
de trabajo para tratar de superar una coyuntura en la que la penuria de
alimentos, cuando no el hambre pura y dura, se ha convertido en algo endémico.
A
Senillar también llegan los efectos del éxodo interno. De los que se fueron,
algunos no podrán volver nunca, otros no quieren, unos pocos prueban fortuna.
Entre estos últimos se cuenta la familia Bonet. El padre, Celestino, fue depurado
por la compañía de ferrocarriles donde trabajaba como factor de circulación y
trasladado a Arévalo. Después de varios años en las frías tierras abulenses,
solicitó una plaza en el pueblo y han aprobado su solicitud. Vuelve al mismo
destino que tenía antes de la guerra, con alguna que otra diferencia: antes
trabajaba para la Compañía de los Ferrocarriles del Norte de España y ahora lo
hará para la recién creada Red Nacional de Ferrocarriles Españoles, más
conocida por la sigla de RENFE, antes los trenes llegaban con bastante
puntualidad y ahora arriban cuando pueden, antes un ferroviario ganaba lo
suficiente para que su familia llevara una vida digna y ahora las pasa negras
para terminar el mes, antes tenía amigos que ahora ya no están, aunque algunos quedan.
Celestino se ha llevado una grata sorpresa: uno de sus antiguos amigos
en el pueblo y también ferroviario, Antonio Blanquer, se ha salvado de la
depuración. Los nuevos mandamases de la nacionalizada empresa de ferrocarriles han
respetado su empleo de jefe de estación. Ahora está poniendo a Bonet al día de
las vicisitudes que han sufrido muchos de sus viejos conocidos:
- De los compañeros de antes faltan algunos,
la mayoría depurados. A unos les echaron de la compañía, a otros les destinaron
fuera y hay quiénes están todavía en prisión. Y luego los que fallecieron,
entre otros Facundo el fogonero, Agustín el capataz, Filiberto el guardagujas;
Vicente el que trabajaba en el depósito… La mayoría, como Agustín y Filiberto,
de muerte natural, los demás bajas de guerra – relata Blanquer.
- ¿Qué ha sido de Zoilo? – inquiere Bonet.
- Es uno de los que está en chirona. Le
echaron diez años y un día.
- ¿Y por qué lo enchironaron?
- Por ser un activista del sindicato de
ferroviarios, por desafecto al Régimen y por no sé cuántas cosas más.
- ¿Y el pobre Agustín de qué murió?
- Dijeron que de una angina de pecho. Desde
el día en que bombardearon el convoy que trataban de trasladar al apeadero de
Benialcaide no volvió a ser el mismo. Se quejaba de que le dolía el pecho. Una
mañana no se levantó.
- ¿Y de su yerno, de Aurelio?, sé que no le
fusilaron, me lo dijo un compañero.
- Bueno, lo de Aurelio parece de película.
Verás...
Blanquer
le resume la odisea del tal Aurelio. Tras ser condenado a muerte, en los estertores
de la guerra, por un tribunal militar como autor de un delito consumado de
auxilio a la rebelión entró en capilla esperando ser pasado por las armas. Su
familia y amigos removieron cielo y
tierra para lograr que le conmutaran la pena sin conseguirlo. Setenta y dos
horas antes de que se cumpliera la sentencia, una hermana monja, de la que no
sabían nada desde el inicio de la guerra, se puso en contacto con sus padres y
le contaron lo que estaba ocurriendo. La religiosa, que estaba en un convento
de Burgos, conocía a una prima del general Yagüe. Movió los hilos precisos y
consiguió que el propio Caudillo lo indultara y le conmutaran la pena de muerte
por la de cadena perpetua. Y corre el rumor por el pueblo de que podrían
reducirle la condena todavía más.
- Como ves, un auténtico milagro. Se salvó
del piquete de ejecución por los pelos – remata Antonio su narración.
- En el fondo, Aurelio es un tío con suerte.
Con los republicanos…
Blanquer le interrumpe:
- Celestino, si no quieres tener problemas, has
de ir acostumbrándote a llamarles rojos.
- Bueno, pues con los rojos también estuvo a
punto de palmarla y gracias a la intervención del médico y de aquel maestro
repu…, digo rojo que recaló en el pueblo se pudo salvar. ¿Y qué sabes de su
mujer y del resto de la familia?
- Su mujer ya no vive en el pueblo. Como
Aurelio está en el penal de Nanclares de Oca, se marchó a Álava con los críos
para estar más cerca. Por medio de mosén Amancio consiguió un trabajo en una
casa rica de Vitoria. Desde entonces no ha vuelto. Los padres se fueron a
Sagunto. Aquí sólo queda su hermana Marina, se casó con Damián, el hijo mayor
de los Armenteros.
- Antes me referí a don Manuel Lapuerta, ¿qué
es de él, está todavía de médico en Ayora? – se interesa Celestino.
- Allí sigue. Hace menos de un mes me lo
encontré en Valencia. Me preguntó por ti.
- Si vuelves a verle, dale recuerdos. Y de
mis compañeros de tertulia, ¿qué se hizo de ellos?
- Pues mira, está la partida casi al
completo, con don Abelardo el veterinario, Clavé el telegrafista, don José
Sanchís el boticario, Esteller el barbero y algunos de los labradores que
ocasionalmente venían, como Bosch, Ribes y alguno más que no recuerdo. Por
cierto, se me olvidaba, tengo un paquete para ti. Me lo dejó la mujer de
Aurelio, antes de marcharse. Dijo que te lo diera de parte de su marido.
- ¿Qué es? – pregunta Bonet al ver el paquete
envuelto en papel de periódico y atado con un bramante.
- No lo sé. No me pareció apropiado abrirlo.
Te lo entrego tal y como me lo dio Amparo.
Celestino se emociona cuando, tras desenvolver el paquete, ve su
contenido: es la artesanal radio de galena alrededor de la cual tantas horas
pasaron durante la guerra escuchando las noticias de la marcha del conflicto.
Ahora podrá enterarse de lo que realmente pasa en España, porque de los periódicos
sabe que no puede fiarse, sólo publican lo que les permite la censura. Y lo que
ésta les faculta es a informar sobre las bondades del Movimiento, pero no les
autoriza a insertar una sola noticia que pueda poder en entredicho al Régimen;
un ejemplo de ello es que ahora que Franco acaba de cambiar su gobierno no han
publicado una sola línea acerca de las luchas soterradas que han mantenido las
diversas familias del Régimen: falangistas, tradicionalistas, monárquicos y
católicos, aunque el núcleo duro del nuevo gobierno siguen siendo los
militares, los únicos de los que realmente se fía el dictador.
*
Posiblemente, no tenga nada que ver con los relevos que se están
produciendo en el ámbito nacional, pero en Senillar también soplan vientos de
cambio. Por ello, el cacique local, Benjamín Arbós, ha convocado una reunión
del núcleo duro del sanedrín familiar; están presentes sus hermanos Antonino,
Rodrigo, Gonzalo y su sobrino Leoncio Gasulla. Este último es la primera vez
que asiste a un cónclave de los patriarcas del clan de su familia materna. Se
muestra expectante y orgulloso, es el único de los sobrinos que está presente.
Benjamín no pierde el tiempo y entra directamente a tratar el asunto por el que
les ha convocado:
- Me han soplado de buena fuente que en la Jefatura
Provincial del Movimiento están preocupados por el escaso interés que muestra
Rodrigo por el partido – ante el conato de protesta de su hermano, le corta
tajante -. Déjate de vainas, te lo he dicho mil veces, no se puede estar en un
cargo sólo para figurar. Hasta ahora te he salvado de la quema, pero ya no me
quedan cartuchos que gastar. Cualquier día de estos te van a cesar. Y no me
preocupa que te echen, te lo has ganado a pulso. Lo que me inquieta es a quién
pueden nombrar. No me gustaría que hicieran jefe a alguien que no se dejara
aconsejar o, lo que es peor, que le tuviéramos enfrentado.
- ¿En qué estás pensando? – pregunta
Antonino.
- En que hemos de adelantarnos a los
acontecimientos. Quizá sea la única manera de poder salvar los muebles. Vamos a
hacer lo siguiente. Tú – dirigiéndose a Rodrigo – debes dimitir al tiempo que
propones a un sustituto. Yo me encargo de mover los hilos en Valencia para que
la propuesta llegue a buen puerto.
- ¿Qué propuesta? – vuelve a preguntar
Antonino.
- Vaya pregunta. Necesitamos un nuevo jefe que
sea de los nuestros – y volviendo la vista a su callado sobrino le espeta -. Y
tú, Leoncio, ¿te gustaría ser el nuevo jefe de Falange?