El inefable gobierno español, la semana
pasada, decretó el principio del fin, muy parcial, del confinamiento. Después
de cincuenta y un días de encierro, pude salir a la calle. Estoy acostumbrado a
la soledad, de hecho hace quince años que vivo solo, por lo que supongo que habré
soportado la reclusión mejor que la mayoría de la gente, con todo sentía la
necesidad apremiante de ver algo más que el panorama que enmarca la ventana del
salón, precisaba ver gente en movimiento y no solo aplaudiendo en terrazas y
balcones. Antes de salir, mi hija me trajo un pack completo de armas contra el
virus: mascarilla FFP3, frasco de gel hidroalcohólico y una retahíla de
consejos sobre lo que debía y no debía hacer. Me sentí como un párvulo de
primero, pero aun así agradecí de corazón su bonhomía.
Por fortuna, vivo al lado del campus de la universidad
Complutense, por lo que suelo pasear por la llamada Ruta Verde (el antiguo tendido
del tranvía Moncloa-Paraninfo que tantos y tan felices recuerdos me traen de
mis lejanos años universitarios). La primera anomalía que detecté fue que, a
esta altura del curso, la ruta debería estar bullendo de estudiantes, pero no
había ninguno, solo paseábamos viejos y gente madura. La segunda, fue constatar
como los viandantes nos rehuíamos, y me percaté que a quienes más esquivaban
eran a las personas mayores, como ahora se nos denomina a los ancianos. ¡No les
digo nada de lo que me ocurrió! En cuanto veían a un octogenario, como el que
esto escribe, andando a paso cansino y con la melena no ya canosa sino alba
cual copo de nieve, los regates que me hacían era dignos de un crack de la
serie A italiana o de la Premier League
británica. Me entraron ganas de reír porque de llorar ya tendremos tiempo. La
última anomalía, aunque admito que no deja de ser una opinión, es que me
pareció observar que la expresión de los rostros de mis conciudadanos era más
bien tristona, claro que casi todos con los que me cruzaba eran tan viejos como
yo, y generalmente los abuelos tenemos pocos motivos para alegrarnos. Aunque si
lo pensamos bien, el hecho de estar vivos a nuestra edad debería ser causa para
levantarnos cada mañana con una sonrisa de oreja a oreja.
Nunca pude imaginar que al final de mi ya
longeva vida iba a vivir una experiencia tan traumática como la de la covid-19,
nombre oficial que ayuda a que olvidemos su procedencia, ¿quién tendrá interés
en ello? El Madrid que me encontré no tenía nada que ver con la ciudad en la
que un denso tráfico y el incesante ir y venir de los viandantes por aceras y
calles son señales de identidad de una urbe de tres millones y medio de
habitantes. Contados paseantes, casi todos con mascarilla y guantes, escasa
circulación y autobuses vacíos. Eso sí, el cielo estaba de un bellísimo azul
velazqueño y se veía nítidamente la Sierra de Guadarrama pues, según dicen, la
polución se ha reducido considerablemente. No todo iba a ser malas noticias.
Ese domingo estrené mi primera mascarilla. Llevarla
me pareció un peñazo. Después de un cierto tiempo las gomas te presionan
demasiado y no puedes usar gafas porque se empañan. Les confieso que lo de la
mascarilla me hizo reflexionar, lo que me llevó a rememorar mis ya lejanos
tiempos de trovero aficionado en los que improvisaba romances escasamente
poéticos y más bien ripiosos, algo connatural en la métrica popular. Pero de
esto les hablaré otro día. Para ser un post me he alargado excesivamente.