A Rafael Blanquer le extraña el servicio que
la sección de mensajería de Capitanía General de Valencia le ha ordenado: que
vaya a entregar un sobre a casa de unos señores llamados Campins. Aunque en el
ejército lo mejor es siempre decir a sus órdenes y no meterse en líos, se ha
quejado, sin levantar excesivamente la voz, de que no es un ordenanza ni un motorista
que son los que realizan esos servicios, pero el sargento le ha lanzado una
mirada de soslayo que ha sido suficiente para cerrarle la boca. La dirección
del sobre le suena, pero no recuerda de qué. Cuando llega al portal de la finca
tiene un mal presagio: acaba de reconocer la casa, allí es donde vive la chacha
que quiso endosarle su preñez aduciendo que era el causante. Le abre la puerta
una señora que, con gesto adusto, le invita a pasar a un saloncito. Hay dos
hombres: a uno no le conoce, pero al otro sí pese a que viste de paisano, es el
comandante Suances con fama de meapilas y de ser más estricto que un cabo de la
Benemérita.
- A sus órdenes, mi
comandante. Me han ordenado entregarle este sobre.
Suances, que sigue teniendo la misma cara de
palo que cuando viste de uniforme, coge el sobre y sin decir palabra lo abre.
Hay una cuartilla en la que únicamente hay escrito un nombre: el que Rafael dio
a la muchacha que le acusa de embarazarla.
Rafael, aunque en principio negó todo lo
negable pese a las persistentes presiones del señor Campins, comenzó a
preocuparse cuando Suances dejó caer, con su habitual tono cortante, que el
ejército no iba a tolerar que alguien que usa su uniforme fuera por ahí
mancillando la honra de inocentes jovencitas y que para eso estaba el código
militar de justicia. Las últimas y precarias defensas del joven se vinieron
estrepitosamente al suelo cuando intervinieron sus padres.
Los señores de Campins, que por medio de
Suances obtuvieron la dirección de los Blanquer, escribieron una carta a los
progenitores de Rafael contándoles lo sucedido. Los padres se plantaron
inmediatamente en Valencia. Su hijo seguía resistiéndose a cargar c0on el
desaguisado y continuaba jurando y perjurando que él no había sido. Su madre quería
creerle, deseaba con toda su alma que fuera verdad lo que su hijo afirmaba,
pero conociéndole era un mar de dudas.
Maruja, siempre proclive a coger el toro por
los cuernos, acepta la invitación de la señora Campins para visitarle y conocer
la versión de la muchacha a la que, según afirma, Rafael ha deshonrado.
- Siéntese, por
favor, señora Maruja.
- Muchas gracias,
doña Visitación, muy amable.
- Si no tiene prisa,
primero vamos a tomar café con unas pastas – toca una campanita y, como si
estuviera esperando su repique, aparece una joven, vestida de calle, portando
una bandeja con un juego de café.
- Le presento a
Esperanza Retuerto, es… la novia de Rafael.
La chica, que da la impresión de haber sido
debidamente aleccionada, le pone su mejor semblante.
- Mucho gusto, doña
Maruja. ¿Quiere el café solo o con leche?
A Maruja, que es la primera vez que le dan
el tratamiento de doña, comienza a parecerle que la muchacha no es tan palurda
como su hijo la ha pintado. La charla entre las tres mujeres discurre con falsa
naturalidad y en la que la señora Campins lleva la voz cantante. Maruja, con la
astucia de que siempre hace gala, tira de la lengua a la chica con la
encubierta esperanza de cogerla en un renuncio que confirme la versión que le
ha dado su hijo. Lamentablemente, tiene que rendirse a la evidencia: todas las
explicaciones que da la muchacha apuntan a que es más que probable que Rafael
sea el padre de la criatura, pues sí parece que ha conocido a la joven en su
sentido más bíblico. La señora Visitación sale fiadora de la honestidad de
Esperanza y asegura que es hija de una familia pobre pero honrada, y que los
padres serán incapaces de soportar la vergüenza de que una hija suya vaya a ser
madre sin que su niño tenga un padre que le dé su apellido. Además, pone a
Rafael a escurrir por haberle planteado a la muchacha que abortara. Eso solo se
le ocurre a un desalmado. Tras la amplia conversación, Maruja queda convencida
de que el tarambana de su hijo la ha hecho abuela. ¡Y tendrá que casarse! La
sola idea le pone el vello de punta. Adiós a todos los proyectos e ilusiones
que tenía puestos en una gran boda para su chico. Se ha visto mil veces de
madrina, vestida como una señorona y luciendo una antigua y hermosa mantilla
que heredó de su madre, entrando a la iglesia del brazo de su hijo. El sueño se
acaba de hacer añicos. Si hay boda tendrá que ser de tapadillo. Ya está
imaginando las murmuraciones de las comadres el pueblo burlándose de ellos por
la mujer que van a meter en la familia. No puede ser. Tiene que haber alguna
solución. Se despide de doña Visitación y Esperanza asegurándoles que su chico
cumplirá, pero cuando llega a la pensión, donde le espera su marido, se
derrumba.
- Esta vez nuestro
hijo metió la pata hasta el corvejón. Y todo por no poder mantener la bragueta
cerrada. ¡Madre del Amor Hermoso, qué cruz!
- ¿Seguro qué la
criatura es suya? – Antonio se aferra a una última duda. También tenía grandes
esperanzas en que su chico hiciese una buena boda.
- Él lo niega, pero
por lo que me contó la muchacha me parece que vamos a tener un nieto.
- ¡Pues ha hecho un
pan como unas hostias!
- Dímelo a mí. Con la
de ilusiones que tenía puestas en nuestro hijo. Ahora vamos a ser el centro de
todos los cotilleos y maledicencias. Ya puedes imaginarte cómo se van a alegrar
más de cuatro. Eso es lo que más me jo… roba.
- ¿Y tienen
forzosamente qué casarse?
- Qué cosas
preguntas, Antonio. Lo sabes igual que yo, forzosamente no, pero el crío ha de
tener un apellido y nuestro hijo tendrá que darle el suyo. ¿Qué pensarían de
nosotros la pobre muchacha, su familia y los señores a los que sirve? Todo eso
sin pensar en que, según ha dejado caer la señora Campins, pueda intervenir de
algún modo el ejército.
- Maruja, es
increíble lo lista que eres para unas cosas y lo torpe para otras. En primer
lugar dudo mucho de que el ejército intervenga en un asunto que es
estrictamente privado. Y en lo tocante al casorio es una cuestión que no está
cerrada. En el ferrocarril decimos que cualquier problema siempre tiene, al
menos, tres soluciones: la que debería de aplicarse, la que puede aplicarse y
la que se aplica. Pues en este asunto, lo mismo. Una cosa es lo que nuestro
hijo debería hacer, otra lo que puede y una tercera lo que haga en realidad.
El argumento de su marido planta la semilla
de la esperanza en la fértil mente de Maruja. Igual no está todo perdido y
pueda existir alguna clase de componenda que lleve a que su hijo cumpla, pero
sin cargar para toda su vida con una muchacha que no le llega ni a la suela del
zapato, y que vete a saber qué clase de esposa y madre será. Tras pensarlo
mucho llega a la conclusión de que lo único que puede salvar a Rafael de un
matrimonio no deseado es el dinero. Maruja es de las que cree que todo el mundo
tiene un precio. El problema será encontrar el de Esperanza y de su familia y
saber convencerles de que será mejor ser madre soltera con el riñón forrado,
que no estar casada pero sin blanca. Porque ya ha perfilado el argumento
central de su propuesta: va a intentar convencer a la muchacha y a sus padres
de que están tan disgustados con el proceder de su hijo que no le van a pasar
ni un duro, cuando se case que se las apañe como pueda; en cambio sí que
estarían dispuestos a dar una generosa manda para que la muchacha pudiese criar
a su hijo como si fuera de buena familia y que le diese una educación para que el
día de mañana pudiera ser alguien. A medida que en su cabeza va dándole forma
al plan, se le ocurren nuevos argumentos que refuerzan su creciente esperanza
de que pueda funcionar. Va a ponerlo en práctica porque la otra opción, la de
casarse, cada hora que pasa la ve más funesta.