"Los Carreño"

Este blog guarda cinco novelas cuyo autor es Zacarías Ramo Traver. Una trilogía sobre Torreblanca (Castellón): “Las dos guerras de Aurelio Ríos”, la guerra civil en ese pueblo mediterráneo. “La pertinaz sequía”, la vida de la posguerra. “Apartamento con vistas al mar”, el boom inmobiliario y la crisis del 2008. “El robo del Tesoro Quimbaya”, el hurto de unas joyas precolombinas del Museo de América. “Una playa aparentemente tranquila”, un encausado del caso ERE, huyendo de la justicia, se refugia en una recóndita playa (Torrenostra). Salvo la primera, las demás están en forma de episodios. Ahora está publicando otra novela en episodios, Los Carreño, que es la historia de dos generaciones de una familia real e irrepetible, entre 1889 y 1949, período en el que suceden hechos tan significativos como: el Desastre del 98, la I Guerra Mundial, la Revolución Rusa, la aparición del fascismo, la Guerra de África, la Dictablanda, la II República, la Guerra Civil y el franquismo.

viernes, 16 de junio de 2017

Capítulo 2. Cambio de planes.- 5. Con lo grande que es España…



   Portugal tiene muchos y bellos parajes costeros, pese a ello no le resultó fácil a quién se hacía pasar por Francisco Martínez Galán encontrar un sitio en el que esconderse. Su búsqueda fue más complicada que con Alvito, el primer pueblo en el que se refugió. Navegando por la red se topó con un blog llamado “Sin parar de viajar”, y allí encontró lo que buscaba. Tras varios descartes, al final se quedó con dos candidaturas: Ilha de Tavira, una isla de arena de unos once kilómetros de largo sita en la costa de Algarve, al sur de la ciudad del mismo nombre, y Comporta ubicada cerca de Setúbal. Este último lugar reunía casi todos los requisitos que había preseleccionado: contaba con unas excelentes playas dentro de la Reserva Natural del Estuario de Sado, estaba bien dotado de establecimientos hoteleros y muy bien comunicado al estar relativamente cerca de la capital lisboeta. A la postre, lo que decantó su elección fue algo que era un obstáculo para la mayoría de viajeros, pero que consideró que para un fugitivo como él constituía una especie de cortafuegos para drenar el número de visitantes: a la Ilha solo se podía acceder por medio de un ferry que tenía dos rutas, la primera salía del centro de la ciudad de Tavira y la segunda del muelle de Quatro Aguas, a unos dos kilómetros del centro. La decepción llegó cuando buscó dónde alojarse. Se encontró con la sorpresa de que en la isla no había hoteles ni casas rurales, solo un camping. En su vida había sido campista, le parecía una excentricidad propia de los guiris y de la gente joven. Y no iba a empezar un nuevo tipo de vida cuando estaba a punto de alcanzar el medio siglo.
-Adiós a Ilha Tavira. Tendré que seguir buscando –dijo en voz alta.
   Al final, desistió de buscar otros lugares costeros y se decantó por lo más cercano que tenía, en vez de ir a la isla se quedaría en tierra firme, en Tavira. Wikipedia contaba de la ciudad que estaba situada en el distrito de Faro y a unos veinticinco kilómetros de la frontera española, a su vera corría el río Gilao que fluía hacia los escasamente profundos pantanos del Parque Nacional de la Ría Formosa, un seguro refugio para las aves migratorias. La ciudad estaba considerada como un excelente destino turístico dentro del Algarve, pero sin llegar a las concentraciones de veraneantes de otros lugares de la región tales como Albufeira, Vilamoura o Portimao. Le llamó especialmente la atención un párrafo en el que se decía que Tavira era adecuada para familias, pero no para grupos que buscasen la vida nocturna.
-Bueno –se dijo -. Serquita de España, buenas playas, exselente clima, de un tamaño asumible y recomendada para grupos familiares. Creo que es un buen sitio para esconderse y que el aburrimiento no acabe conmigo.
   No tuvo problemas para encontrar alojamiento, la ciudad tenía buena oferta hotelera. Tras mirar las diversas propuestas y comparar precios, todavía le quedaba la impronta de sus años de niño pobre, se decidió por los Apartamentos Turísticos Monte da Eira, en la llamada Quinta do Morgado. Era un establecimiento de tipo medio, discreto y barato, el precio medio por noche salía por cuarenta y cinco euros. Y lo que más le sedujo fue que estaba alejado del centro. Como le ocurrió en Alvito, cuando dijo que quería alquilar un apartamento, en principio para seis meses, y que prefería pagar en efectivo no le pusieron ningún problema en cuanto a la documentación, con el carnet de conducir les bastaba. En los primeros días se dedicó a recorrer la ciudad surcada de calles empedradas. Lo que vio le sorprendió, sobre todo el centro histórico repleto de monumentos, iglesias recargadas y casas con bonitas fachadas. Aunque no era un experto ni un amante de la arquitectura había aprendido lo suficiente como para distinguir lo elegante de lo vulgar y en el caso de la arquitectura portuguesa tradicional abundaba más lo primero que lo segundo.
   Con el paso de los años y la sobreabundancia de dinero fácil se había acostumbrado a la buena mesa y fue otro de los encantos que le sedujeron de la ciudad. Había muchos y buenos restaurantes con precios más asequibles que los sevillanos. Además, como hijo de la mar que era, le gustaba especialmente el pescado y en Tavira había profusión del mismo recién sacado del Atlántico. Abundaba sobre todo el atún, el salmonete y el congrio que solía servirse con arroz, ensalada y patatas fritas. También le gustó sobremanera uno de los platos típicos de la región llamado cataplana que era un estofado de marisco servido en una olla de cobre. En cambio, los vinos no eran gran cosa. Un día que el maitre del restaurante en el que solía comer se le acercó para preguntarle si todo estaba a su gusto, le confesó que el menú era espléndido, pero que el vino no estaba a la misma altura. Sorprendentemente, el empleado le contestó en voz baja y en un correcto español:
-Estoy de acuerdo con usted, caballero. En Portugal, vino de calidad solo hay uno, el Oporto, los demás son para los extranjeros que no tienen cultura del vino como ustedes los españoles.
El que le hemos servido al lado de un Rioja, un Ribera del Duero o un Fino Jerezano no tiene color.
   ¡Vaya!, pensó Curro, ¿cómo habrá sabido que soy español? Claro, si es que no te esfuerzas en aprender portugués y todo lo pides en español, se increpó, pero tampoco pasa nada. En realidad, sí pasaba. Como pudo comprobar en los días siguientes, eran numerosos los españoles que, dada la cercanía, se desplazaban al Algarve incluso en viajes de veinticuatro horas. Las playas no estaban tan abarrotadas como en España, se comía estupendamente y los precios eran bastante más baratos. Igual no había sido muy feliz la idea de buscar un escondite tan cerca de la frontera española. Quizá tendría que haber optado por Comporta, pero lo hecho, hecho estaba. Esperaría a que se acabase la temporada veraniega y entonces vería.
   Pese a su infancia pasada en un pueblo cuyo mayor encanto eran sus extraordinarias playas, no era hombre playero. Se conformaba con un chapuzón a primera hora y luego pasear descalzo por donde morían las olas. Se retiraba a su aposento antes de que la playa se poblara de parasoles y sillas, de parejas jugando a las palas y niños correteando por todas partes. Paseos que le gustaba repetir con las últimas luces del día aprovechando que otra vez las playas se quedaban huérfanas de gente. Era en esos solitarios paseos cuando solía pensar en su vida y en porqué había llegado a Tavira, como antes lo hizo a Alvito. Recordaba su infancia en un hogar en el que no sobraba nada, aunque hambre, lo que se dice hambre, no llegó a pasar. Su padre, de profesión marinero, se empleaba en las almadrabas durante la temporada del atún en la que ganaba sus buenos duros. Y luego se enrolaba en un barco de artes menores de los que se dedicaban a la pesca de pargos, corvinas, caballas, jureles y demás especies que se daban en el Estrecho. Y su madre, en verano, se dedicaba a limpiar apartamentos turísticos de la costa. Y desde los diez años hasta él ganaba unas pesetas haciendo mandados en un chiringuito playero cuyo dueño era amigacho de su padre.
   No fueron malos tiempos los de su infancia, hasta que cumplidos los doce a sus padres se les metió en la cabeza que para hacerse un hombre tenía que estudiar y como entonces allí solo había escuelas primarias lo enviaron a Cádiz, a casa de una hermana de su madre. Aquello fue otro cantar. Sus tíos tenían dos chicos mayores que él y se las hicieron pasar canutas. Y además le tocó trabajar como un negro. Por las mañanas iba a una escuela de artes y oficios y por la tarde ayudaba en una tienda de alfombras de unos paquistaníes en la que le tocaba hacer de todo: barrer, ordenar las alfombras, hacer recados; en fin, lo que le mandaban.
-No eran mala gente aquellos paquis –se dijo en voz alta -; aunque eso sí, te hasían currar lo que no está en los escritos. En cambio, mis primos eran unos cabronsetes de mucho cuidao.
   Sus recuerdos terminan cuando decide que, puesto que el sol está declinando, es un buen momento para darse un garbeo por la playa más cercana que a estas horas supone vacía. Craso error, en su paseo está a punto de darse de bruces con una pareja que no está precisamente rezando el rosario. No llega a poder disculparse pues una tronante voz de macho ibérico con cerrado acento andaluz le espeta:
-¡Gilipollas, vete a pasear donde tu puta madre!
   Es incapaz de callarse:
-Gilipollas vosotros, con lo grande que es España y tenéis que venir a follar aquí.

PD.- Hasta el próximo viernes