Ponte teclea www.el país.com y se abre la
portada del rotativo madrileño del uno de marzo del 2016. Su información
central se refiere a la sesión de investidura para elegir un nuevo Presidente
de Gobierno. El titular principal, a tres columnas, dice: Sánchez apelará a todos los partidos para evitar elecciones. El
viejo piensa que los actuales periodistas son cada vez menos precisos titulando
pues tendrían que haber añadido el adjetivo nuevas a elecciones. Entre los
subtitulares que ahondan en la información del principal hay uno sobre la nueva
formación de la izquierda: Podemos
rechaza la última oferta del candidato socialista para su abstención. Otro se
refiere al nuevo partido centrista:
Rivera advierte de que sólo votará por Sánchez si no se cambia el pacto firmado.
- ¡Dale con
el dequeísmo! – exclama en alta voz -. Cada vez escriben peor. ¿Es que ya no
tienen correctores los periódicos? Porque si los tuvieran no se les hubiera
pasado que escribir de que en esa frase es hacer un roto a la lengua.
¡Adoquines, que sois unos adoquines! ¿Qué diablos os enseñan en esas pomposas
facultades de Ciencias de la Información? Desde luego, a escribir correctamente
no.
La fotografía de la portada es la muestra
gráfica de una de las tragedias de estos tiempos. Así reza su pie: La desesperación de los migrantes desborda
las fronteras. Y explica que cientos de migrantes fueron contenidos el día
anterior con gases lacrimógenos cuando trataban de abandonar Grecia en
dirección a Macedonia. Que a buen seguro que tampoco los van a recibir con
ramos de rosas, se dice. Y un punto asqueado cierra el portátil.
Los inspectores del Caso Inca tienen otras
preocupaciones: están analizando los próximos pasos a dar tras conocer la foto
que les acaba de pasar Grandal, la que recoge la visión de las vitrinas del
Museo de América con los huecos donde estaban las piezas que fueron prestadas
al museo parisino. La foto parece ser un dato concluyente en la polémica de si
las piezas enviadas a Paris eran las originales o réplicas. Todo apunta a que
eran las piezas auténticas. Con ello, muchas de las hipótesis barajadas se caen
por su base.
Otra preocupante cuestión viene a recargar
más su agenda. Adolfo Martínez, el técnico de seguridad que trabaja ocasionalmente
en el Museo de América y al que la policía tiene sometido a una estrecha
vigilancia por ser sospechoso de haber colaborado en el robo, ha descubierto
que le vigilan. La policía logró que dejaran de seguirle los detectives
privados, pero eso no ha bastado para que el sospechoso al fin se haya dado
cuenta de que algo raro pasa a su alrededor. En los muchos viajes que realiza
en los autobuses que cubren la línea Majadahonda-Madrid, Martínez se ha fijado
en ciertos rostros que se repiten habitualmente en esos desplazamientos. Y se
ha puesto nervioso, muy nervioso.
- Esto se
nos está yendo de las manos – afirma Bernal al enterarse del hecho.
- Sí y algo
habrá que hacer antes de que empeore. No vamos a tener más remedio que volver a
la jueza para que dicte una orden de detención del fulano y podamos
interrogarle antes de que desaparezca, se pegue un tiro o vaya usted a saber –
corrobora Atienza.
Inesperadamente, la jueza instructora parece
haber cambiado de criterio. Donde antes todo eran cortapisas y reticencias,
ahora todo son facilidades. Les autoriza a detener al sospechoso y a proceder a
su interrogatorio, tras lo cual deberán ponerlo a disposición judicial.
- Esta juez
es como una veleta – comenta Blanchard -, se mueve en cuanto rola el viento.
- Lo que no
sabemos es si el viento ha rolado o en esta ocasión le han convencido nuestros
argumentos – apunta Atienza.
Como dispone la Ley de Enjuiciamiento
Criminal, la policía tiene un plazo máximo de setenta y dos horas para poner al
detenido en libertad o a disposición de la autoridad judicial. No obstante,
puede prolongarse la detención otras cuarenta y ocho horas, siempre que la
prórroga sea autorizada por el juez. O sea, que los Sacapuntas disponen de
cinco días para conseguir que el técnico de seguridad cante. Adolfo Martínez
aguanta relativamente bien los dos primeros días, pero al tercero se desmorona
y acaba confesándolo todo.
El relato de Martínez comienza cuando recién
llegado de sus vacaciones veraniegas del 2015, a fines de agosto, un buen día
le abordó un tipo que aunque bien vestido tenía una pinta de gánster de
película de serie B. El desconocido hablaba español con claro acento
sudamericano, podía ser venezolano, colombiano o de algún país centroamericano.
Le invitó a tomar unas copas. Durante la charla le contó que tenía que hacerle
una proposición que podría resultarle de gran interés. En el transcurso de la
conversación el tipo demostró que sabía mucho de la vida de Martínez, pues en
un momento dado le espetó:
- Usted
viene a ganar unos veinte y un mil euros al año, algo más cuando puede haser
horas extras.
- ¿Cómo lo
sabe? - preguntó, atónito, Martínez.
- De usted,
señor Martínes, lo sabemos casi todo. Nos hemos molestado en investigarle. ¿Por
qué? Porque queremos estar seguros de que nuestros sosios sean gente de fiar. Y
usted lo es.
- Yo no soy
socio de nadie que yo sepa, vamos – replicó Martínez
- Todavía
no, pero si asepta la proposisión que voy a haserle, lo será. A usted, y no
digamos a su señora, le gustaría vivir mejor de lo que vive ahora. Le gustaría
comprarse un nuevo carro porque el que tiene está muy viejito. Cambiar los
electrodomésticos que comiensan a darle problemas. Haser un crusero con su
familia de esos que anunsian en la tele. En fin, le gustaría haser montones de
cosas que con su sueldo no puede permitirse. Pues bien, nosotros podemos
conseguir que todo eso cambie.
- ¿Y a quién
tengo que matar? – preguntó Martínez echando mano del humor porque era lo que
pedía una conversación tan alucinante como la que estaban manteniendo.
- A nadie,
por supuesto. No le vamos a pedir nada que suponga violensia física - el
sudamericano cogió una servilleta, sacó un bolígrafo que parecía de oro y
escribió unas cifras en el papel: 1 = 35044 -. Esto es lo que le ofresemos:
ganar en una hora lo que nesesitaría treinta y sinco mil horas de su trabajo
para conseguirlo. Estamos hablando de ochenta mil euros. ¿Qué le parese el
negosio?
- ¿Qué me va
a parecer?, ¡cojonudo!, pero ¿qué hay que hacer para ganar tanta pasta en tan
poco tiempo?
- Algo relasionado
con su trabajo en el Museo de América.
- ¡No
pretenderán robar en el museo! – exclamó, sorprendido, Martínez.
- No, el
museo no pensamos ni pisarlo. Es algo mucho más simple y para lo que usted es
la persona indicada. Se trata de un trabajo en el que no correrá ningún peligro
y en el que es, prácticamente imposible, que nadie descubra que usted ha sido
el autor. Pero no pienso en contarle más hasta que diga si asepta o no nuestra
oferta.
- ¿No será
nada ilegal? – insistió Martínez.
- No me sea
pendejo, señor Martínes. ¿Usted cree que alguien le va a ofreser tanta plata
por algo legal? ¿Asepta o no?, nesesito saberlo ya porque si no quiere esa
plata tengo que buscar a otro.
Y eso fue lo que acabó convenciendo a
Martínez, que si no era él sería otro, y era una pasta gansa por una hora de
curro. El desconocido le explicó qué tenía que hacer: manipular el sistema de las
dos cámaras de seguridad que enfocaban la plazoleta de la entrada del museo
para que el día veintidós de octubre, al encender el sistema, dichas cámaras dejasen
de funcionar. Cuanta más diferencia de tiempo hubiese entre la manipulación y
la citada fecha más difícil sería para la policía descubrir quién lo había
hecho. Al día siguiente; o sea, el veintitrés, recibiría un sobre con la
cantidad prometida que depositarían en el buzón de correos de su domicilio. El sudamericano
le insistió en algo que debía tener muy en cuenta para que no le descubrieran: que
debería gastarse el dinero con mucho tiento, nada de empezar a presumir de
plata a diestro y siniestro. Y, por supuesto, la boca bien cerrada.
- ¿Y cómo me
comunico con ustedes? – fue lo último que preguntó Martínez.
- No se
preocupe. Seremos nosotros quién le tendremos a tiro – fue la ambigua e
inquietante respuesta del desconocido.
Y esa fue la confesión de Adolfo Martínez.
Recibió el dinero, pero no volvió a saber más del sudamericano.
Los inspectores le hicieron dos últimas
preguntas:
- ¿Se han
puesto en contacto contigo?
- No he
vuelto a saber nada de ellos.
- ¿Sabes si
tuvieron algún otro cómplice dentro del museo?
- No me dijeron nada de forma explícita, pero
lo dieron a entender. Y cuando asesinaron a Obdulio Romero, supe quién fue el
otro cómplice, el que necesitaban por si yo fallaba, pero no fallé – afirma con
orgullo profesional.