"Los Carreño"

Este blog guarda cinco novelas cuyo autor es Zacarías Ramo Traver. Una trilogía sobre Torreblanca (Castellón): “Las dos guerras de Aurelio Ríos”, la guerra civil en ese pueblo mediterráneo. “La pertinaz sequía”, la vida de la posguerra. “Apartamento con vistas al mar”, el boom inmobiliario y la crisis del 2008. “El robo del Tesoro Quimbaya”, el hurto de unas joyas precolombinas del Museo de América. “Una playa aparentemente tranquila”, un encausado del caso ERE, huyendo de la justicia, se refugia en una recóndita playa (Torrenostra). Salvo la primera, las demás están en forma de episodios. Ahora está publicando otra novela en episodios, Los Carreño, que es la historia de dos generaciones de una familia real e irrepetible, entre 1889 y 1949, período en el que suceden hechos tan significativos como: el Desastre del 98, la I Guerra Mundial, la Revolución Rusa, la aparición del fascismo, la Guerra de África, la Dictablanda, la II República, la Guerra Civil y el franquismo.

martes, 13 de diciembre de 2016

Capítulo 17. Crecen las certezas, también las dudas.- 87. Así de fácil se compra un cómplice



   Ponte teclea www.el país.com y se abre la portada del rotativo madrileño del uno de marzo del 2016. Su información central se refiere a la sesión de investidura para elegir un nuevo Presidente de Gobierno. El titular principal, a tres columnas, dice: Sánchez apelará a todos los partidos para evitar elecciones. El viejo piensa que los actuales periodistas son cada vez menos precisos titulando pues tendrían que haber añadido el adjetivo nuevas a elecciones. Entre los subtitulares que ahondan en la información del principal hay uno sobre la nueva formación de la izquierda: Podemos rechaza la última oferta del candidato socialista para su abstención. Otro se refiere al nuevo partido centrista: Rivera advierte de que sólo votará por Sánchez si no se cambia el pacto firmado.
- ¡Dale con el dequeísmo! – exclama en alta voz -. Cada vez escriben peor. ¿Es que ya no tienen correctores los periódicos? Porque si los tuvieran no se les hubiera pasado que escribir de que en esa frase es hacer un roto a la lengua. ¡Adoquines, que sois unos adoquines! ¿Qué diablos os enseñan en esas pomposas facultades de Ciencias de la Información? Desde luego, a escribir correctamente no.
   La fotografía de la portada es la muestra gráfica de una de las tragedias de estos tiempos. Así reza su pie: La desesperación de los migrantes desborda las fronteras. Y explica que cientos de migrantes fueron contenidos el día anterior con gases lacrimógenos cuando trataban de abandonar Grecia en dirección a Macedonia. Que a buen seguro que tampoco los van a recibir con ramos de rosas, se dice. Y un punto asqueado cierra el portátil.
   Los inspectores del Caso Inca tienen otras preocupaciones: están analizando los próximos pasos a dar tras conocer la foto que les acaba de pasar Grandal, la que recoge la visión de las vitrinas del Museo de América con los huecos donde estaban las piezas que fueron prestadas al museo parisino. La foto parece ser un dato concluyente en la polémica de si las piezas enviadas a Paris eran las originales o réplicas. Todo apunta a que eran las piezas auténticas. Con ello, muchas de las hipótesis barajadas se caen por su base.
   Otra preocupante cuestión viene a recargar más su agenda. Adolfo Martínez, el técnico de seguridad que trabaja ocasionalmente en el Museo de América y al que la policía tiene sometido a una estrecha vigilancia por ser sospechoso de haber colaborado en el robo, ha descubierto que le vigilan. La policía logró que dejaran de seguirle los detectives privados, pero eso no ha bastado para que el sospechoso al fin se haya dado cuenta de que algo raro pasa a su alrededor. En los muchos viajes que realiza en los autobuses que cubren la línea Majadahonda-Madrid, Martínez se ha fijado en ciertos rostros que se repiten habitualmente en esos desplazamientos. Y se ha puesto nervioso, muy nervioso.
- Esto se nos está yendo de las manos – afirma Bernal al enterarse del hecho.
- Sí y algo habrá que hacer antes de que empeore. No vamos a tener más remedio que volver a la jueza para que dicte una orden de detención del fulano y podamos interrogarle antes de que desaparezca, se pegue un tiro o vaya usted a saber – corrobora Atienza. 
  Inesperadamente, la jueza instructora parece haber cambiado de criterio. Donde antes todo eran cortapisas y reticencias, ahora todo son facilidades. Les autoriza a detener al sospechoso y a proceder a su interrogatorio, tras lo cual deberán ponerlo a disposición judicial.
- Esta juez es como una veleta – comenta Blanchard -, se mueve en cuanto rola el viento.
- Lo que no sabemos es si el viento ha rolado o en esta ocasión le han convencido nuestros argumentos – apunta Atienza.
   Como dispone la Ley de Enjuiciamiento Criminal, la policía tiene un plazo máximo de setenta y dos horas para poner al detenido en libertad o a disposición de la autoridad judicial. No obstante, puede prolongarse la detención otras cuarenta y ocho horas, siempre que la prórroga sea autorizada por el juez. O sea, que los Sacapuntas disponen de cinco días para conseguir que el técnico de seguridad cante. Adolfo Martínez aguanta relativamente bien los dos primeros días, pero al tercero se desmorona y acaba confesándolo todo.
   El relato de Martínez comienza cuando recién llegado de sus vacaciones veraniegas del 2015, a fines de agosto, un buen día le abordó un tipo que aunque bien vestido tenía una pinta de gánster de película de serie B. El desconocido hablaba español con claro acento sudamericano, podía ser venezolano, colombiano o de algún país centroamericano. Le invitó a tomar unas copas. Durante la charla le contó que tenía que hacerle una proposición que podría resultarle de gran interés. En el transcurso de la conversación el tipo demostró que sabía mucho de la vida de Martínez, pues en un momento dado le espetó:
- Usted viene a ganar unos veinte y un mil euros al año, algo más cuando puede haser horas extras.
- ¿Cómo lo sabe? - preguntó, atónito, Martínez.
- De usted, señor Martínes, lo sabemos casi todo. Nos hemos molestado en investigarle. ¿Por qué? Porque queremos estar seguros de que nuestros sosios sean gente de fiar. Y usted lo es.
- Yo no soy socio de nadie que yo sepa, vamos – replicó Martínez
- Todavía no, pero si asepta la proposisión que voy a haserle, lo será. A usted, y no digamos a su señora, le gustaría vivir mejor de lo que vive ahora. Le gustaría comprarse un nuevo carro porque el que tiene está muy viejito. Cambiar los electrodomésticos que comiensan a darle problemas. Haser un crusero con su familia de esos que anunsian en la tele. En fin, le gustaría haser montones de cosas que con su sueldo no puede permitirse. Pues bien, nosotros podemos conseguir que todo eso cambie.
- ¿Y a quién tengo que matar? – preguntó Martínez echando mano del humor porque era lo que pedía una conversación tan alucinante como la que estaban manteniendo.
- A nadie, por supuesto. No le vamos a pedir nada que suponga violensia física - el sudamericano cogió una servilleta, sacó un bolígrafo que parecía de oro y escribió unas cifras en el papel: 1 = 35044 -. Esto es lo que le ofresemos: ganar en una hora lo que nesesitaría treinta y sinco mil horas de su trabajo para conseguirlo. Estamos hablando de ochenta mil euros. ¿Qué le parese el negosio?   
- ¿Qué me va a parecer?, ¡cojonudo!, pero ¿qué hay que hacer para ganar tanta pasta en tan poco tiempo?
- Algo relasionado con su trabajo en el Museo de América.
- ¡No pretenderán robar en el museo! – exclamó, sorprendido, Martínez.
- No, el museo no pensamos ni pisarlo. Es algo mucho más simple y para lo que usted es la persona indicada. Se trata de un trabajo en el que no correrá ningún peligro y en el que es, prácticamente imposible, que nadie descubra que usted ha sido el autor. Pero no pienso en contarle más hasta que diga si asepta o no nuestra oferta.
- ¿No será nada ilegal? – insistió Martínez.
- No me sea pendejo, señor Martínes. ¿Usted cree que alguien le va a ofreser tanta plata por algo legal? ¿Asepta o no?, nesesito saberlo ya porque si no quiere esa plata tengo que buscar a otro.
   Y eso fue lo que acabó convenciendo a Martínez, que si no era él sería otro, y era una pasta gansa por una hora de curro. El desconocido le explicó qué tenía que hacer: manipular el sistema de las dos cámaras de seguridad que enfocaban la plazoleta de la entrada del museo para que el día veintidós de octubre, al encender el sistema, dichas cámaras dejasen de funcionar. Cuanta más diferencia de tiempo hubiese entre la manipulación y la citada fecha más difícil sería para la policía descubrir quién lo había hecho. Al día siguiente; o sea, el veintitrés, recibiría un sobre con la cantidad prometida que depositarían en el buzón de correos de su domicilio. El sudamericano le insistió en algo que debía tener muy en cuenta para que no le descubrieran: que debería gastarse el dinero con mucho tiento, nada de empezar a presumir de plata a diestro y siniestro. Y, por supuesto, la boca bien cerrada.
- ¿Y cómo me comunico con ustedes? – fue lo último que preguntó Martínez.
- No se preocupe. Seremos nosotros quién le tendremos a tiro – fue la ambigua e inquietante respuesta del desconocido.
   Y esa fue la confesión de Adolfo Martínez. Recibió el dinero, pero no volvió a saber más del sudamericano.
   Los inspectores le hicieron dos últimas preguntas:
- ¿Se han puesto en contacto contigo?
- No he vuelto a saber nada de ellos.
- ¿Sabes si tuvieron algún otro cómplice dentro del museo?
-  No me dijeron nada de forma explícita, pero lo dieron a entender. Y cuando asesinaron a Obdulio Romero, supe quién fue el otro cómplice, el que necesitaban por si yo fallaba, pero no fallé – afirma con orgullo profesional.