En
la iglesia parroquial se ha celebrado la función litúrgica de los nueve
primeros viernes de mes, devoción que se deriva de una de las doce promesas que
el Sagrado Corazón de Jesús hizo a Santa Margarita María de Alacoque y que,
esencialmente, consiste en comulgar el primer viernes de cada mes durante nueve
meses seguidos. Acabada la función
religiosa los fieles, casi todas mujeres y pocas de ellas jóvenes, van saliendo
pausadamente del templo. Unas se quedan charlando junto a la puerta del templo
y otras se marchan a casa. Camila Tena, con la unción de alguien que acaba de
tomar la comunión, se desprende lentamente de la horquilla con que sujeta la
mantilla y la pliega. Va camino a su hogar. De pronto, alguien la llama:
- ¡Camila!, ¿se puede saber dónde vas con
tanta prisa?
- Lolita, hija, ¿dónde crees que va a ir una
mujer casada? Y tú que cara eres de ver. Ya no se te ve ni en misa de doce de
los domingos.
- Qué más quisiera, pero prefiero ir a la de
siete. La verdad es que mosén Amancio es más bueno que el pan, pero no me
negarás que es bastante pesado y las misas cantadas se hacen interminables. Bueno,
cuéntame, ¿qué tal en tu nuevo estado?
- Pues bien, pero poco más puedo decirte. En
cambio tú seguro que tienes mucho que contar. ¿Has pensado en lo que te propuse
sobre la Sección Femenina?
- No mucho, la verdad, pero sigo sin tenerlo
nada claro. Además, esta temporada
tengo mucho trabajo en la tienda. Hace mucho tiempo que no vendíamos
tanto. Y luego tengo que echarle una mano a mamá que está bastante bien, pero
ya no tiene el ánimo de hace unos años. Tú deberías saberlo pero, claro, como
tienes criada y todavía – remarca la palabra para chincharla – no han llegado
los hijos pues aún no te has enterado de lo que es ser ama de casa de verdad.
- Hija, oyéndote cualquiera diría que estoy todo
el día mano sobre mano. Pues también tengo mis obligaciones, no creas.
- Si no lo dudo, pero es de cajón que no son
las mismas. En el fondo, si he de serte sincera, te envidio.
- ¡Ay, Lolita!, no es oro todo lo que reluce.
Todos llevamos nuestra cruz – es la contrita respuesta.
Camila todavía no parece haber asimilado que es una mujer casada.
Debería de haberse acostumbrado porque hace unos días celebró su primer
aniversario, pero le cuesta hacerse a la idea. Por las mañanas, cuando despierta
y ve a su marido durmiendo a su vera todavía se sobresalta y con frecuencia
piensa que quizá hubiese sido más feliz con el alférez de complemento del que
fue madrina de guerra, pero desde la batalla del Ebro no volvió a saber del
oficial. ¡Qué desengaño! Hasta hubo momentos en que se le pasó por la cabeza
profesar en una orden de clausura, pero no se atrevió a dejar sola a su madre
que desde que los rojos asesinaron a su esposo no volvió a levantar cabeza y se obsesionó con
la idea de ver casada a su hija antes de morir. Además de soportar la obsesión
de su madre por verla casada, Camila sufría la presión de mosén Amancio, el
cura párroco del pueblo, que no perdía ocasión de martillear en el yunque de su
soltería. Y que, cuando en el confesonario, la mujer le contó sus vagos deseos
de profesar, tuvo que aguantar el rapapolvo que le echó el confesor:
- Camila, como eres una de mis contadas
feligresas con buena formación cristiana está de más que te lo recuerde, pero
tengo el deber de insistir. Sabes perfectamente que el estado natural de la
mujer es el matrimonio y que la Iglesia Católica y la rediviva España necesitan
madres que eduquen a sus hijos para ser mitad monjes, mitad soldados y eso solo
está al alcance de mujeres tan piadosas y entregadas a la Causa como tú. Por
tanto, nada de meterte monja, lo que debes de hacer es casarte y engendrar
hijos para Dios y para la Patria.
El
problema de la soltería de Camila siempre radicó que en el pueblo no había
buenos partidos o los que lo eran, contados, jamás se fijaron en ella, cuyos
encantos nunca fueron nada del otro mundo. Su casorio vino por donde menos
podía imaginar, del incierto mundo de los retornados del bando perdedor. Severino
Borrás era uno de ellos. Antes de la guerra, su madre y él malvivían de lo que
sacaban de un pequeño huerto y de las pocas pesetas que le pagaban por llevar
las cuentas de un par de almazaras. Durante la contienda estuvo de escribiente
en uno de los campamentos que las Brigadas Internacionales instalaron en Albacete
y, al parecer, allí perfeccionó lo de hacer sus buenos números. Estuvo en un
campo de concentración hasta que su madre reunió los avales necesarios para
sacarlo. Al volver al pueblo, sin oficio ni beneficio, todos se asombraron al
ver cuánto había cambiado Severino, de hombre que no pisaba la iglesia pasó a
ser un auténtico beato, no había función religiosa que no contara con su
presencia y era de los contados varones de misa y comunión diaria. Mosén
Amancio lo tomó bajo su protección y la suerte de Severino cambió de repente. En
aquella España del nacionalcatolicismo el favor de un sacerdote, y más tan
combativo como el párroco, contaba mucho. Prueba de ello fue que en cuanto el
mosén se enteró de que se iba a producir una vacante en las oficinas
municipales le faltó tiempo para plantarse ante el alcalde y, sin cortarse un
pelo, espetarle:
- Paco, sé de buena tinta que tenéis que
cubrir una vacante de administrativo. Pues bien, quiero decirte que la persona
más preparada que hay en el pueblo para ese puesto es Severino Borrás. No solo
sabe de números y tiene buena letra, además es hombre cabal, honrado, cumplidor
y buen cristiano.
Paco
Vives, que todavía no le había tomado bien el pulso al funcionamiento del
Ayuntamiento, intentó inútilmente echar balones fuera pero al final se plegó al
empuje y resolución del párroco. Tenía bien claro que con la Iglesia no se
juega.
Severino se convirtió en escribiente del Ayuntamiento, donde según don
Nicanor, el secretario, podría hacer carrera y terminar siendo primer oficial.
A Camila le parecía poquita cosa, pero entre el cura y su madre le convencieron
de que era un buen hombre, sin vicios, muy piadoso y que contaba con un sueldo
fijo. Resultado de todo ello es que ahí lo tiene, durmiendo a su lado.
En
el tiempo que lleva casada, Camila ha descubierto que la vida conyugal es mucho
menos excitante de lo que imaginó. Va a misa de siete, luego le pone el
desayuno a su marido, tarea que nunca delega en la criada, hace la compra,
vigila la preparación de la comida… y así pasan las mañanas, una tras otra, con
desesperante monotonía. Las tardes son más tediosas aún: cose algo, un tanto de
tapadillo prepara ropita para el bebé que supone que algún día tendrá. La mejor
hora es la del rosario porque siempre encuentra a alguna conocida con la que
pegar la hebra y el premio gordo es cuando una de sus contadas amigas va a
visitarla y la charla se prolonga hasta que la visitante se tiene que marchar.
Las amigas y mosén Amancio son las personas con las que más habla, porque su
madre ha envejecido increíblemente y hasta hay momentos en que parece que se le
va la cabeza, y con su marido los diálogos son escasos y breves. Severino,
además de su trabajo en el Ayuntamiento, lleva la contabilidad de dos
comerciantes y de una almazara razón por la cual llega a casa a las tantas y,
lógicamente, cansado. El matrimonio cena, reza el rosario en familia y se
acuesta. Y así pasan los días.
Hasta
el débito conyugal, como el párroco gusta llamarlo, ha resultado ser
decepcionante. Su nulo conocimiento de todo lo concerniente al sexo no había
sido óbice para que su fantasía se desbocara e imaginara delicadas caricias y
placeres, quizá pecaminosos, pero deliciosamente excitantes. La realidad ha
sido muy diferente, nunca ha llegado a tener el orgasmo ese del que hablan,
comienza a creer que debe ser un cuento chino, como tantos otros que circulan
alrededor del sexo. Por otra parte, su
marido ha resultado ser más gazmoño que ella y poco ducho en artes amatorias.
Las breves cópulas no le producen ninguna satisfacción y un año después del
himeneo sus ayuntamientos semanales han pasado a ser más un desagradable deber
que otra cosa.
Hasta le ha pasado por la cabeza reducirlos a
uno al mes, pero en la obligada consulta, confesonario por medio, mosén Amancio
ha sido tajante:
- De eso nada, hija. Te recuerdo que una de
las obligaciones de toda esposa cristiana es atender los deberes del vínculo y
ese es uno de ellos. Cuando no goces del ayuntamiento con tu esposo, piensa en
lo que debieron de sufrir las primeras vírgenes cristianas cuando eran violadas
por los legionarios romanos y ofrece tu sacrificio a la Santísima Virgen María.
- Pero, padre…
El
sacerdote la interrumpe:
- Ni padre, ni pamplinas. Debes respetar el
vínculo y eso no admite discusión. Además, ¿cómo si no vas a ser madre?