Julio quiere aprovechar el
pase de pernocta y escapar del dormitorio de Capitanía, para lo que necesita
una habitación. Ha hecho correr la voz y un mediodía un artillero le pregunta si
es el que anda buscando un catre.
-Te lo pregunto porque
conozco a un tío que se ha quedado sin compañero de cuarto y busca alguien que
le ayude a pagar el alquiler. Mañana si vienes a almorzar te lo presento.
Al día siguiente, el
artillero presenta a Julio al que busca compañero de habitación.
-José María Portugués. Aquí,
Julio Carreño, un infante de Capitanía que anda buscando dormitorio.
Portugués, de una quinta
anterior a la de Carreño, está en la Plana Mayor del cuartel de artillería de
costa casi pegado a Capitanía, y que consiguió el pase pernocta hace tiempo.
Alquiló una habitación a una viuda sin familia que vive en la calle Deanato,
una callejuela que está en un lateral de la catedral y a un tiro de piedra de
la Almudaina. La segunda cama la ocupaba un tipo de intendencia que se acaba de
licenciar y necesita a alguien que pague la mitad del alquiler.
-¿Y qué tal la habitación?
-No te voy a contar milongas,
mala. Es un cuarto interior en el que caben justitos dos catres y las sábanas solo
las cambian cada dos semanas, pero con tal de no dormir en el cuartel cualquier
cosa vale. Cuesta tres pesetas diarias y no te lavan la ropa ni nada, solo por
la cama.
Julio echa rápidamente cuentas.
Eso supone la mitad de lo que le paga Carbonero. Le restarán 90 cucas para
vivir, pero si fuera necesario algún día puede comer en caballería con lo que podrá
terminar los meses pasablemente. Portugués le acompaña a la casa, es un piso
pequeño y malamente iluminado pero muy limpio y le presenta a la patrona, una
señora mayor muy poquita cosa y con más arrugas que un mapa en relieve de los
Cárpatos. Atiende al nombre de Margalida que, como le explica al mañego, es la
versión mallorquina de Margarita. Tras hablarlo, la patrona le alquila el
segundo catre. En pocos días, Julio ha conseguido las dos metas que se propuso
el primer día de su estancia en Capitanía: no comer únicamente rancho y activar
el pase de pernocta.
Desde ese día, la vida de
Julio pasa a ser menos militarizada y más reglada. De ocho a quince horas
trabaja en la Secretaría de Justicia, donde ya le ha pillado el tranquillo al
sargento Fernández, y hasta ha tenido ocasión de hablar unas cuantas veces con
el capitán Echevarría que parece un tío majo. Es un vasco, alto y recio de
pocas palabras, pero buena gente. Según le cuentan está casado con una rica
heredera de la ciudad y lleva una intensa vida social, por lo que aparece por
la Secretaría solamente cuando es necesario. Siempre viste de paisano y tiene
el uniforme colgado de un perchero en su despacho, uniforme que únicamente se
pone cuando, de Pascuas a Ramos, tiene que despachar con el Capitán General. En
cuanto a sus dos compañeros de oficina, descubrió hace tiempo que mientras no
les moleste y no ponga de mala leche a Fernández no se meterán con él. Cuando
sale de Capitanía, come en alguna de las tascas económicas que abundan en el
barrio viejo, se cambia en la habitación de Deanato y se va al negocio de
Carbonero a llevar las cuentas y a echar una mano en el mostrador cuando hay
mucha clientela. Por la tarde suele darse un paseo por el entorno del puerto o
por alguno de los parques de la ciudad. Los domingos aprovecha la mañana para
hacer la colada, descansar y escribir a sus dos amores: su novia y su madre. Apenas
si le queda tiempo para nada más. Como le ha contado a Consuelo en una de sus
cartas, el hecho de haber activado el pase de pernocta ha supuesto un cambio
espectacular en su vida de guripa. Resulta que la mili ya no es tan puta como
la calificaban la mayoría de sus compañeros en el tránsito hasta Palma, quizá
es que ha tenido suerte, lo que no es raro teniendo a dos mujeres rezando por
él.
Hoy, como todas las tardes, Julio ha cambiado
su uniforme militar por la ropa de paisano y se dirige a buen paso a la bisutería.
En un momento del recorrido alguien le llama a grandes voces:
-¡Julio, paisano, Julio Carreño!
Se vuelve y mira. En principio no reconoce a
quien le llama porque es un civil y no conoce a nadie en Palma que no sea
militar, hasta que al acercarse al que le ha llamado se cae del guindo.
-¡Coño, pero si es el Agustín! –Se trata de
Agustín García Llerena, el extremeño de Montánchez que viajó con él en tren
hasta Valencia, luego en barco hasta Mallorca y que también fue su compañero en
el campamento. El montanchego se le echa a los brazos y le estrecha contra su
pecho como si hubiese encontrado a alguien que daba por perdido.
-¡Julio, paisano, que alegría!, tenía pensao
ir a verte a Capitanía, pero entavía no había encontrao la ocasión pa hacerlo.
-El día que me fui del regimiento te busqué
para despedirme, pero me dijeron que estabas de guardia en Es Fortí. También yo
pensaba pasarme por el cuartel para echar una parrafada contigo, pero… ¿qué
haces a estas horas de la tarde y vestido de civil? Cómo te coja la vigilancia
te pueden meter un puro de cuidado –le advierte Julio.
-De eso na, soy el asistente del capitán
Massanet y estoy autorizao pa vestir de paisano. Te cuento… -Y Agustín le
explica el radical cambio que ha sufrido su vida militar. Al principio, se
chupó guardias como para parar el Guadiana, parecía que el furriel la tuviera
tomada con él. Día sí, día no le caía una guardia, una imaginaria, servicio de cocina,
de limpieza de letrinas… hasta que un buen día se tropezó con un ángel…-. Sí
señor, con un ángel en forma de mujer y de nombre Roser, que es como los
polacos llaman en mallorquín a las Rosarios.
-A ver, Agustín eso requiere una explicación
más detallada. Cuéntame.
El montanchego le cuenta que
una tarde, que estaba libre de servicio, andaba paseando por la Plaza de Cort
cuando se fijó en una niñera que estaba riñendo a un nene que no hacía más que
lanzar una pelota y correr tras ella sin mirar a derecha ni a izquierda. En una
de esas, un carro estuvo a punto de atropellar al distraído crío, sino fuera porque
allí estaba él para tirarle de un brazo y evitar el accidente. La chacha le
quedó tan agradecida que no le importó que la acompañara hasta la casa en la
que servía. Por el camino, Agustín le contó que estaba de soldado en el cuartel
de El Carmen y, ¡lo qué son las casualidades!, resultó que Roser estaba
sirviendo en casa del comandante don Jorge Durango, destinado en la Plana Mayor
de su regimiento-. Y ahí me cambió la vida, al menos la militar. Pa que luego
digan que la suerte no vale pa na.
-Ya lo creo que vale. Un día te contaré lo
que decía Napoleón de la suerte –Nada más mentar al Corso, Julio se dice que ha
dicho una bobada. Seguro que Agustín no tiene ni idea de quien fue Bonaparte.
-Pues sí. Ya sabes lo que dicen en nuestra
tierra: más vale caer en gracia que ser gracioso. Y yo le caí en gracia a la
moza porque cuando le dije, como quien no quiere la cosa, que me gustaría verla
otro día, la Roser contestó que por ella valía. Pa no quedar como un gorrino,
tuve que contarle la verdá, que no sabía cuándo podría verla porque me inflaban
a guardias. La moza dijo que lo sentía y que tendríamos que dejarlo en manos
del destino.
Como Julio ve que la explicación de su
paisano va para largo, le corta.
-Agustín, tendrás que perdonarme, pero ando
mal de tiempo. Trabajo en una tienda y se me está haciendo tarde. Quedamos otro
día y me cuentas el resto de la historia que promete ser interesante.
-Claro, prenda, yo paseo por el centro la
mitá de los días.
-Durante la semana no va a poder ser, pero
los domingos los tengo libres.
-¿Qué te paice si nos vemos el domingo que
viene?, y de paso te presentaré a la Roser que, además de buena persona, está
más rica que el pan con chorizo.
Julio sigue su camino
pensando en lo caprichoso que es el destino y buena prueba es el caso de su
amigo Agustín: trabajaba de porquero, analfabeto absoluto, nunca salió de las
lindes de Montánchez y ahí le tienes vestido de paisano y, por lo que cuenta,
sin nada que hacer la mitad de los días, y encima hasta ha ligado con una
mallorquina. Lo que le recuerda aquello que suelen decir en San Martín: que
Dios te dé suerte que el saber de poco vale. El mañego pronto olvida a su
paisano hasta que llega el domingo. Como todos los días festivos, dedica parte
de la mañana a escribir a su novia y su madre. Al mediodía, comiendo en una
taberna barata que ha descubierto en la calle Pureza, recuerda que por la tarde
tiene una cita con Agustín que además le prometió que le iba a presentar a la
tal Roser. Han quedado en verse en un parque cercano a Sa Riera, una rambla que
atraviesa la ciudad. Julio se plantea si llevar algún detalle a la chica de su
paisano, pero lo desecha, ni sabe cómo es la muchacha ni si sabrá apreciar el
gesto. Vete a saber con quién se ha juntado el bueno de Agustín, se dice.
Cuando llega al lugar de la cita
ya le está esperando su amigo. Parece que hasta lleva traje nuevo, pero no es
la misma pobre vestimenta con la que vino del pueblo, lo que ocurre es que está
limpia y hasta parece recién planchada. Agustín vuelve a darle un efusivo
abrazo, celebrando alborozado que el mañego haya cumplido la promesa de acudir
a la cita.
-Paisano, no sabes lo contento
que estoy de poder presentarte a sa meua al.lota.
-¡Le leche!, ¿y eso qué
quiere decir?
-Mí chica en mallorquín. Me lo ha enseñao la
Roser que como es de un pueblo de la isla llamado Inca sabe hablar el polaco.
Antes de que llegue te acabo de contar como he llegao a asistente del capitán
Massanet. En la tercera ocasión que salí a pasear con la Roser, me preguntó si
me gustaría ser asistente. No caerá esa breva pero no está hecha la miel pa la
boca del asno, le contesté. Cuando me preguntó qué quería decir con eso, le
dije que pa ser asistente escogían a los que supieran de letras y no a un tipo
que no sabe hacer la o con un canuto.
-¿Y qué pasó? –pregunta Julio, interesado
por el relato.
PD.- Hasta
el próximo viernes en que, dentro del Libro I de Los Carreño, publicaré el episodio
23. El ajuar