Mientras Tormo cuenta a los dos reporteros las
circunstancias en las que se construyeron
algunos de los edificios de la costa, en el bar del pueblo, donde siguen
sentados Sergio y la pareja de jubilados, se ha instalado el silencio. El
camarero tarda en llegar y el mutismo comienza a resultar incómodo. Lo rompe Francisco:
- ¿Y qué hicisteis con aquel piso tan majo que comprasteis en los
Arrayanes? Todavía me acuerdo de lo contento que te pusiste cuando te dije que
podías distribuir la instalación como te petase - Francisco está al cabo de la
calle de lo que pasó con el apartamento, pero es una manera de romper el
silencio y ayudar al joven a que se sienta menos violento mientras traen la
comanda.
- Terminaron desahuciándonos y se lo quedó la caja, todavía les debo un
montón de pasta que, tal como está el patio, la van a cobrar cuando las ranas
críen pelo - Sergio termina la frase con una ronca carcajada que suena más a
desesperanza que a burla.
- Bueno, Dios aprieta pero no ahoga, como suele decirse. Eso de los
desahucios está muy de moda. No hay día que no se vea a los del juzgado en
compañía de los municipales llamando a alguna puerta. Es como una epidemia,
llega a todas partes. Mira, esa es una de las pocas ventajas que tenemos los
viejos, como nuestras hipotecas terminamos de pagarlas hace un porrón de años
ya no pueden desahuciarnos, pero la gente joven la verdad es que lo tenéis
jodido.
Inopinadamente, interviene
Lisardo que, con gesto agrio y voz un tanto áspera, exclama:
- A quienes tenían que echar de sus casas y desahuciarles hasta los
calzones es a los cabrones usureros de los bancos y de las cajas que son los
que tienen la culpa de todo. ¡Me caguen sus muertos! - apostrofa airadamente.
- Es que Lisardo es uno de los que han timado con la estafa esa de las
preferentes - justifica Francisco -, de ahí su cabreo. Y tiene toda la razón
del mundo para quejarse – El antiguo patrón de Sergio prefiere dar un giro al
sesgo que ha tomado la conversación y pregunta -. Oye, ¿y dónde vivís
ahora?
- En un piso de los del barrio viejo. Mejor que un piso habría que decir
que es un tabuco, pequeño, mal ventilado, sin luz…; en fin, un antro, pero es
lo único que podemos pagar y gracias a que mis padres nos ayudan, que si no ni
eso.
- Tu abuelo era Andrés el Punchent, ¿verdad? - interroga Lisardo que,
ante el mudo asentimiento del joven, añade -. Una gran persona tu abuelo, muy
trabajador y un hombre cabal.
- Oye, hablando de tu abuelo que en gloria esté, ¿y por qué no te has ido
a vivir a su casa? Es vieja pero espaciosa - afirma Francisco.
- Ya no es de la familia. A mi abuelo lo convencieron para que hiciera
una hipoteca inversa sobre la casa y cuando murió se la quedó la aseguradora.
Ni mi madre ni sus hermanos reunieron dinero suficiente para rescatarla.
A todo eso, llega el camarero
con la comanda. Sergio, despreciando de momento el vino, devora el bocadillo en
un santiamén. Tal es su ansia que hasta se atraganta un poco. El señor
Francisco mira de reojo a Lisardo quien parece leer el mensaje que hay en sus
ojos y hace un gesto de asentimiento.
- Pepe - vuelve a llamar al camarero -, tráenos unas almendras y otro
bocata.
- Los calamares se han terminado, señor Francisco, tendrá que ser de
chóped o de panceta.
- De lo que sea, pero no que no racaneen en la medida.
- Gracias, señor Francisco - la mirada vidriosa de Sergio parece que se
ha vuelto un tanto húmeda.
En cuanto termina el segundo
bocadillo, Sergio se despide de la pareja de jubilados, no sin antes volver a
pedir:
- ¿Me dan otro cigarrito?
Nada más alejarse Sergio,
Lisardo pregunta:
- Oye, Paco, y si ese chico era tan bueno como dices, ¿por qué lo despediste?
- Verás, durante unos años fue de lo mejorcito que tuve, cumplidor,
honrado, servicial, con iniciativa; con decirte que con poco más de veinte años
lo hice capataz está dicho todo. Todo eso desapareció cuando empezó a empinar
el codo más de lo debido. Luego llegaron los porros, las pastillas, la coca y,
según me contaron, al final se metía todo lo que pillaba. Total, que comenzó a
llegar tarde y alguna vez ni siquiera apareció por el tajo. Encima los días que
venía o estaba con resaca o medio zumbado por la droga. La cuadrilla que
dirigía se le fue de las manos y tuve que rebajarlo a peón. Hasta que Dimas,
pese a que le caía muy bien, dijo que hasta aquí hemos llegado. No me quedó
otra que darle el finiquito. Ah, y un detalle, podría haberme llevado a la
magistratura de trabajo por despido improcedente, pero no lo hizo. Al final
tuvo la suficiente vergüenza torera. Por eso me sigue pareciendo buena gente.
- ¿Sigue enganchado?
- Mi sobrina Verónica me contó que sus padres le pagaron, y también a su
chica, una cura de desintoxicación, pero ya sabes que hablar de rehabilitación
total de un drogadicto es mucho decir. Y lo más curioso es que ahí donde lo
ves, con esa pinta de drogata que echa pa tras, iba para ingeniero y mira como
ha terminado.
- La droga es terrible. Convierte a un hombre cabal en una piltrafa.
- Antes que la droga, la culpa la tuvo el putón verbenero con la que se
juntó. Una chica de los Vercher, los debes de conocer. Le sorbió el seso, que
el chico lo tenía y con mucho fundamento, y cambió los estudios por un trabajo
de instalador. Era competente y por eso ganó sus buenos dineros, pero entre la
moza, que es de las que tienen un agujero en cada mano, y las malas compañías
con las que se juntaron ya ves cómo ha terminado: sin estudios, sin trabajo,
sin piso y medio colgado del canuto o no sé si de algo peor.
- ¡La puta crisis! - acusa rotundamente Lisardo.
- ¡Qué coño, es muy fácil echarle la culpa de todo a la crisis! - se
revuelve Francisco -. Cierto es que ha ayudado mucho al desastre, pero no es la
única causa de que el Sergio se echara a la mala vida. Al menos en este caso
hay otra culpable, ya te lo he dicho, la pájara con la que se encoñó. Una moza
con mucha pechuga y poca cabeza, esa es la que lo ha llevado a la ruina. Cuando
un tío se junta con una mala mujer casi siempre acaba jodido y bien jodido.
- Me has hablado de la vida del Sergio a cachos, un día me la has de
contar entera – pide Lisardo.
- Es una historia más larga que un día sin pan y más triste que la
Dolorosa. Verás, la primera persona que me habló de Sergio Martín fue…