A
José Vicente solo le falta un último paso para que su relación con Pepita tenga
todas las bendiciones sociales: hablar con el padre de la joven. Decide dar el
paso. Una tarde pide a la jovencita que le diga a su padre que esa noche irá a
hablar con él. Le recibe el tío Braulio en una especie de saloncito de estar
que parece sacado de una revista de interiorismo: todo está impecable,
impoluto, hasta se diría que el mobiliario está recién sacado de la fábrica.
Águeda y Pepita no pierden ripio de la entrevista tras una de las puertas. Pese
a su autodominio, Gimeno está francamente nervioso. No todos los días se da un
paso semejante.
- Verá usted, señor Braulio, Pepita y yo
llevamos hablando un tiempo y…, bueno, parece que hemos congeniado. Como soy un
hombre serio y sé perfectamente que usted también lo es, antes de dar ningún
paso he querido hablar con usted y pedirle su permiso para poder entrar en esta
casa como novio de su hija.
Se
produce un silencio. El tío Braulio no dice nada y José Vicente no sabe si
debería proseguir o qué. Como el dueño de la casa sigue sin arrancarse, el
joven prosigue con su explicación:
- Yo, como usted sabe, tengo un empleo fijo y
gano lo suficiente para poder mantener dignamente una casa – Gimeno no está muy
seguro de que su afirmación sea tan cierta -. Y como también soy jefe local del
Movimiento, tengo posibilidades de lograr mejores empleos todavía. Por eso –
vuelve a repetirse – le pido su permiso para poder entrar en casa y hablar con
su hija.
Sigue el silencio. Gimeno comienza a ponerse nervioso. Casi está por
gritar: ¡pero, hombre de Dios, quiere de una puñetera vez decir algo! El tío
Braulio le mira de soslayo con sus ojillos cazurros de un marrón desvaído y se
pasa la lengua por los labios, pero sigue callando. José Vicente vuelve a tomar
la palabra porque el silencio le está poniendo de los nervios:
- Debe saber que respeto mucho a su hija y,
por supuesto, también a ustedes. Sé que son una familia cabal. Nunca me hubiese
atrevido a hablar con usted si mis intenciones no fuesen honestas. Pepita y yo
hemos hablado mucho de lo nuestro y estamos de acuerdo en llevarlo adelante.
Nos queremos, pero… no vamos a dar un paso más si no es contando con su permiso
para hacerlo. Yo sé que los padres siempre quieren lo mejor para sus hijos – no
sabe qué decir más y habla por hablar – y usted no va a ser menos. No sé si soy
el mejor partido para Pepita, pero como le he dicho tengo una paga segura y
conmigo su hija llevará una vida de señora y… por eso he venido a preguntarle
si me concede su permiso para poder entrar en casa y…
Como
el tío Braulio no parece que vaya a decir nada, Gimeno, agotada su paciencia,
decide conminarle:
- ¿Me da permiso para cortejar a su hija?
Usted dirá – casi lo ha dicho gritando.
El
tío Braulio carraspea, vuelve a mojarse los labios, y al fin se arranca:
- Eh… Bueno… Lo que está bien, está bien…
Somos una familia honrada… Pepita es nuestra única hija y todo va a ser para
ella… Espero que la respetes y que vengas con buenas intenciones – una
parrafada tan amplia parece haber agotado las posibilidades verbales del buen
hombre que vuelve a callarse. Sale del saloncito y regresa al momento
acompañado de su mujer y su hija.
José
Vicente saluda por primera vez a la tía Águeda quien le da la mano y solo falta
que le haga una reverencia. Pepita le sonríe sin decir nada. Se la ve más que
feliz, radiante. El tío Braulio ha vuelto a callarse. Gimeno desconoce cuál es
el protocolo a seguir en estos casos. Decide continuar hablando. El silencio le
resulta cada vez más insoportable.
- Señora Águeda, mucho gusto en conocerla y
saludarla. Pepita me habla mucho de usted… En fin, para mí es una satisfacción
y una gran alegría que me permitan hablar con su hija.
- No te preocupes, José Vicente. Podemos
tutearte, ¿verdad? No gastes cumplidos. Como si estuvieras en familia. Esta
noche cenarás con nosotros. Mientras Pepita y yo ponemos la mesa, Braulio te
enseñará la casa.
El
tío Braulio, con paso cansino, le muestra la casa, reconstruida de arriba abajo
hace un par de años, y que está verdaderamente impecable. Todo aparece limpio y
reluciente, no hay ningún objeto o mueble que no esté en su sitio. El anfitrión
le enseña, con evidente orgullo, un cuarto de baño impoluto, hasta tiene bañera
y todo, adminículo del que deben de haber muy pocos en el pueblo.
- Y aquí tenemos el cuarto de baño que, a
Dios gracias, hasta la fecha no hemos tenido que usarlo.
- Ah – Gimeno, un tanto desconcertado por la
explicación, no es capaz de añadir más.
Es
el tío Braulio quien desvela el sentido de la explicación:
- Afortunadamente, toda la familia tiene muy
buena salud y nunca hemos tenido que bañarnos.
En
un ángulo del comedor, en el que madre e hija andan azacaneadas poniendo la
vajilla y los cubiertos, hay una enorme nevera y al señalarla el tío Braulio
presume que día sí, día no, compran un duro de hielo para tenerlo todo fresco.
- ¿Es moderna, verdad? La nevera.
- Muy moderna. ¿No cabe en la cocina?
- Que va – contesta la señora Águeda que no
pierde ripio de cuanto dicen -. La tenemos aquí porque así luce más. Es la
nevera más grande que había en la tienda. Bueno, pues ya podemos sentarnos a la
mesa. José Vicente, tú siéntate ahí, así estarás al lado de la niña. No va a
ser una cena de postín como a las que debes de estar acostumbrado. Solo unas
cosillas para picotear y poco más.
El
piscolabis resulta ser una cena pantagruélica que, según la madre de la recién
pedida, porque el padre no ha vuelto a despegar los labios, ha sido elaborada
por Pepita pues es muy buena ama de casa y sabe guisar estupendamente. José
Vicente termina atiborrado como un oso. Suspira cuando se ve en la calle. Ha
sido una velada insólita y un tanto desconcertante. Prácticamente solo ha
hablado él. Los tres miembros de la familia Arnau-Gasulla apenas han abierto la
boca, eso sí, han sido unos oyentes muy atentos. La que más ha intervenido ha
sido Águeda y se ha limitado a repetir lo maja y lo buena hija que es Pepita y
que por eso también será una buena esposa. Y en su parrafada más larga ha hecho
mención a las fincas que algún día serán de la niña y de quién sea su marido.
Mientras se dirige a la pensión en la que vive, Gimeno va pensando: esta gente
nada de invitaciones ni de preguntarme si quiero o no cenar con ellos, nada. Te
quedas a cenar y en paz. Y el Braulio de las narices tampoco me ha contestado
si me concede la mano de la hija. Por lo de la cena supongo que sí, pero en
concreto no ha dicho nada. ¡Vaya Castelar! Ahora ya sé a quién ha salido la
niña: tiene la misma facilidad de palabra que el padre.
Formalizada la relación, José Vicente vuelve a recibir un alud de
felicitaciones por su noviazgo, ahora ya oficial. Todos coinciden en que ha
dado un buen paso y que va a hacer una gran boda. Hasta Benjamín Arbós, que es
poco dado a las efusiones, le felicita calurosamente un día que se cruzan en la
cooperativa.
- Enhorabuena, José Vicente. Me han dicho que
vamos a emparentar. Mi sobrina es una buena chica y se merece lo mejor.
También Lolita le vuelve a felicitar, aunque con evidente sorna:
- Bueno, jefe, parece que vas a sentar la
cabeza. Felicidades. Es una chica que no está mal. Algo corta, pero eso puede
llegar a ser una virtud.
- ¿Qué quieres decir con eso? – inquiere
Gimeno, un tanto mosqueado.
- Lo que he dicho, jefe, que es una chica que
no está nada mal.
- No me refiero a eso, sino a que es corta,
¿eso qué significa?
- Realmente no significa nada, es una forma
de hablar – y tratando de enmendar su metedura de pata, añade -. No solo es una
chavala muy mona, sino que tengo entendido que es muy simpática y agradable. O sea,
que reitero mi enhorabuena.