Doña Pilar ha mejorado mucho en la tarea de
llevar los libros del tío Dimas el Bronchales. Hasta que la maestra no se hizo
cargo de sus balances, el usurero llevaba la cuenta de los préstamos en hojitas
de papel que en más de una ocasión traspapeló, compensando el arcaico sistema
con una prodigiosa memoria. Ahora la aragonesa maneja unos libros en los que
anota cada una de las operaciones que hace el usurero, la fecha en que se
sustanció el préstamo, el tiempo de duración, el interés al que se prestó y
demás detalles complementarios. Dado que en los tiempos que corren, y
concretamente en la zona norte de Cáceres, existen muy pocos bancos, los
prestamistas cumplen con la función de facilitar los capitales necesarios para
poner en marcha un nuevo negocio, ampliar otro ya existente o paliar los
efectos de una mala cosecha. Claro que a un interés muy superior al legalmente
establecido que es el seis por ciento.
Han pasado escasos meses desde que Pilar se
hizo cargo de la administración del negocio, pero han sido suficientes para que
su actuación se haya notado. El negocio ha mejorado muchísimo, pues la maestra
no solo lleva las cuentas y escribe cartas y requerimientos, sino que también
intenta convencer a los clientes morosos que es mejor que paguen, aunque sean a
plazos, antes que los perdonavidas del prestamista les muelan las costillas o
algo peor. De tal manera ha progresado el negocio que el tío Bronchales ha
confesado a su mujer que sin la ayuda de Pilar ahora no sabría cómo apañárselas,
confesión que al parecer ha trascendido. Algo de eso está intuyendo la
inteligente aragonesa, lo que le lleva a pensar que debería sacar partido de
esa circunstancia y pedir un aumento de sueldo porque el estipendio que le da
el tío Dimas es más bien exiguo.
Una tarde, cuando la maestra termina sus
clases, al llegar a casa la está esperando la tía Etelvina, la comadrona de San
Martin, persona de toda confianza de Pilar que valora mucho el sentido común y
la mundología de la partera. En el curso de la conversación, Etelvina le
refiere uno de los cotilleos que corren por la comarca.
-Me ha llegado el rumor de que el Bronchales
te come de la mano.
-¡Bueno es el señor Dimas!, ese no come de la
mano de nadie, ni siquiera de la de su hija.
- Pues según me han contado, su mujer va
diciendo por ahí que su marido asegura que eres la mejor inversión que ha hecho
desde que prestó dinero al obispado de Coria.
-Dudo que el señor Dimas vaya contando
detalles del negocio.
-Ahora es el señor Dimas, antes era el tío
Bronchales, ¡vaya cambio, Pilar!
-Mujer, al fin y al cabo es mi jefe, se
merece un mínimo respeto, y no hagas caso de los chismes, la gente habla por
hablar.
-Si eso que cuentan fuera verdad y llegaras
a confirmar que le haces tan buen papel al Bronchales, ¿piensas sacar provecho
de la circunstancia?
-No lo tengo claro, pero supongo que lo que
podría hacer sería pedirle un aumento de sueldo porque me paga una
miseria.
-Y con la fama de rácano que tiene el
Bronchales, ¿crees que te subirá la paga?
-Depende de cómo sepa negociarlo. Si lo hago
bien y en el momento oportuno, creo que le podría sacar más cuartos de los que
me paga ahora.
-Hay que ver, Pilar, convertida en toda una
negociante. ¡Quién te ha visto y quién te ve!
El revés de la moneda, en muchos aspectos,
es el caso de Julio. Su trabajo fuera del ejército no ha experimentado ninguna
progresión, se ha estancado. Continúa llevando la contabilidad de los negocios
de bisutería del brigada Carbonero, a la que no necesita dedicarle demasiado
tiempo pues no es nada compleja. En lo único que ha progresado es como
vendedor, dado que se pasa más tiempo detrás del mostrador que en la
trastienda. En lo que también está empantanado es en su relación con Dolors. Se
dice, día sí, día también, que debería dejarla, pues en cualquier momento puede
ocurrir, aunque ambos toman precauciones, que la joven mallorquina quede
preñada y entonces no va a tener más remedio que casarse con ella, con lo cual
tendrá que despedirse de todos los planes que algún día, todavía lejano, piensa
compartir con la mujer de su vida. Porque esa es otra, el mañego sigue
queriendo a la chinata con toda su alma, pero… Consuelo está a ochocientos
sesenta quilómetros, más o menos, y a la Dolors la tiene a la vuelta de la
esquina, como quien dice. El resultado de ese modo de pensar no podía ser otro:
el mañego sigue saliendo con la joven mallorquina y sus encuentros siguen
siendo igual de tórridos desde aquella noche en la bajera. Todo continúa así
hasta que a Julio le llega una carta que le deja sin resuello. ¡Dios sabe cómo
ha podido enterarse su madre!, pero en su última misiva afirma estar muy
preocupada por la “mala vida” que
lleva en Palma. No se atreve a preguntar, y más por escrito, a que se refiere
con lo de “mala vida”, pero el uso de
las comillas, de las que sabe no ser muy partidaria doña Pilar, hace que se le
disparen todas las alarmas. ¿Es posible que se haya enterado de su lío con la
Dolors? Y si es así, ¿cómo coño ha logrado enterarse? La única explicación
plausible que se le ocurre es que Agustín se lo haya comentado a algún paisano
o a alguien relacionado con extremeños, y de esa forma la noticia ha llegado a
oídos de su madre. Claro, se dice, que lo de la “mala vida” podría referirse a otra cuestión, pero por mucho que
repasa su comportamiento, más bien rutinario, no encuentra en su conducta nada que
pueda calificarse como de “mala vida”.
Forzosamente, ha de referirse al lío con la joven mallorquina. Tras darle
muchas vueltas y analizarlo por la cara y el envés, toma dos resoluciones: una
no preguntar a su madre a qué se refiere, otra dejar de ver a la Dolors. Sabe
que le costará conseguirlo, pero cree que si es capaz de aguantar dos o tres
semanas sin verla, también será capaz de superar su adicción por la muchacha.
Aunque en un arranque de sinceridad se dice que más que adicción por la joven,
habría que decir adicción al sexo.
Ajena al mal momento que está atravesando su
hijo, a doña Pilar le llegan más habladurías sobre lo satisfecho que está el
señor Dimas con su trabajo. Lo que hasta hora es un cotilleo deja de serlo,
cuando un día un desconocido va a visitarla a la escuela. Se presenta como Luis
Campos, industrial lácteo. Doña Pilar al oír el nombre del visitante lo ha
identificado como el joven que, según los rumores, está paseándole la calle a
la novia de su hijo. ¿Qué querrá este chico?, ¿querrá hablarme de Consuelo o
quizá de mi hijo?, se pregunta; pero al interrogarle por el motivo de su visita
Luis le contesta que quiere hablarle de un asunto de negocios. La maestra le
indica que podrá atenderle al final de la sesión vespertina. Cuando Campos
vuelve, doña Pilar va directa al grano.
-Pues usted dirá.
-Me dicen que usted lleva las cuentas del
Bronchales.
-¿Y…? –Sabiendo quien es el joven, Pilar se
anda con mucho tiento y habla lo justo.
El vaquero le cuenta que está en tratos con
el usurero pues quiere independizarse de sus padres, y necesita que alguien le
preste dinero para montar su primera tienda en la que vender productos lácteos.
Al principio, les pidió dinero a sus padres, a lo que estos se negaron pues les
pareció un disparate que tratara de hacer la competencia al negocio familiar
que acabará siendo suyo. Después lo intentó con otros familiares, pero todos
hicieron causa común con sus padres. Hasta que se enteró de que en marzo del
pasado año, y a propuesta de la Sociedad Económica de Amigos del País, se había
fundado la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Badajoz, uno de cuyos objetivos
era fomentar la inversión para la creación de nuevos negocios en la región. Se
dirigió a la Caja, pero al faltarle garantías con las que avalar el préstamo no
se lo concedieron. Total, que terminó en manos del Bronchales, que sí que le
otorgó el préstamo, pero que lo condicionó a que no fuera firme hasta que su
mano derecha lo contabilizara…
-… ¡y resulta que su mano derecha es usted!
¡Quién lo iba a decir! Y lo que le pido es que agilice todo lo que pueda el
préstamo.
Es la confirmación que doña Pilar esperaba
conocer. Lo que le ha contado Campos no es un chisme de los que corren por la
ciudad. El Bronchales la necesita y aunque se dice que nadie es imprescindible
en esta vida, eso siempre suele ser relativo, hay personas que hacen más falta
que otras. La aragonesa es consciente que a ella no le hace falta el tío
Bronchales, puede pasar perfectamente sin los cuatro duros que le da por llevar
sus cuentas, pero por lo que parece al usurero si le hace falta ella. Lo que no
sabe es hasta qué punto. Y como es una mujer resuelta, y tiene poco que perder,
decide realizar una sui generis prueba del nueve, el artificio matemático que le
enseñó una vieja maestra que tuvo en primaria, y que se usa para verificar de
forma sencilla si una operación de cálculo, realizada a mano, da un resultado
erróneo.
-Señor Dimas, estoy muy disgustada, pero
tengo que contárselo. El inspector de enseñanza se ha enterado que le llevo las
cuentas y me ha prohibido que siga haciéndolo. Dice que usted tiene mala fama y
que eso no le conviene al prestigio de la escuela.
-Ese inspector tiene menos luces que el bobo
de Coria. ¿Se puede saber por qué no le conviene que trabaje para mí?
-Ya se lo he dicho, por el prestigio de la
escuela. No quiero que se disguste, pero tendré que dejarle.
-¡Pero, mujer!, ¿usted sabe el estropicio
que me hace dejándome ahora? Algún modo habrá de solucionarlo, ¿no?
Y lo hay. La maestra le cuenta que si le
dobla lo que le paga, convencerá al funcionario de que puede mejorar el
prestigio de la escuela porque una parte de lo que gane de más lo invertirá en
comprar nuevo material didáctico, ya que el actual está muy deteriorado. La
aragonesa es consciente de la endeblez del argumento, pero no se le ha ocurrido
otro mejor. Ahora comprobará lo que vale para el prestamista y verá si la
teórica prueba del nueve, aplicada a esta situación, funciona.
PD.- Hasta
el próximo martes en que, dentro del Libro I de Los Carreño, publicaré el episodio
38. La pelea
del medio punto
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